Siguiendo la cronología de las
aventuras de Sálvat en el mundo apocalíptico del planeta Arena. He aquí un
nuevo cuento del Nómada. La idea de escribirlo fue consecuencia de una
conversación entre amigos sobre esas ruinas del pasado que aparecen por todo el
globo. Edificios que fueron testigos de otra época, envueltos es misterios,
donde equipos de arqueólogos se esfuerzan por traducir códices. Me pregunté
¿Qué tal si Sálvat encuentra algo así? Claro, tiene que haber una dosis de
ciencia ficción. Este relato ha sido publicado en diferentes medios.
La Ciudad Vacía
Ahora es el momento
El Hombre de Hierro liberará el miedo
Venganza desde la tumba
Viene a matar a los que una vez salvó
(Iron Man de Black Sabbath)
Sálvat y Dlanki huían para
salvar la vida. Atravesando kilómetros de tunas gigantes. Heridos por las
espinas, con la ropa convertida en hilachas. Se detuvieron a tomar aire cuando
en el silencio del desierto escucharon el crujir mecánico que los perseguía
desde el día anterior. Corrieron dejando
atrás la sombra de las tunas para continuar escalando una ladera de piedras desmenuzadas.
Trepar con el estómago vacío fue una dura prueba para los jóvenes, pero
prevalecía la infatigable adhesión a la supervivencia.
El mayor de los hermanos ajustó
de un tirón la vincha en las sienes, la
larga melena de color paja, oscurecida por el sudor cubría su espalda. Un
retorcijón en el costado lo obligó a
detenerse mientras el pecho bajaba y subía. A cada momento, ambos volvían la
mirada con temor de tener encima los terribles cañones del enemigo, los ojos
marrones de Sálvat apenas se distinguían bajo la sombra de las cejas. Estiró
por costumbre su mano hacia la cantimplora para recordar que había bebido la
última gota dos horas atrás.
Los rayos del sol amarillo
azotaban el desierto. Ni siquiera podían maldecir, con la lengua reseca y los
labios partidos.
Días atrás, se hallaban
descansando en el Oasis del Loco, a la sombra de palmeras, oyendo el rumor del
manantial, mirando las aves jugueteando. Su clan era conocido como Los Pumas,
conducido por Ahnloc, el nervudo mutante que dirigía a cincuenta familias por
el páramo. No tenían enemistad con otros clanes, pero tras varias incursiones a
la opulenta Ciudad Oro se ganaron el odio de los citadinos, quienes no dudaron
en contratar tanques robots para limpiarlos del desierto. Eran las unidades Painkillers,
las Matadolores. Terribles bastidas autopropulsadas por piernas de hierro, en
ocasiones apoyadas por helicópteros también robóticos.
Las posibilidades de los nómadas eran nulas, los cuchillos y las
flechas poco podían hacer contra armas de fuego de grueso calibre. Las fábricas
del país norteño, Progreña, canjeaban el servicio de las Matadolores por
alimento, agua o combustible, pues en esa parte del planeta se comerciaba por
medio del trueque. En las Ciudades-Estado usaban papeles que no tenían ningún
valor fuera de sus muros.
Las Matadolores habían cercado
a Los Pumas al final del invierno. Las tormentas de arena les dieron una vía de
escape hasta el comienzo del verano cuando los mortíferos proyectiles
achicharraron el campamento de las mujeres y niños del Clan. En medio de una
desordenada fuga, los hermanos vieron la cabeza de Ahnloc desecha por las patas
de una PainKiller, fue una matanza. Las máquinas no sabían de piedad, cansancio
o tregua. Nada más continuaban hasta cumplir su objetivo. Sálvat no se cansaba
de buscar una debilidad en esos aparatos, pero los atentos ojos eléctricos descubrían
su presencia siempre. Acercarse a menos de cien metros era muerte segura.
Huyeron en motos, pero los
sensores de los robots les siguieron el rastro. Luego, sin agua ni combustible,
las motos fueron inútiles. Los muchachos se enterraron en la arena,
alimentándose de algún ocasional teyú. Transcurrieron un par de días hasta que
se animaron a buscar comida, pero atisbaron la silueta de una Matadolores
contra el horizonte carmesí. Con la certeza de haber sido descubiertos,
emprendieron la huida hacia el sur, a través del mencionado bosque de tunas.
Aunque los mecanismos que impulsaban las piernas eran muy lentos y no podían
darles alcance mientras corriesen, la extenuación los estaba venciendo. Con el
sonido de los engranajes encima, comieron las flores que aparecían a su paso y
bebieron de las carnosas hojas sin dejar de correr hasta “Los Escombros”: una
sucesión de montículos formados por cascotes al pie de las cumbres que
bordeaban el Gran Erg. Decían que Los Escombros era una ciudad reducida por
bombardeos en la época anterior, pero nadie tenía pruebas de esa leyenda. La
cadena de cerros se extendía por varios kilómetros, elevándose gradualmente
hacia el norte como frontera natural del desierto. Si lograban traspasar los
médanos de pedruscos y las colinas, descenderían a las praderas del sur, hasta
la costa.
Enceguecidos por el
agotamiento, tropezaban con los desniveles del suelo para incorporarse como
locos. Una pierna de Sálvat se hundió hasta la rodilla en la grava.
—¡Mierda!
—exhaló con el sudor perlando su frente. Deseó tener una chilaba para que el
agua de su cuerpo no fuera absorbida en el calor. Esta vez no quiso volverse,
sabía que los perseguidores avanzaban imperturbables.
—¡Ya casi estamos en la cima,
Sálvat! —exclamó Dlanki. El esfuerzo del ascenso los estaba llevando al límite
de la resistencia, las piernas les punzaban de dolor.
Llegaron a la cúspide y se arrojaron en la
ladera del otro lado, un poco de sombra los alivió. Jadearon sin aliento allí
tendidos, Dlanki fue el primero en incorporarse.
—¡Mira! —dijo señalando hacia
abajo, donde la depresión se ensanchaba. Todo estaba en sombras. Sálvat
concentró la mirada.
Pudo distinguir un puente en
ruinas atravesando el abismo, los cables tensores y el armazón de hierro no
eran de esa época.
—Después de todo hay algo de
verdad en la historia del bombardeo —mencionó Dlanki—. Tratemos de cruzarlo.
Esa nueva oportunidad de escape
los reanimó. El puente estaba en pésimas condiciones, pero pasarlo no fue gran
obstáculo para los nómadas, habituados a saltar y trepar. Ninguna Matadolores
podría avanzar por ahí, el peso de los tanques desarmaría el pasaje. Si ese era
el único acceso a las colinas, podían considerarse a salvo.
Una vez del otro lado, treparon
por una cornisa de la pared. Mirando fascinados la negrura del abismo, nadie
podría sobrevivir a una caída. Doscientos metros más arriba había un terraplén
con una inclinación que permitía un fácil ascenso. Se abría a una explanada con
una pared rocosa al final, donde el viento corría furioso.
Una hendidura oscura en la roca atrajo la
atención de ambos; era una grieta carcomida por la erosión de un deshielo
antiguo. Un corredor de roca. Por el que podía pasar una persona de lado. La luz en el extremo
opuesto resplandecía a unos cien metros, Sálvat decidió tomar la delantera,
ingresando. Dlanki no tardó en imitarlo. Al salir, contemplaron la abertura de
una gigantesca caverna, una garganta oscura con brillos extraños en el interior.
Esos destellos en la negrura les erizaron los cabellos de la nuca.
Pero la curiosidad superó al
miedo, sin prisa se internaron en la oscuridad.
El brillo que los asustaba no
era otra cosa que el reflejo del exterior en los vidrios rotos de unas
ventanas, había hoyos en el techo de la cueva. Allí, enterrados bajo toneladas
de piedra y tierra, descubrieron construcciones de una extraña arquitectura.
Jamás habían visto algo así, las escasas ciudades que conocían no tenían tantos
edificios. El corazón comenzó a
golpearles el pecho de emoción, aquel lugar podía guardar riquezas que
ningún habitante del planeta Arena había descubierto.
—Es una ciudad muerta,
escondida. —Dijo Sálvat.
—¿Quién puede saberlo?
—¡El silencio! No se oye nada
en este lugar. —apuntó el mayor.
—No sé por qué, pero me provoca
escalofríos. —comentó Dlanki frotándose los brazos.
—Sí. Parece una tumba.
Afuera empezaba a atardecer.
Dlanki había atrapado unas lagartijas para cenar. Los interiores de los
edificios se conservaban bastante bien, pese al envejecimiento obvio de la
madera y la tela, sin embargo era imposible que se mantuvieran así tanto tiempo.
Tal vez
el ambiente cerrado y seco las conservó, pensó Sálvat.
La ciudad, si lo era, carecía
de un centro comercial o rutas para comerciantes. Parecía un pueblo aislado,
pero con edificaciones majestuosas. Tras una breve exploración descubrieron que
las construcciones se ubicaban como los radios de una rueda, desde un edificio
central mayor con una especie de domo en uno de los ángulos. Lo rodeaba un muro
por el que ingresaron sin dificultad, pues una parte se había derrumbado.
Estaban agotados, pero no
soportaban la idea de dejar sin explorar la construcción del centro.
—El frente tiene una galería,
no sé estimar cuantos pisos ocupa. —Comentó Dlanki.
—Este sitio fue abandonado
antes de que naciéramos. Lo que los obligó a hacerlo debió ser una amenaza
mortal.
—Tal vez esa amenaza aún
exista. —murmuró el más joven, Sálvat se detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Quizá fue un veneno… o
alguna peste.
—O radioactividad. —Acotó
Sálvat.
—¡Deliras! No hay usinas
nucleares aquí en el sur. Sólo en Progreña y por lo que he oído, venden muy
cara la energía.
Aquello no era seguro, nadie
recordaba cómo había sido ese lugar antes del declive del hombre. En el norte,
las edificaciones eran restauraciones de ciudades antiguas, el sur no tuvo la
misma suerte. Sálvat no aminoró el paso aunque el silencio y la oscuridad
empeoraban su humor. Dentro del Domo, las condiciones de conservación eran
muchos mejores que en los otros lugares, limpio y sin polvo. Las puertas eran
en su mayoría transparentes, con cierre neumático. Una sola entrada, para
salidas de emergencia se abría girando el picaporte, por ella ingresaron. El
ambiente se mantenía seco y fresco. Dlanki buscó la manera de acceder a una
ventana para mirar al exterior, la luz crepuscular se filtraba por la boca de
la cueva, reflejándose en muros y columnas. Al llegar al ático, en el piso
once, contemplaron los edificios bajos, muy cerca el techo rocoso de la
caverna.
—Esto fue construido aquí
dentro —conjeturó Sálvat—. La erosión pudo reducir el exterior de las colinas,
pero esta caverna existía hace siglos. Este tipo de arquitectura es antiguo,
del que vemos en las viejas revistas. Mira esas enormes barras de hierro bajo
el techo de la cueva, esto era un refugio.
—¿Qué clase de locos vivirían
en una caverna?
Sálvat no respondió. El lugar
inspiraba desconfianza, lo sentía en los huesos. Estaba deshabitado; sin
embargo todo el tiempo le escocía la sensación de estar siendo observado, con
un enemigo al acecho. La oscuridad se acentuaba al internarse en la edificación
con lo que sus sentidos se alertaron.
Descubrieron muchas escaleras.
Juguetearon en una de amplios escalones que comunicaba varios edificios. La
última que hallaron estaba disimulada en un pequeño cuarto. Bajaba hasta
subsuelos no accesibles desde otros sitios. Por supuesto, descendieron.
Tras una oficina de recepción
había una gran sala con paredes cristalinas, el interior tenía gabinetes y
varios escritorios con computadoras, sólo la pared del fondo les llamó la
atención, tenía una superficie irregular llena de aparatos, una mesa adosada
con monitores y dos asientos. Se adelantaron con cautela y de pronto los asaltó
el terror.
¡Las luces se encendieron!
El rumor de los aparatos les
puso la piel de gallina. Los aires acondicionados, electrodomésticos, relojes
de pared, todo cobró vida. Desde algún lejano grifo brotó un furioso chorro de
agua.
Ambos nómadas se prepararon, lo
que fuera que despertaba recibiría su violencia si los amenazaba.
Transcurridos unos minutos,
nada ocurrió.
—Se activó automáticamente.
—Gruñó Dlanki.
—Lo dudo. Esto no pudo
mantenerse así tanto tiempo, es tecnología preholocausto. Alguien hace el
mantenimiento…
—¿Robots?
Odiaban a los robots. Eran máquinas
precisas de aniquilación, sólo los corruptos habitantes de Progreña los
fabricaban. Sálvat anidaba un profundo rencor al país del lejano norte. Jamás
había conocido a los norteños ni había estado en su territorio, pero albergaba la esperanza de escarmentarlos
algún día por enviar a las Matadolores contra ellos. Avanzaron dispuestos para
la acción. En la pared izquierda pendían cuatro hileras de gabinetes. Tubos
fluorescentes iluminaban todo, no había escondrijos a la vista.
—¿Qué es esto? —murmuró Dlanki,
la respuesta le llegó con una voz estridente y desconocida. Los hermanos se
pusieron en guardia.
—Mi denominación es M. R.
Treinta y Uno. Soy el Computador Central de este refugio, El Bunker Número
Cuatro.
Salvat aferró con fuerza su
cuchillo, mirando con ardor en dirección al sonido de la voz proveniente de los
paneles del fondo. Sin decir una palabra, ambos se adelantaron hasta el
disimulado altoparlante.
—¡Bienvenidos al Campamento
Número Cuatro! —los recibió cordialmente el Computador. Las cámaras se encendieron
cuando cruzaron los sensores láser de la entrada. —añadió
—O sea que nos escuchaste. ¿Vas
a atacarnos? —indagó Sálvat con los dientes apretados.
—Eso es inadmisible. Mi
programación es evitar, y en situaciones extremas, minimizar el dolor y el sufrimiento
humano.
Dlanki interrogó con la mirada
a su hermano.
—No sé —dijo este—. Nunca nos
topamos con algo parecido. —En realidad estaba fascinado con el encuentro, todo
lo que había leído sobre las computadoras anteriores al holocausto atrapaba su
curiosidad. Ahora tenía la oportunidad de conocer más. Era una fortuna que lo
hubiese descubierto sólo con su hermano.
—¿Llevas mucho tiempo
desactivada? ─preguntó al fin.
—Noventa y ocho años, cinco
meses, dos semanas y seis días.
—Ffuuissss. ─silbó el Nómada─
¿A qué se debió tu inactividad?
—Una rutina de ahorro de
energía. Cuando dejé de percibir humanos durante medio año, cerré los sistemas
uno por uno y sólo mantuve la vigilancia del perímetro y los sistemas de
mantenimiento básicos, la presencia de un humano era lo único que podía
reactivarme.
—¿Sabes qué ocurrió fuera de
aquí durante tu sueño? ─quiso saber Dlanki.
─En eso deberé actualizarme. Si
están dispuestos a ayudarme, reuniré
toda la información.
Contarle la historia como la
conocían, no fue problema para los muchachos. En su infancia habían sido
educados en una lejana ciudad, más tarde, los nómadas los instruyeron en
supervivencia. Claro que tras cuatro largas horas de relatos sus estómagos mal
alimentados comenzaron a quejarse. M.R. Treinta y Uno les informó de una
sección destinada a fabricar comida en el nivel siguiente. Mecanismos
automatizados conservaban y reciclaban los alimentos. Como habían supuesto,
había muchos robots pero sólo eran aparatos simples con muy pocas funciones
automáticas. Descubrieron como generaban los alimentos para los antiguos
habitantes con una huerta hidropónica y algo denominado Biogranja, no tenían
idea de por qué no la llamaban simplemente granja, pero pronto lo descubrieron.
Una pequeña área de la huerta había sido desatendida, varias hortalizas nacían
y morían de continuo ahí. La Biogranja los impresionó causándoles aversión. Ver
cuerpos de pollos ciegos sin plumas colgando de cucharas de alambre bajo
radiadores e inyectados de químicos les quitó el apetito. Fue aún peor, cuando
vieron cómo se deshacían de los remanentes: Simplemente los arrojaban a un
depósito de ácido, todavía vivos, si esa existencia podía denominarse vida.
Todo ello había cumplido e
iniciado ciclos durante un siglo.
¿Con
qué propósito hicieron esto los hombres de esa época?, esa pregunta los quemaba. Comieron
frutas y legumbres, antes que las máquinas trajeran la comida de la Biogranja.
Después siguieron conversando con el Computador, hasta que entre cada frase
lanzaron enormes bostezos e inclinarán la cabeza con los ojos cerrados. Atento
a cada detalle. M.R. Treinta y Uno les indicó dónde encontrar unos cómodos
cuartos. Durmieron plácidamente como nunca antes en sus agitadas vidas.
Los días siguientes
consistieron en intercambios intelectuales y un sin número de descubrimientos.
Los baños los deleitaron. Para ellos, higiene y paz eran lo más cercano al
paraíso. Pero la curiosidad de Sálvat era inagotable, no paraba de acosar con
preguntas al cerebro computador sobre autos, música, armas y costumbres
antiguas.
La música había acompañado a
Sálvat desde muy temprano en su vida. Primero como huérfano en el hospicio y
luego con los nómadas, en las ciudades se hacían copias de las antiguas
grabaciones. Muchísimas antenas de radio se elevaban a lo largo y ancho del
continente, los chicos siempre oían las radios que sintonizaban en el desierto.
M.R. Treinta y Uno les informó de un equipo de radio de largo alcance que no
demoraron en operar y las voces del mundo les llegaron claras, desde Fosa
Fallac hasta Holania.
Sálvat pasaba tardes enteras
grabando música. Distraído por la larga procesión de temas había olvidado
hacerle una pregunta clave al computador, no espero a otro momento.
—¿M.R. Treinta y Uno? ¿Dónde
están los habitantes de este lugar? ─habló bajando el volumen desde un mullido
sillón.
—No lo sé, sólo puedo
conjeturar que se han ido.
—¿Por qué? ¿Tenían algún
motivo?
—Puedo mostrarte imágenes de
los últimos días antes de desactivarme.
La sociedad de este campamento estaba administrada por el Alcalde Walsh.
─mientras hablaba, un monitor parpadeó mostrando video grabaciones de aquella
época. Montones de gente, en la plaza de la entrada. Se veían árboles y flores.
La ropa de la muchedumbre le pareció fantástica, pero les causaba pena: ese
mundo lleno de vida en un planeta
fértil, jamás volvería a ser. En otro registro se veía al alcalde Walsh dando un discurso a todo el pueblo reunido. —¿Estas imágenes no tienen
sonido? ─las escenas mudas impacientaban a Sálvat.
—Es anómalo. Estos archivos se
guardaron sin sonido.
—¿Hmmm? ¿Qué le estaría
diciendo a la gente ese Walsh?
—El último mes, antes de ser
desconectado, había pesadumbre en el campamento.
—¡Un momento! ¿No era que
decidiste desconectarte al no aparecer ningún humano por medio año? —Sálvat
sintió que el Computador no le había dicho todo.
—Es cierto.
—Acabas
de
decir que te habían desconectado... —El cerebro de la máquina necesitaba que le
hicieran las preguntas precisas para responder.
—Eso fue antes de que la gente
desapareciera. Hay un lapso de treinta horas sin registros en mi memoria. Fue después
de activarme que no hallé a ningún habitante.
—¿Estás diciendo que todos
desaparecieron en treinta horas? —A Sálvat no le gustaban las cosas turbias y
menos que una máquina se hiciera la misteriosa— ¿Justo cuando no estabas
activo?
—Así es, no hubo fallos en mis
unidades lógicas. Es de suponer que se llevó a cabo un proceso de
desactivación.
—Debe ser fácil desactivarte.
—Remedó el Nómada pero M. R. no captó la ironía.
—Se necesita la aprobación de
tres altos funcionarios para ejecutar esa acción, es extraño que no me hayan
notificado.
—Muy extraño. ─acotó el Nómada
frunciendo el ceño. —¿Escuchaste el discurso de Walsh? ¿Tienes idea que le
decía a la gente?
—El Alcalde Walsh hablaba a la
población urgiéndola a prepararse para el Apocalipsis, el fin del mundo. Su salud
se deterioraba. Los últimos días vivió encerrado en su oficina con la única
compañía de R.O.D, su leal asistente.
—¿R.O.D?
—Su androide, la mascota del
Campamento Número Cuatro. Era muy querido entre los desaparecidos. Sus
programas le impedían separarse de ellos. Algo que no podían concederme a mí.
—Gracias, M.R. ─concluyó Sálvat
bostezando de cansancio. El misterio del
lugar era más oscuro de lo que había imaginado. Se despidió para irse al
dormitorio diciendo a M.R. que continuarían conversando sobre ese asunto.
—No puedo confiar en esta
computadora. ─se quejó a su hermano menor. Estaban en uno de los cuartos de las
barracas externas, lejos de las cámaras del complejo central.
—No puede mentir, Sálvat. Es
una máquina, como las PainKillers, tiene una serie de funciones limitadas. No
existían en esa época aparatos pensantes.
El otro joven lo miró
torvamente. Se preguntó qué podía saber su hermano en verdad. Todo lo que
conocían, lo habían leído o escuchado. Ahora estaban frente a frente con el
pasado; lo experimentaban en la realidad, no eran cuentos.
—La historia es muy rara
─protestó Sálvat─. Este es el Campamento Número Cuatro, o sea que hubo otros.
Tenían un jefe, un alcalde. Sabemos que la decadencia y el cambio de clima
comenzaron hace doscientos años, supongo que este campamento fue creado para
refugiar a los sobrevivientes, antes de que comenzaran las grandes hambrunas.
—M.R. te dijo que lo
desconectaron. Quizá no querían que se enterase de algo.
—Es obvio. Ese tipo se
encerraba en su oficina. Voy a encontrarla y averiguaré todo.
—Sí ─replicó Dlanki en un
bostezo─, pero mañana, ya es muy tarde.
Apagaron la luz arrebujándose
en las camas.
Sálvat abrió los ojos y de un
salto estuvo de pie. Vio a Dlanki tan alerta como él. Ambos lo habían oído. El
“Blam” de una puerta cerrándose. Tomaron sus cuchillos y sin vestirse exploraron
las habitaciones. Por último se dirigieron a la entrada que daba al complejo,
no había huellas ahí.
—¿Qué crees? ─musitó Sálvat.
—No estamos solos —Afirmó
Dlanki—. La otra noche me pasó algo raro, no iba a decírtelo pues creí que lo
había imaginado.
—¿Qué?
—Dormía cerca del edificio en
forma de domo, el más chico que está en el fondo de la cueva. De pronto me
sentí observado y miré en la dirección que me molestaba. Creí adivinar una
forma en las sombras. Fue un instante; al dirigirme al sitio no encontré nada.
—Igual que ahora.
Despertaron para ir directo a la
oficina del alcalde Walsh. Tuvieron que forzar la puerta porque estaba cerrada
con llave. Dentro todo estaba ordenado y limpio. Las cámaras de M.R. Treinta y uno
habían sido destruidas ahí. Pero eso no les extrañó. Un par de sillones y un
escritorio con un ordenador era todo el mobiliario. Sálvat se acomodó en un
sillón y hurgó en los cajones.
—Mira, Dlanki ─dijo mientras
levantaba en sus manos un revólver. Abrió el tambor. Faltaba una bala─. Fue
disparado hace cien años.
—¿Por qué estaría armado el
Alcalde? Algo lo atemorizaba.
Sálvat miró a las cámaras
inutilizadas.
—Al parecer no quería que M.R
se metiera en su vida. En estos cajones hay muchos papeles y backups en
memorias portátiles. Todo bien conservado, seguro hallaremos una pista en
ellos. Ocúpate tú —pidió a Dlanki—. Yo detesto leer cuando no hay fotos ni
ilustraciones.
Dejó el lugar y caminó
velozmente hasta la sala del computador.
—¡Buenos días, Sálvat! —Lo recibió
M.R.
—¿Qué enfermedad tenía Walsh?
—inquirió Sálvat dejándose llevar por su intuición.
—¿Desea su historia clínica?
— Mencionaste que su salud
empeoró. ¿De qué?
—Sufría trastornos
psicológicos. Delirios de persecución. Paranoia. Era muy depresivo.
—Era un maldito loco a cargo de
toda la población ¿Sabías que tenía un revólver? ¿Que las cámaras de su oficina
están rotas?
—Los médicos le recetaron
antidepresivos. Portar armas estaba autorizado para los funcionarios públicos.
El desperfecto en las cámaras ocurrió antes de mi desactivación ¿Está reuniendo
pistas para un trabajo detectivesco?
El humor de Sálvat se apaciguó.
La pregunta de la computadora le hizo gracia. Tenía inocencia, aunque fría y
calculada. Recordó otro asunto que le escamaba.
—¿Hay otras cámaras sin
funcionar?
—Hay doscientas setenta y dos
en total. Distribuidas en los sectores D, F y G.
—Muéstramelas en un plano.
En un monitor apareció el plano
esquemático del Campamento Número Cuatro. Unos puntos blancos representaban las
cámaras funcionales. Tanto el domo pequeño como las áreas circundantes y los
edificios que rodeaban al complejo aparecían a oscuras.
—Vaya… ¿Qué diablos es ese
domo?
—Es la central nuclear, está
clausurada. —informó M.R.
—Pero no sabes qué ha pasado
ahí en los últimos cien años.
—Muchos sistemas siguen
operando, es un lugar que requiere mantenimiento. Sellaron el generador nuclear
y lo llenaron de materiales para contener su actividad. Por supuesto, no puedo
obtener ninguna imagen desde aquí.
Dlanki llegó corriendo hasta
ellos, jadeaba y tomaba aire para poder hablar. En sus manos tenía una hoja.
—Acabo de imprimirlo. ─dijo al
fin. Pertenecía a un archivo escaneado y guardado en la computadora de Walsh,
estaba en manuscrita.
—¿Qué es? ─gruñó Sálvat.
—¡Lee!
—Sabes que no me gusta leer. —protestó
el mayor, pero fue interrumpido por Dlanki.
—Es una nota de suicidio. Walsh
se mató. Aquí dice que usaría una bala.
—¿No sabías nada de esto, M.R?
─indagó el mayor.
—No estaba enterado.
—¿Pudieron desactivarte sin la
colaboración de Walsh?
—Solamente dañando mis
archivos. Revisaré todas mis unidades lógicas.
—Faltan treinta horas en tus
memorias, M.R. Tal vez no te desconectaron, sólo removieron esos registros
─dijo el Nómada. Contó a Dlanki sobre la cámaras─. Por suerte tenemos un arma.
Tomaremos un par de linternas para inspeccionar la central nuclear. No
descansaré hasta desentrañar este asunto.
Las linternas eran potentes.
Discutieron unos minutos sobre quién llevaría el revólver. Sálvat no tenía
mucho interés y dejó que Dlanki se lo quedara. Cuando llegaron al lugar donde
no funcionaban las cámaras, descubrieron que muchas luces estaban rotas,
destruidas a golpes.
—Buena idea la tuya de traer
linternas —festejó Dlanki acostumbrado a los aciertos instintivos de su hermano—.
Este es un pasillo que comunica con el domo —Elevó el haz de su linterna para
hacer un hallazgo interesante—. ¡Mira las paredes! ¡Agujeros, impactos de armas
de fuego!
—Alguien limpió todo, no hay
cadáveres. —dijo Sálvat ceñudo.
Llegaron a un sector muy oscuro.
Una compuerta entreabierta daba acceso a la central clausurada. Sálvat empujó
con cuidado. Entraron en una antecámara donde colgaban trajes aislantes para la
radioactividad. Los símbolos de advertencia nuclear estaban pintados donde posasen los ojos. Rompieron la
siguiente compuerta para ingresar al domo. Ante ellos apareció una cúpula de
menor tamaño bajo las estructuras del interior, varias planchas de metal
servían de pasillos, comunicando la entrada con una abertura en la cúpula menor..
A pesar de las linternas, la oscuridad ahí tenía presencia física, como algo
sólido. El silencio les encogía el espíritu, el lugar no había sido visitado
por humanos desde hacía un siglo.
Caminaron por el pasillo
circular rodeando la cúpula negra, indecisos hasta tomar ánimo de cruzar la
abertura en la pared curvada. Cuando metieron las cabezas en el hueco contemplaron
un espectáculo abrumador.
Dentro había una montaña de
huesos humanos. Los esqueletos conformaban una pila de ocho metros de altura,
ennegrecidos por quemaduras. De los huesos emanaba una fosforescencia
perturbadora, macabra. Ya no quedaba hedor en la carne convertida en polvo.
Pero las cuencas vacías de las calaveras parecían expresar horror en las
fantasías de la imaginación. Sálvat miró en cada rincón tratando de entender
que había pasado ahí, en el ambiente flotaba una ceniza espesa. Bastaba un leve
rozar de los pies en el suelo para agitar aquel vaho de residuos en el aire.
Era un lugar desagradable que impulsaba a ser abandonado.
Los habitantes del Campamento
Número Cuatro no se habían ido a ningún lado.
—No pudieron morir aquí. A
estos los mataron y los trajeron. ─dijo Dlanki. Su voz sonó en ecos estridentes
bajo el domo.
El cerebro de Sálvat seguía
intentando deshacer el nudo de la intriga. Los esqueletos estaban muy
resquebrajados. No había ropa ni objetos que hubiesen persistido al paso del
tiempo. Ningún botón, ninguna hebilla. Se habían encargado de desnudarlos y
acomodarlos allí. Cuando la carne se volvió ceniza, rompieron los huesos
ocupando menos espacio. Un trabajo metódico y preciso.
—Esto lo hicieron en treinta
horas ─razonó─, manteniéndose fuera del alcance de los ojos de M.R Treinta y
Uno. Nadie podría ocultarse así por un siglo... ─unos sonoros pasos en la plancha
metálica exterior les erizaron los cabellos de la nuca. Sálvat preparó los
puñales asomándose. Lo que vio, respondió todos los interrogantes.
Opaca, con la cubierta tiznada
por un lejano fuego, se hallaba de pie una máquina muy vieja; un robot que
imitaba perfectamente la anatomía humana, el rostro era una emulación tosca. En
muchas partes del cuerpo brillaban luces y números.
—¿R.O.D? ─alcanzó a decir
Sálvat antes del ataque. De nada sirvieron los cuchillos. Las hojas se
partieron contra la gruesa caparazón y las balas de Dlanki rebotaron
inofensivas en las placas del robot. Los nómadas se separaron instintivamente
para distraer al enemigo. El mayor de los hermanos se dedicó a llamar la
atención de la máquina, dando la oportunidad a Dlanki de disparar contra el
cuerpo metálico. Las detonaciones aturdieron bajo la bóveda, pero los impactos
apenas abollaron la cubierta de acero. Sálvat saltó golpeando con las piernas
el tórax artificial, sólo consiguió un terrible dolor en las plantas de sus
pies. Huir era imposible con el adversario de hierro bloqueando la salida. Una
mano acerada apresó la ropa de Sálvat, el nómada se vio sacudido como un
muñeco. Aquellos brutales movimientos causaron múltiples heridas en su cuerpo,
por fortuna, la remera se deshizo, liberándolo. Aquella contienda no podía
ganarse por la fuerza, era imposible matar a algo que no estaba vivo, ni dañar
a quien no experimentaba el dolor, la fuerza de ambos tampoco servía para
contrarrestar la presión mecánica que enfrentaban.
El robot lanzó a Dlanki contra la
pared de la cúpula externa. El impacto le hizo perder el conocimiento, mientras
otra mano robótica buscaba el cuello de Sálvat.
—¡R.O.D! ─gritó Sálvat intentando
ganar un segundo de tiempo.
—Debo evitar su sufrimiento, Amo.
─dijo el robot con una voz más artificial de lo imaginado por el nómada.
—¿Qué? ¿Fue Walsh, no? ¡Ese
loco depresivo se mató por el futuro que vio! ─los dedos metálicos rozaron la
garganta de Sálvat y los rasguños en la piel enrojecieron.
—Me mostró lo que ocurriría:
Los efectos de la radioactividad, el fin de todas las cosas, un sufrimiento
largo para los amos… —explicó el robot, parecía excusarse o tratar de hacerlos
entender sus acciones.
—¿Qué pasó después del suicidio
de Walsh? ─jadeó Sálvat, ya las manos de R.O.D se cerraban en el cuello, hilos
de sangre tiñeron su rostro de heridas.
─No pudo hacerlo. Me dijo que
yo era el indicado para evitar su dolor y el de los demás amos. Me pidió que
usara el revólver. Antes, envenenó las cisternas; los amos simplemente
perdieron el conocimiento.
—Pero algunos se defendieron
¿No es así? —el dolor en la garganta y la falta de aire disminuían las fuerzas
del Nómada, a unos metros, Dlanki contemplaba todo impotente.
—Sí. No sabían del Apocalipsis
que se avecinaba, les evité ese dolor.
—¡Ya! ─gruñó Sálvat forcejeando
con la prensa de hierro que lo estrangulaba. Aún atontado, Dlanki tironeó de
los brazos robóticos en un intento inútil de salvar a su hermano.
—Evitaré que sufra, amo.
—Murmuró el hombre de hierro sin emoción.
—¿Si el Apocalipsis ocurrió,
cómo mierda explicas que mi hermano y yo estemos aquí? ¡Pasaron cien años,
robot idiota! —gruñó Sálvat agotando su última reserva de aire.
Las manos metálicas aflojaron
la presa. El Nómada tosió acariciando su garganta.
—No hubo Apocalipsis, la
humanidad sobrevivió —dijo Sálvat con esfuerzo—. Vivir es sufrir, matándonos
eliminas la única oportunidad que tenemos los amos. Walsh estaba enfermo ─de
alguna forma notaba que el robot comprendía su razonamiento. Era como había
dicho Dlanki, sistemáticamente lógico─. Saboteaste a M.R. Treinta y Uno y luego
lo activaste. Te mantuviste funcionando todos estos años al servicio de los
amos muertos. Yo estoy vivo, R.O.D. Si a alguien has de obedecer es a mí. ─en
la propuesta lo apostaba todo. Sabía que nada podría hacer contra la fuerza
artificial de aquella mascota de hierro. El cerebro computador decidiría todo
en segundos.
—Fui hecho para servirte, amo.
─el robot remarcó cada silaba.
—¡Bien! ─gritó Dlanki golpeando
la pared del domo.
R.O.D era como un niño. Creía
ciegamente en aquel que consideraba su amo. Obediente más allá de la mayor
lealtad. Estaba hecho como M.R, para evitar o minimizar el dolor y el
sufrimiento humano. Con las indicaciones adecuadas era tan dócil como un
pajarillo. Los nómadas se adaptaron a él rápidamente. Los días siguientes se dedicaron a limpiar y reparar cámaras y
luces, sintiéndose dueños de la ciudad. Nunca antes habían sido dueños de una
casa. Si bien el desierto siempre sería su hogar, la frescura del Campamento
Cuatro les invitaba a disfrutar de paz. Tomaron por costumbre estudiar de todo
un poco. Sálvat comenzó a leer con mayor frecuencia. Primero historietas, luego
libros ilustrados. Su ansia de aprender lo dominaba con un hambre imposible de
satisfacer.
Pero ambos eran jóvenes e
inquietos. Había todavía muchas ganas de sol y compañía para quedarse en esa
ciudad enterrada. No estaban seguros de cuál sería la reacción de los nuevos
amigos de ese lugar al decirles que los dejarían. No obstante estaban muy
decididos. Cuando comenzaron a sentir la necesidad del mundo, armaron sus
mochilas y fueron a ver a M.R. para despedirse.
—¿Volverá, amo Sálvat? ¿Amo
Dlanki?─dijo el computador, también en nombre de R.O.D.
—Tenlo por seguro, M.R. ─asintieron
los nómadas.
—¿Tardarán? ─quiso saber R.O.D.
—Menos de un siglo, te lo
aseguro —sonrió Sálvat—. Quiero saber cómo son las ciudades ahí afuera. Cómo se
vive en sociedad, sólo conozco el desierto, y el Campamento Número Cuatro.
—Lo esperaremos listos para lo
que necesite. —aseguró M.R.
Los nómadas sonrieron e
iniciaron la marcha sin prisas.
La Ciudad Vacía quedó atrás,
cruzaron el puente oxidado y desde la cumbre de Los Escombros vieron la ruta
del desierto. Todo en el Gran Erg estaba tan candente como era usual. El
hiriente sol reinaba en el cielo amarillo. Dlanki miró hacia el sur, ladera
abajo se extendía un camino abandonado.
—Por ese lado están las ciudades
costeras ¿Qué opinas? ─propuso a Sálvat.
─No sé ─con una mueca de incredulidad─. Extrañaré a estos dos que
dejamos. Siento como si fueran personas.
—Si. Son nuestros amigos. Con
errores como los humanos ─rió Dlanki─. Esa ciudad es un lugar a donde retornar.
—Eso nos hace responsables del
sitio y de ellos. Nuestro secreto. El miedo casi exterminó a la vieja
generación y hoy nadie se acuerda. No importa lo que nos espere en la civilización,
no nos rendiremos sin sudar hasta la última gota.
—¡Menos mal! ─respondió el más
joven y bajaron rumbo a las ciudades.
© M. C. Carper