jueves, 13 de diciembre de 2012

¿Amigo Imaginario? - M. C. Carper - Relato fantástico



El primer cuento que tiene como protagonista a mi personaje, Sálvat, lo escribí a los dieciocho años, mientras cursaba un taller de Expresión Plástica en la escuela Rómulo Raggio. Surgió por una necesidad de expresar las broncas y frustraciones que tienen todos los jóvenes cuando dejan la adolescencia e inician una vida de adultos. En un cuaderno esbocé las primeras diez historias que terminarían siendo cuentos. En esa época estaba muy entusiasmado con los cuentos de Theodore Sturgeon. Mayormente por el libro “Más que humano”. La idea de personas con talentos especiales me atraía muchísimo y el lado oscuro de ser así era. para mí, una consecuencia lógica. La primera versión de “Amigo Imaginario” fue comentada en Taller Siete. Recuerdo que mi amigo Erath Juárez Hernández hizo comentarios muy elogiosos. Es más, creo que desde entonces nos convertimos en amigos. Años después. Manuel Burón lo publicaría con cinco ilustraciones mías en la desaparecida Aurora Bitzine. Pues bien. Aquí está de nuevo en la web. Espero que les guste y lo comenten.





¿Amigo Imaginario?







¿Soy una bestia?

¿O soy humano?

¿Sólo soy como tú?

Realmente torcido

Alejándome de ti



¿Soy un demonio?

¿Necesitas saberlo?



(Am I Demon? de Glenn Danzig)











Una noche oscura, con la lluvia golpeando las calles desfiguradas por el abandono. Una mujer se esforzaba para evitar los charcos, azuzando a dos niños que temblaban empapados. El mayor no tendría más de diez años. Látigos de plata se abatían sobre el mundo desde las densas nubes. Bajo ese castigo, la mujer los arrastraba tratando de ignorar el agua que se colaba bajo su ropa. Tomó aire al reparo de un diminuto balcón tratando de reconocer el barrio. Hacia delante sólo se distinguían los arrebatos del agua ante un enloquecido farol. Ella recordó los árboles y la vereda de pinos con troncos casi negros. Pero fue el estruendo de la boca de tormentas, la enorme alcantarilla tragándose el improvisado arroyo, lo que la orientó. Los tacos de sus zapatos no facilitaron el cruce de la avenida empedrada. Volvió a irritarse y descargó su ira increpando a los pequeños.

Se detuvo un momento apoyándose en el alto muro. Sintió los ojos del mayor de los chicos perforando su nuca, un ligero temblor la estremeció y se preguntó por qué los iba a entregar a un infierno que había conocido en carne propia. Esos chicos no le gustaban, pero… no pudo pensar nada. Siempre que algo le molestaba con respecto a ellos los pensamientos se le nublaban y se hallaba pensando en algo reconfortante.

El dinero, se dijo

El dinero me ayudará.

Ya otras veces había padecido aquella sutil amnesia. Un molesto presentimiento le advertía que era cosa de los niños, que ellos la mareaban deseándole el mal, pero duraba menos de un minuto y nunca recordaba que había ocupado su cabeza antes.

Llegaron a la puerta de rejas y, tras un intercambio de palabras a través del portero eléctrico, se les permitió el paso. Un patio de lajas gastadas concluía en un edificio oscuro, de ventanas pequeñas y apagadas. Era como un enorme sarcófago ennegrecido por los años, macizo y silencioso. Un relámpago lo mostró como un bloque de ladrillos desnudos y erosionados. Diez minutos les demandó alcanzar una alta puerta de madera con varias capas descascarilladas de pintura verde.

Los recuerdos acongojaron el corazón de la mujer. Nunca había querido aquel lugar, hasta había llegado a odiarlo. No obstante, a veces lo echaba de menos, como a un amante abusador.

La puerta se abrió.

¡Pasa! ¡Pasa! dijo una anciana con gafas baratas de plástico negro. Se hizo a un lado y entraron a una antesala pintada de gris, un banco solitario se distinguía al fondo, cerca del reflejo de una puerta entreabierta—. ¡Estás empapada, Cristina! —Y mirándola con los ojos de alguien que conocía todos sus secretos, agregó—: Aún te niegas a usar paraguas, ¿no?

        Los odio, Doña Leticia. Como odio la lluvia y la noche  replicó la mujer quitándose el abrigo y tomando la toalla que le alargaba la vieja—. Como odio el invierno.

Las dos parecían ignorar abiertamente a los chicos. Al final, la anciana los miró y dijo sin  emoción:

Así que éstos son. Pasemos a mi despacho.



Entraron a una oficina y cerraron la puerta, dejando a los niños sobre el banco del pasillo. La vieja se sentó frente al escritorio, pero Cristina no se atrevió a tomar asiento hasta que se lo indicase.

Siéntate y habla. Acepté que los trajeras por lo que me dijiste por teléfono. Pero no mencionaste todo, te escucho.

Son ideales, Doña Leticia. Hace cuatro años que los conozco, no tienen padres. No están registrados y son ciento por ciento sanos, no han tenido una sola enfermedad.

¿Cómo es eso? Cualquiera se enferma.

Cualquiera,  pero estos no. En el laboratorio los cuidaban como porcelana.

Si son valiosos alguien los buscará. No me traigas problemas, Cristina.

No, ningún problema: allá no los quieren, nadie del  personal entiende por qué había que tener tanta condescendencia con ellos. Hace cinco meses que no reciben las donaciones y estos mesticitos…

¡Como tú, Cristina! ¿O ya te olvidaste de dónde vienes?

La otra hizo un  mohín de disgusto. Cuando podía comprarlo, usaba maquillaje para aclararse el cutis, toda su vida se había sentido discriminada por el color de la piel y no perdía oportunidad de dar el mismo trato a terceros.

Te criaste aquí al igual que tantos —le recordó la vieja—. Muchos logran ser buenas personas al salir. A las almas descarriadas que no logramos doblegar, estoy segura que nadie podrá salvarlas.

Entonces sólo importan sus órganos bufó Cristina.

¡Insolente! Doña Leticia golpeó la superficie del escritorio—. Podrías agradecerme el que no hayas terminado como banco de órganos, fueron muchas las veces que necesité corregirte.

Ya no vivo aquí, señora, vine para cerrar un trato —la sonrisa educada había desaparecido del rostro de la joven—. Algo beneficioso para ambas, otros pagarían sin pestañar por estos chicos.

Ambas se sostuvieron la mirada sin mover un músculo.

Así están las cosas dijo al cabo la vieja. Sacó un fajo de bonos multiuso de un libro y se los entregó—. Es más de lo que acordamos. Ahora te sugiero que desaparezcas y no regreses nunca.

Está bien. —Esta vez la sonrisa fue auténtica, no pensaba volver jamás.

Salió del despacho con prisa, deteniéndose un momento para mirar a los chicos. Le faltó fuerza para despedirse. Ambos la observaban, el más pequeño con la cara descompuesta por el llanto. Se alejó sin mirar atrás.

Doña Leticia salió cuando oyó la puerta principal cerrarse, y los estudió por encima de sus lentes. Desde el fondo del pasillo apareció una mujer muy obesa. Murmuró un momento con la vieja y después se acercó a los chicos.

¡Vamos! Gruñó indicando el camino—. Delante mío y sin chistar.

La siguieron hasta llegar a un amplio baño colectivo; los mingitorios aparecían en hilera ante los privados de gruesas puertas grises. Las paredes, llenas de humedad, lucían un desteñido color verde. Todo estaba frío, helado al tacto. Desde unas palanganas con agua subía vapor, la gorda los empujó hacia ellas. Oyeron el desagote de un inodoro y luego apareció un tipo flacucho con una mata negra de cabellos ensortijados.

¡Ya están los nuevos! —dijo con voz desagradable y ominosa.

Dos negritos comentó la obesa, que los despreció desde un primer momento. Sus cabellos castaños, casi rubios, le causaron una enfermiza envidia; los grandes ojos cafés le irritaron pues la miraban con desafío—: ¡Deja de mirarme así, mono!

Nunca te educaron, ¿no?  dijo el hombre acuclillándose ante ellos—. ¿Cómo te llamas? —El mayor frunció la boca y se miró la punta de los pies, sin emitir un sonido—. ¿Sabes que aquí se castiga la desobediencia?

Sin permitir una réplica, el flaco le retorció una oreja al chico. Este lanzó un alarido de dolor. Fue un grito para liberar angustia y miedo, todo su terror se amplificó en ese baño vacío. La gorda lo calló de una bofetada, dejándole cinco dedos marcados en la cara. Ambos se ensañaron con él. Su hermano, presa del pánico,  lloraba caído de rodillas sobre las frías baldosas. Entonces los recipientes con agua chocaron entre sí derramando el contenido por todo el piso. Los adultos cesaron el ataque al niño y se miraron preguntándose qué había ocurrido.

¡Qué extraño! Dijo Cabeza de Raspaolla—. ¿Cómo se volcó el agua?

¡Ustedes dos sequen todo! —Gritó la Gorda Grasosa arrojándoles unos trapos de piso—. Era la última agua caliente. Ahora, tendré que meterlos bajo el agua helada de las duchas.

Los desnudó y entraron tiritando bajo la ducha. Sin miramientos, la mujer los frotó con un cepillo enjabonado que les enrojeció la piel, luego les dio otras ropas y los condujo hasta un dormitorio gigantesco. 

Muchos niños dormían, pero dos o tres cabezas se asomaron entre las sábanas para ver a los recién llegados. La gorda los metió en unas camas lanzándoles una furiosa mirada antes de irse. Ni la calidez ni el olor a limpio de las sábanas les brindó confort. Se sentían solos en un mundo enemigo, temblaban, resistiéndose a quedarse dormidos, pero el cansancio de aquella terrible noche en que los habían sacado a la fuerza del único lugar que conocían, los venció, dándoles una breve paz.



A la mañana siguiente, los recién llegados fueron instruidos en las rutinas de higiene, los horarios del comedor y los recreos. Las edades de los niños con los que estaban oscilaban entre los cuatro y catorce años, pero había muchachos mayores en otros pabellones. Aunque pocas veces los juntaban con los pequeños, los abusos eran frecuentes. Sin embargo los celadores fingían no enterarse y era más riesgoso ser un protegido de la Gorda Grasosa o de Raspaolla, no sólo por ser odiado como alcahuete sino por las preferencias sexuales de esos celadores. Las reglas eran estrictas, la directora —a quién llamaban, la Vieja Buitre— había redactado un reglamento con los castigos correspondientes a cada delito, pero los chicos aprendieron muy pronto que no existen delitos si no se pueden probar o los testigos se niegan a declarar. En el orfanato los sentimientos preponderantes eran la camaradería entre los internos y el odio hacia los celadores.

Los hermanos, debieron ganarse su lugar por medio de los puños desde el principio. Transcurrido un mes, dejaron de ser novedad para convertirse en parte del lugar. Demostraron ser taciturnos y poco sociables, especialmente el mayor. La única persona que había conseguido averiguar sus nombres era la hermana Amelia, la psicóloga del instituto. Necesitaba material para un ascenso y consideró que el caso de los hermanos le serviría, por ello no tardó en pedir una cita con la directora del orfanato.



Amelia, la psicóloga, apagó el cigarrillo aplastando repetidas veces la colilla contra el cenicero de Doña Leticia.

¿Los estudios clínicos están bien, Amy? —la vieja siguió cada movimiento de la doctora mientras hacía la pregunta.

Son sanos, Leticia contestó la otra, escueta, con un nuevo cigarrillo entre los labios—. No es nada anormal, si tienen alguna mutación no es perceptible.

¿Mutación imperceptible? ¿Qué importan ese tipo de mutaciones si los órganos pueden ser útiles a nuestros empleadores?

La psicóloga la miró con cansancio, exhaló el humo hacia el ventilador de techo y dijo:

Hay muchas cosas que no comprendemos de nuestro decadente mundo —pensó en la peste que arrasó a la humanidad y en la contaminación que devastó al planeta reduciéndolo a un continente desértico rodeado de mares envenenados—. ¿Te parece que podemos darnos el lujo de hacernos los exquisitos? Tenemos que investigar cualquier anormalidad que aparezca. En esas mutaciones podría estar la esperanza de adaptarnos, de sobrevivir.

¡Tonterías! El destino del hombre está sellado por las mutaciones. La subvención que recibimos es inútil para corregir eso. No existe la esperanza, ni hay futuro. Somos los últimos vestigios de nuestra raza. Cada vez nacen menos humanos y más animales, dominados por sus instintos básicos.

—suspiró Amelia—. Sé que lo poco que queda de la civilización se está yendo al caño. Nosotros no somos gran cosa, pero fíjate en lo que nos rodea: en la jungla y los desiertos del sur viven en semi barbarie y no muy lejos, en el norte, está Dynektrom y los tecnócratas de Progreña.

No te desvíes del tema, Amy. La política me importa un cuerno. ¿Qué es lo que te pasa con esos chicos?

No chicos, chico. El que me interesa es el mayor, el de nueve, Sálvat —contempló un momento el cigarrillo, pensando en convencer a la anciana para recibir su autorización y estudiarlo—. Ese niño está aterrado, nuestras reacciones al temor pueden ser diferentes —explicó—. En un lugar como este, la única respuesta que puede comprender es la de la violencia.

Perturba y es motivo de conversación en los pasillos, es eso y nada más. Los celadores darán cuenta de él si se propasa. Si se torna un caso difícil me ganaré una buena suma vendiendo sus órganos a los seiyones de Progreña.

Ese chico necesita tratamiento, vive bajo una tensión terrible. Si lo hostiga, sólo provocará un desorden más agudo en su psique. Sospecho que manifiesta algún tipo de PES, me han comentado cosas. La mayoría de los celadores siente rechazo y pocos niños se meten con él. ¿Ha oído sobre los incidentes en el dormitorio y en el lavado?

¿Los ruidos? —indagó perpleja la anciana—. Descontaminamos todos los techos y no volvieron a oírse. No descarto este tipo de fenómenos, pero tiene que estar segura de lo que dice.

No lo estoy, pero dame tiempo con el chico y averiguaré la verdad. Conozco a gente que se mostraría interesada en su caso.

Deberán pagar por ello. —amenazó la anciana y la psicóloga suspiró. Apagó el cigarrillo y se marchó.



¡Buen día!

El saludo no tuvo respuesta. La mirada del chico estaba perdida en algún punto entre el cesto de basura y el paragüero. Ante él, separado por el enorme escritorio que olía a madera estaba la Hermana Amy.

Sálvat —dijo ella consiguiendo que la mirase—. Tu nombre es Sálvat.

—respondió en un silbido. En los anteriores encuentros la única reacción había sido el mutismo. Aquel “sí” podía considerarse toda una victoria. Amelia se animó a dar otro paso.

Tienes nueve años y tú hermano Dlanki, siete.

Sí.

¿Puedes decir algo más sobre ti?

No. ¿Usted qué es?

Aquello era imprevisto y fue bien recibido, se establecía un diálogo.

Soy doctora. Psicóloga.

Y monja.

Sí.

¿Va a estudiarme?

Me gustaría conocerte y ayudarte en lo que pueda.

Usted busca cierto tipo de gente. Investiga, yo no le importo.

No niego que mi interés sea profesional, pero sólo quiero tu bien.

No puedo confiar en usted; no puedo confiar en nadie.

¿Por qué?

Porque todos odian, envidian y mienten. Los pensamientos de la gente me atraviesan, siento su maldad.

Amelia anotó dos palabras en su borrador. El caso parecía más grave de lo que había creído.

¿Esquizofrenia? —gruñó el chico—. ¿Alopidol para niños?

La mujer releyó su anotación.

¿Cómo...?

Ahora ya estoy seguro. No puedo confiar en usted, es igual a todos. —él bajó de la silla y se retiró.



Los chicos corrían persiguiendo la pelota. Detrás de los arcos, la doctora y el preparador físico, los observaban mientras hablaban sobre Sálvat. En el campo de juego, el niño se mantenía cabizbajo, caminando sobre las líneas laterales, eludiendo lo más posible a la pelota.

¿Por qué no se une a los otros? ¿Tiene miedo?preguntó Amelia ante la imagen del chico solitario y el resto de los niños persiguiendo el balón.

Supongo, no sé. A veces está ido. Es posible que el juego no le interese —contestó el hombre con un silbato colgando del cuello—. No vi que se  golpeara. Pero le aseguro que ese chico es una fiera, se transforma. Un día tuve que usar toda mi fuerza para quitarlo de encima de Rossiter.

¿Tienes amigos?

Un par. Néstor, el pequeño y Juanca. El hermanito nunca se separa de él. Me enteré que hubo un incidente en los baños. Ya sabe, los mayores molestan a los chiquitos. Se rompieron dos puertas y un inodoro, hubo cuatro muchachos lastimados.

¿Un niño de nueve años puede causar esos daños?

Nadie quiso esclarecer el asunto. Trabajo aquí hace seis años y yo que usted haría menos preguntas, pocos de estos chicos conocerán la sociedad, no vale la pena interesarse en ellos.

La mujer se despidió e ignorando el consejo se acercó a Sálvat.

Hola —le dijo, mientras el juego se desarrollaba en el otro extremo del gimnasio.

¿En serio quiere ayudarme? preguntó el chico alzando los ojos.

¿Te da miedo jugar a la pelota?

Me dan miedo los que juegan con la gente.

La hermana Amelia se acuclilló ante él.

¿Quiénes juegan con…?

Debe evitar que jueguen con usted. El otro día, ellos la controlaban. Hoy está libre, debe mantenerse libre.

No entiendo ¿Quiénes son ellos?

Descubrí una forma para no oírlos —el chico hizo una mueca a modo de sonrisa—. ¿Le gusta la música?

Si, el Folk y algo de los hippies.

Eso no funciona enfatizaron los ojos oscuros del chico—. Me gusta el Heavy Metal, creo que a ellos también. Bueno… dudó unos segundos—. En verdad…todos ellos son sólo uno. ¿Le digo un secreto? —Está vez, el rostro se esforzó para dibujar una sonrisa¿Me creerá?

Si  asintió ella.

—Él adquiere la forma que se le antoja. La mayoría de las veces es una sombra escondida en las sombras. Cuando pongo la música bien fuerte no puede alcanzarme, sólo queda la música. Lo he visto balancearse de un lado a otro, moviendo la cabeza y los brazos, siguiendo el ritmo. El Heavy Metal es lo mejor.

¿Lo ha visto Dlanki?

—No logra verlo, pero siente su presencia. Es el único aquí. Muchas veces le susurra a las mentes de aquellos con los que juega. Un simple susurro y actúan como títeres. Hacen todo lo que les susurra, hasta puede obligarlos a hacerse daño.

El silbato del profesor de gimnasio llamó y Sálvat salió corriendo hacia el grupo.



Caía la tarde plomiza. El café seguía frío y abandonado en una esquina del escritorio.

Amelia se sentía incómoda por las palabras del chico. Había estudiado psicología por órdenes de las Hermanas Superioras, Había visto casos de doble personalidad y leído mucho sobre posesiones, pero hasta ese momento no los había creído del todo. Volvió a mirar los deberes de Sálvat en la clase de arte, los dibujos la impresionaron. Horrendos rayones histéricos de crayón negro con algunas raspaduras rojas, caras sin rasgos con brillantes ojos.

¿Qué pasaba por la mente de ese chico?

 Cuando el timbre sonó se alegró, su colega de la universidad había llegado y estaba ansiosa por hablar con él.

Pasa, Fredek. —lo recibió.

Fredek Glasco era de mediana edad. Su pelo comenzaba a aclararse pero su cuerpo lucia fuerte y atlético. Se sentó ante ella después de un fuerte apretón de manos. Cargó su pipa y tras degustar el humo lanzó dos bocanadas al techo.

Tu oficina es acogedora, Amy. Mucho espacio, algo atípico en estos tiempos.

Es el precio que exijo por mi silencio —respondió con despecho—. Es un trabajo, Fredek, si no es esto, son las interminables colas con bidones para agua y cajas de alimentos reciclados. Soportaré todo antes de vivir en un nicho, o en una vivienda colectiva. Pero no te llamé para que criticaras mi manera de vivir. ¿Ya leíste mis notas sobre Sálvat?

No es tan impresionante como crees. Es un niño índigo, un resultado de esta sociedad enferma su mirada siguió durante un instante las cambiantes formas del humo—. Demuestra actividades ritualistas con inclinaciones al autismo —dijo por fin—. Posee una gran imaginación, sólo eso. Medícalo y listo.

Prefiero no hacerlo. Algunas drogas perjudican al corazón o a los riñones. Los órganos se venden mejor si están sanos.

Respecto a los dibujos te diré que sufre delirios de persecución. Es tan paranoico que hasta comienza a temerle a su amigo imaginario. No hay lugar para un chico así en este mundo.

¿Y la música estridente? ¿Ese “Heavy Metal”que usa para no oír a…su amigo imaginario?

Un mecanismo de auto defensa, el ritmo acompasa la actividad cerebral. Lo extraño es que haya escogido esa música que hoy es tan difícil de conseguir. Es de la época anterior al cambio climático. Claro que las letras evocan  a supersticiones, al diablo, vida desenfrenada, drogas y alcohol —Fredek contuvo una risita—. Ese niño está desquiciado.

Supongo que tienes razón. Odia a todo el personal y a nadie llama por su nombre. Raspaolla, Gorda Grasosa, Vieja Buitre; a si se refiere a todos.

Me imagino quien es la Vieja Buitre. ¿Y a ti? ¿Como te dice?

Chismosa o La Chupa Tinta.

Já, já. ¡Qué chico retorcido!

La carcajada de Fredek fue cortada por un golpeteo insistente en la puerta.

Era Haydee, La Gorda Grasosa. Los ojos se le salían de las órbitas. Todo en ella eran nervios, estaba a punto del colapso.

¡Doctora! dijo al fin—. ¡Venga!

Toda una muchedumbre se había reunido en el comedor. Retorciéndose en el suelo estaba uno de los celadores. Los ojos dados vuelta, el pelo negro ensortijado y desordenado. Amelia descubrió que se había tragado la lengua. Una veintena de muchachos formaban un circulo a su alrededor, los miró a todos con una mezcla de desprecio y desesperación. Les gritó que hicieran espacio, el hombre se debatía consciente de la proximidad de su muerte. Amelia golpeó entre sus omoplatos sin ningún resultado, sintió impotencia al ver la cara del desdichado amoratarse. Entonces percibió una mirada perforándole la nuca, al volverse descubrió a Sálvat escondiéndose detrás de una puerta. En el mismo momento, el celador murió.

 Pobre tipo —comentó Fredek—. Esto es macabro. ¿Quién era?

 —Raspaolla —respondió ella cortante. Pero nunca se había sentido más desamparada.

Se abrió paso a empujones, traspuso dos puertas con violencia hasta un pasillo del viejo edificio donde las ventanas de vidrio permitían ver el patio frontal. El chico parecía fuera de sí estrujándose los dedos, ella notó que murmuraba y cerraba con fuerza los ojos. En un primer momento le pareció que hablaba con alguien, pero de repente, al sentir la proximidad de Amelia, se tapó los oídos y gritó:

¡Yo no fui! ¡Le juro que yo no fui!

Nadie dijo eso —replicó Amelia suavemente—. ¿Por qué lo dices?

¡Porqué es lo que piensa!

El aullido le erizó los cabellos de la nuca. Aquellos pequeños pulmones tenían una potencia estremecedora. En esos horribles ojos marrones no estaba el pedido de auxilio de antes. Ahora estaban llenos de decepción y desafío. Deseó verlo muerto, era un engendro, una bestia anormal que no merecía vivir. Sin embargo, la curiosidad profesional podía más. Si ganaba su confianza y descubría que clase de capacidad extrasensoria manifestaba, obtendría un gran éxito en su carrera…

 No soy un monstruo —sollozó Sálvat, apretando los dientes—. Usted me odia, no lo haga… por su bien.

¿Me amenazas? —la advertencia del niño le molestó.

No. Pero él… Él me protegerá de cualquiera, no puedo detenerlo. Se mete dentro de uno y sabe todo. Va a matarlos uno por uno.

¿Qué dices? se acercó ella, luchando contra el rechazo que sentía, lo acarició—. No todo lo que pensamos es como aparenta. Tal vez no existe ese… ente. Es posible que puedas hacerlo desaparecer, te ayuda…

No me cree. Ya  mató a Raspaolla y a la Gorda Grasosa.

Haydee está bien —aseguró la monja y al momento la invadió el terror.

¡Ohh! dijo Sálvat y se tapó la boca—. Aún no...

Amelia frunció el ceño apartándose del niño; queriendo huir al lavado para quitarse la sensación de asco por haberlo tocado. Corrió hasta el baño común,  tomó la pastilla de jabón y se la refregó con insistencia bajo el chorro abundante de la canilla. Después de secarse en la pollera oyó un sonido apagado en uno de los reservados. Con resquemor se dirigió hacia el origen del ruido. Derrumbada sobre el inodoro, yacía Haydee, la Gorda Grasosa, las manos comenzaron a temblarle cuando intentó examinarla.

Un maldito derrame, se dijo.

Ahora me cree.

La voz del niño le congeló la sangre y se cubrió la boca para ahogar el grito. Se volvió para enfrentar esos ojos.

Tú lo haces. acusó en un gruñido.

Yo no negó Sálvat—. Yo no. Ayúdeme. Aléjelo de mí,  por favor, tengo miedo.

¿A qué? Con tu poder no puedes temerle a nada.

¿Poder? Yo no soy, yo no soy ¡Yo no soy! el chico huyó gritando y casi derrumba a Fredek que se asomaba al baño.

¿Qué pasa aquí? preguntó el psiquiatra.

Haydee está aquí, muerta. Es ese chico, Fredek. No usaré píldoras, pasaré directo al electroshock;  hasta la lobotomía. Es… Él es… un monstruo.

Cálmate dijo Fredek con suavidad—. Debes relajarte. Estás sufriendo una gran tensión, han muerto dos personas. Ahora no resulta aceptable, pero ha sido así y nada me hace pensar que haya algún responsable.

La hermana Amy miró con seriedad al cadáver. Su cabeza bullía intentando recuperar el control. En ese momento llegaron otros asistentes y el médico de guardia. Después de cruzar unas palabras les pidieron que los dejaran trabajar.

Necesito un cigarrillo. —dijo Amy.

Volvamos a tu oficina. —sugirió Fredek.



Fueron varios cigarrillos. La voz de Fredek era relajante, tan profesional como podía serlo para inspirar confianza.

¿Cuál es la relación del niño con esas muertes? preguntó ella al vacío por tercera vez.

Ese chico te ha pasado sus miedos, o quizás despertó alguno dormido. Esa gente no tiene signos de haber sido asesinada. Un ataque y un derrame… es una horrible casualidad, nada más.

¿Qué me sugieres? ¿Qué haga terapia? ¿Qué vea a un especialista?

Entre ellos se alzó un largo silencio apenas interrumpido por las pitadas en la pipa. Fredek volcó el tabaco y desarmó el objeto de madera para limpiarlo. Se aclaró la garganta para decir:

Somos muy pocos los que estudiamos la mente en este mundo. Casi todo lo basamos en nuestras lecturas de libros antiguos. No existe hoy la investigación de campo pura, sólo recopilamos datos y comparamos los estudios de un viejo profesor con los de otro. Queremos creer que lo inexplicable es nada más un enigma oculto que podemos revelar armando rompecabezas lógicos o hallando la pieza faltante que acomoda todo para sostener nuestro concepto del mundo. Esa es la mecánica de pensamiento del escéptico y, vaya ironía, la del fanático. Pocas veces logré salir de ese esquema en mi experiencia, pero conozco un grupo de especialistas que podrían ofrecerte respuestas.

¿Qué clase de especialistas?

No he tratado con ellos directamente, presencié un par de seminarios; supongo que están organizados. Por aquí tengo una tarjeta —buscó en sus bolsillos y tendió un pequeño cartón violáceo hacia ella—. Llámalos; y si no obtienes nada, tómate unas vacaciones.

¿Me lo dice el psiquiatra o el amigo?

Fredek suspiró.

Para serte honesto, ambos.



El especialista era joven. Tenía Cabellos castaños, muy cortos. Vestía un gran pulóver gris, tal vez dos tallas mayor a la suya y pantalones colorados de corderoy. Sus ojos almendrados se le antojaron muy tristes a Amy. Había entrevistado a Sálvat y a Dlanki durante cuatro horas y salió riendo con ambos. Se presentó sólo como Angus. Esperó pacientemente que Amy terminara su conversación telefónica, sentado con las piernas cruzadas ante el escritorio. Con un gesto suave rechazó el ofrecimiento de un cigarrillo para quitarse una pelusa de su pulcro pulóver.

Amy colgó y le dedicó su mejor sonrisa.

Ante todo, muchas gracias por venir.

No hay por qué. A decir verdad, el agradecido soy yo. Esos niños son hermosos.

Hm —frunció los labios ella—. Es la primera persona a la que oigo referirse de esa forma sobre a ellos.

Es una pena oírlo. A veces, dependiendo de nuestro conocimiento, reaccionamos con temor ante lo que no se rige por las reglas de la mayoría. El temor predispone al sistema nervioso para entrar en acción y a eso le llamamos ira.

—¿Me está diciendo que todos aquí los odian por ser diferentes?

Es obvio, pero más los rechazan por no esforzarse en cambiar. ¿Usted les teme?

Presencié dos muertes y todo indica que Sálvat es el responsable, igual que de muchos otros accidentes —dijo ella sin tapujos, su doctorado la respaldaba para afirmarlo—. Lo que no logro descubrir es como lo hace, que clase de capacidad síquica…

¿No hay ninguna posibilidad de que no sea él? fue un eufemismo. Era evidente que  para Angus, más que una pregunta, era una afirmación de inocencia.

—Él me anunció que morirían y así fue. —insistió ella.

Está bien,  pero eso no lo hace culpable —acotó él—. La mente de ese niño recibe información que crea un conflicto con su entorno. Busca descubrir un código, una fórmula para que su mundo sea coherente. Se encuentra en el dilema de explicarle los colores a un ciego, en un mundo donde los ciegos ponen las reglas. ¿Se da cuenta? Niños como él pueden darle una oportunidad a nuestro futuro.

¿Usted lo ve como una especie de salvador? —la monja se dio cuenta que no recibiría ningún apoyo por parte de Angus—. ¿A qué organización pertenece realmente? ¿En qué se especializa?

En realidad prefiero prescindir del titulo de especialista, soy un estudioso. Al grupo que represento lo llamamos El Conjunto, tratamos de hallar una respuesta a los interrogantes del mundo. En ciertos campos somos los únicos dedicados a estudiar esos enigmas. Este chico, Sálvat, tiene la capacidad de percibir a otros seres del cosmos —se miró las uñas pensativo—. Quizás el termino “ser” es demasiado pretencioso, “cosa” es más acertado.

¿Sabe lo que es una superstición? —cuestionó Amelia queriendo poner en su lugar a Angus, que parecía ser un místico de pacotilla.

Comprendo su punto de vista —sonrió el otro—. En realidad no he venido a convencerla sobre mi parecer. Me llamó porque quería mi opinión, si usted tiene ya una formulada, sólo desea que otro se la corrobore, en eso no puedo ayudarla.

¡No! No, está bien. Quiero oírlo —replicó ella, considerando que toda opinión podía ser útil para su estudio—. Soy una persona de fe, además de haber estudiado psicología.

—Claro —asintió—.También respeto a la fe.

Hm  —replicó Amy encogiéndose de hombros. En la primera impresión, Angus le había parecido un tipo educado e interesante, pero ahora lo veía petulante y fanático. Por supuesto, ella pertenecía a la Santa Iglesia de la Resurrección y creía en las sagradas escrituras. En las mismas se nombraba a los demonios nacidos de la depravación. Criaturas inhumanas que podían ser identificadas por poseer poderes infernales. Si un ente estaba rondando a Sálvat, poco a poco tomaría el control de la vida del muchacho, entonces estaría perdido para siempre. Nunca se había encontrado con un caso de esos pero, si figuraban en los libros sagrados, debían ser reales.

Hermana —dijo Angus—, no se precipite a sacar ninguna conclusión. Permita que me lleve a los niños, prometo que la mantendré al tanto de todo lo que descubramos.

Eso sería costoso, la directora querrá cobrarle la subvención que da el gobierno por mantenerlos. Este orfanato recibe ingresos por cada niño ¿Puedes pagar dos millones de bonos alimenticios?

Esa cifra es…  Yo creí que…

Es lo que le representan a estas paredes.

Claro, el dinero es para usar en los internos, pero nadie sabe que existen —comentó Angus decepcionado—. No vale la pena que me quede. Esos chicos, como usted y yo, cumplimos un propósito. Nada evitará que así sea, interponerse es buscarse problemas. Es claro como el agua, que la energía de este lugar se está corrompiendo. Aquí no está en juego el bien o el mal. En ciertas esferas, esos conceptos no se diferencian. No desafíe a algo que la supera y es muy antiguo.

¿Quiere asustarme? ¿Está hablando del Demonio?

Ese es el nombre que le dan los religiosos y yo no lo soy. Me refiero a eso que usted sospecha. Si las muertes tienen relación con el chico, solamente los profesores del Conjunto pueden asistir a Sálvat. Así como murieron esos dos celadores puede morir usted.

Lo que sea —dijo ella terminante—, necesita de la mente de Sálvat para cumplir sus propósitos. Anulando esa mente, anularé el mal.

Espero que esté en lo cierto. —Le alcanzó una tarjeta personal—. Consúlteme sin dudarlo, cuando guste. Esperaré su llamado.

Amy tomó la tarjeta, la guardó con desdén y, sin decir una palabra, lo acompañó hasta la calle. Apenas Angus traspuso la entrada, las dos hojas de hierro se unieron de golpe con gran estruendo. A ella le extrañó pues no había ni la más leve brisa en el aire.



Amy despertó pasada la medianoche. Se oían pies descalzos en el pasillo. Presa del mal humor hurgó en la oscuridad buscando la perilla del velador.

¡Maldición!

No había electricidad. Tras las cortinas, afuera, el viento retorcía las sombras de los pinos. El golpeteo seco de piecitos volvió a oírse. De aquí para allá, y de vuelta al otro extremo. Las manos comenzaron a temblarle incómodas. Vistiéndose con premura abrió el cajón donde guardaba la linterna.

Pla, pla, pla, pla, pla, pla, pla, sonaba sobre las baldosas del pasillo. Se preguntó como sería posible que ningún celador estuviera poniendo orden.

¿Y los de la guardia nocturna?

Sintiendo sus pies pesados extendió los dedos temblorosos hacia el picaporte. El corazón casi le estalló al oír que azotaban la puerta desde el otro lado.

¡Hermana Amy! ¡Hermana Amy!

Tardó un tiempo en reconocer la voz de Sálvat. Cuando abrió, el chico se lanzó sobre ella abrazándose con fuerza a su cuerpo.

¡Está llegando! ¡Está pasando! —sollozaba sin dejar de temblar.

Se lo quitó de encima llena de odio y asco.

¡No vuelvas a tocarme, engendro piojoso!

¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme! ¡Por favor! ¡Por favor!

¡Cállate! —el grito histérico reveló su temor. Al mismo tiempo se dio cuenta que nadie había despertado. Nadie llegaba corriendo al dormitorio.

¿Qué hiciste, diablo?

Por favor…

Eres la Bestia. Pondrás tu número a aquellos que corrompas. No me tendrás, maldito, no me tendrás.

Hermana… musitó él, pero ella ya se echaba a correr hacia la salida.

 En el pasillo descubrió cuatro celadores tendidos en el piso, tan muertos como un témpano. A su alrededor, detrás de las puertas, sintió las miradas malignas de los niños internados. Los dientes le rechinaron de pavor y un sudor espeso le empapó el cuerpo.

Enloquecida, corrió por las escaleras. En el patio había otros cadáveres. Detrás de las columnas y escabulléndose entre las galerías percibía la presencia de niños de ojos rojos divirtiéndose con su miedo.

El corazón golpeaba dentro de su pecho tratando de salírsele. Cobró ánimo y se arrojó ciegamente en dirección a la recepción. Resbaló golpeando duro contra el piso, un peso invisible la aplastó, inmovilizándola. Delante, vio a Sálvat cortándole el paso. Por el nudo en la garganta no pudo articular una silaba. Los ojos intensamente marrones del chico le parecieron fosas, se vio cayendo en esos pozos sin fondo. La desesperación amenazaba con hacer estallar las arterias de su cabeza, soldando su lengua al paladar, impidiéndole respirar. Se desplomó de costado sin poder contener los esfínteres. En ese momento recordó la tarjeta de Angus, tal vez eso hizo que aquello que se abatía sobre ella aflojase levemente la presión. El niño seguía allí, petrificado, clavándole la insensible mirada. Creyó que movía la cabeza negando, entonces una forma nebulosa y oscura, cayó entre ellos. La imagen se solidificó en una criatura alta y delgada, el rostro oculto por las sombras. Se inclinó sobre Amelia con movimientos burlones. No emitió ningún sonido, pero las palabras llegaron directo a la mente de la doctora.

— El niño y yo somos algo parecido a hermanos siameses. Fuimos concebidos para habitar en el mismo cuerpo. Él ya no puede conservar su independencia, me necesita para sobrevivir. Así que hicimos un pacto: cuando corra peligro, asumiré el control y me haré cargo. Me instalaré en lo profundo de su subconsciente, donde ni él mismo podrá encontrarme. Mereces saber eso, antes de entrar en el olvido.

 La negrura la comprimió contra el piso. Podía oír una confusión de voces. Hablaban de ella, de divertirse con ella. Lo último que percibió su conciencia fueron ojos rojos sobre una amplia sonrisa desfigurada.



La mañana se arrastraba bajo la presión de un techo espeso de nubarrones rasgados. El aire cálido cortaba la respiración y teñía todo de ocres y tierras. Dar los primeros pasos hacia la entrada provocó una gran incomodidad a Fredek. Hacía sólo  quince días había charlado ahí con su amiga, ahora todo le parecía diferente.

Doña Leticia, La Vieja Buitre, lo recibió con su sonrisa de reptil y su apretón de manos imperceptible. Una mano llena de arrugas y fría; como un guante de goma.

Bienvenido le dijo

Gracias replicó él—. No se oye un solo rumor aquí. ¡Tan calmo!

Nadie diría que viven casi cien chicos masticó la anciana—. En ese tarro hay unas golosinas, tome una y siéntese, Doctor.

¿Ha vuelto todo a la normalidad?

Fue más rápido de lo que imaginé. Por supuesto lo que pasó con Amelia perjudicará nuestra imagen. Y ha sido una fortuna que los intoxicados fueran sólo celadores. ¡Imagínese si uno de los niños hubiera muerto! Ya despedí a las cocineras. Lo de Amelia fue muy triste ¿Quién sabe que creyó cuando vio a los hombres desmayados? Es increíble lo que el stress puede causarle a una persona.

Ella me habló de Sálvat.

¡Ese chiquillo! Es uno de los líderes, no sé desde cuándo. Todo el grupito de los nenes de diez años lo sigue, creo que hasta los grandes lo respetan. Se ha adaptado muy bien a este lugar.

¿No es retraído? Fredek aún tenía presente la última conversación con su amiga, había una incongruencia ahí.

Amelia estaba enferma, imaginaba cosas. No quiero suponer que habría pensado de la muerte de Cristina…

         ¿Cristina? ¿Quién era?

Era la enfermera que encontró a los dos hermanos y me los trajo. La misma noche que los dejó aquí, resbaló por una boca de tormenta y se ahogó en las cloacas. Hallaron su cadáver hace un par de meses.

Tantas muertes…

La vida es así. Hoy estamos y mañana quién sabe. —La vieja lo escrutó con sus ojos de pescado. —El puesto de psicólogo está vacante si le interesa.

— No —sonrió Fredek. Luego agregó—: Pero le pediré un único favor, ¿podría hablar con Sálvat?

No es lo usual dijo la vieja arrastrando las palabras e interrogándolo con la mirada. Fredek comprendió y le dio dos bonos multiuso.

En la sala Seis, el cuarto Quince.





La música sonaba fuerte en toda la sala. Ningún niño parecía molesto, al contrario, varios seguían el ritmo con sus cabezas. El cuarto tenía seis camas en dos hileras de tres. En la más alta de la izquierda, estaba Sálvat. Bajó el volumen del reproductor de MP7s cuando vio a Fredek. Sus grandes ojos marrones lo observaron expectantes, no había interrogación en su mirada.

Hola, Sálvat.

Hola.

Pasé a saludarte. Soy amigo, era, de la Hermana Amelia.

Si, lo sé. Lo vi. En los baños. —asintió el muchacho.

Ella me habló mucho de ti. Me confió tu secreto. No supo por qué le decía aquello. Lo cierto era que la actitud del niño, su presencia, le resultó súbitamente ominosa, hasta siniestra.

La expresión de Sálvat apenas se alteró. No había aprehensión.

Le hablaste de un ser —continuó el hombre—. Alguien que mató a Raspaolla y a la Gorda Grasosa lo azuzó. Al mismo tiempo se sentía estúpido y comenzaba a sospechar de las palabras de la psicóloga.

El niño negó rotundamente con su cabeza.

¿No le dijiste nada de esto a Amelia?

Sálvat volvió a negar moviendo el rostro. En su profesión, Fredek se había entrevistado con internos de muchos institutos, incluso asesinos seriales. Los gestos del niño le recordaron a esas personas. De improviso, el pequeño cuarto se llenó de chicos. Todos los rostros mostraron animosidad hacia él. Fredek se apartó para dejarlos pasar. Varios pedían a Sálvat que reiniciara los mp7 del reproductor. El chico no se mostró taciturno sino que sonrió apartando a empujones a lo otros mocosos y salió corriendo al patio con el grabador bajo el brazo. Fredek se retiró confundido.

Quiso seguirlo, pero se sintió pesado. Abrumado por un punzante dolor de cabeza. Los movimientos de los chicos le atormentaron, como si todos estuvieran en su contra. Volvió sobre sus pasos, casi sin darse cuenta. Con un esfuerzo se giró para mirarlos, El sol en lo alto calcinaba el patio, los niños elevaban el polvo con sus juegos, ignorándolo. Continuar allí era insoportable, una voluntad insistente lo empujaba a retirarse. Intentaba razonarlo, pero sus instintos le gritaban que sólo estaría a salvo fuera, lejos. Caminó, dirigiéndose directamente a la salida.

Un sobresalto casi paralizó su corazón cuando puso los pies en la vereda. Tras él, la puerta de rejas se cerró con la violenta ira de unas manos invisibles. Un sudor frío lo recorrió.

Las fantasías de Amelia pueden ser contagiosas, pensó.

Reconoció que sentía un terror incontrolable por causa del niño. Tragó saliva y se juró no regresar jamás a ese lugar, deseando nunca volver a oír sobre un niño llamado Sálvat.