Estando
en Taller Siete, Sergio Gaut vel Hartman sugirió un ejercicio, armar una
historia basándonos en una imagen. Un dibujo al azar para cada uno de los
miembros del taller. A mí me tocó algo medio abstracto que interpreté como un asteroide
orbitando un planeta con algunos arcos voltaicos aquí y allá. En esa época
trabajaba como administrativo en unas oficinas de un anexo de La bolsa de
comercio. El ambiente de esos lugares reúne a gente de todo tipo, pero se
estimula muchísimo la competitividad. Y hay personas que sucumben muy mal
cuando aceptan que la vida es ver quien es mejor y que opinan las personas
sobre uno. Conocí casos en verdad muy tristes. Se me ocurrió hacer una historia
sobre eso. Claro, se preguntarán que tiene que ver un asteroide con la
rivalidad entre empleados de oficina. Bueno ahí es donde se demuestra que una
historia de ciencia ficción abarca cualquier otro género literario. El cuento fue publicado en el Número 9 - Segunda Época de Alfa Eridiani.
LA PRUEBA EN LA PRUEBA
M.C.
Carper
Una Misión de Exploración, una nave espacial y dos profesionales:
Álvarez y Carter.
Ambos demostraron aptitudes elogiables. Habían competido durante décadas
para participar en esa misión. Nadie antes había logrado alejarse de los
puestos de avanzada espaciales en sólo tres saltos. Tuvieron dificultades para
congeniar desde el principio. El genio de la Administración que
propuso unirlos en una tarea conjunta no tenía la menor idea sobre
incompatibilidad. Sin embargo, eran profesionales y sabían adaptarse a todo
tipo de condiciones adversas. Como únicos tripulantes del Osadía I, se
necesitaban el uno al otro.
Carter era un hombre de contextura cuadrada, todo era cuadrado en él. Desde
la mandíbula hasta los hombros y los puños. Una sombra de cabellos rojizos coronaba
el rostro macizo de ojos color cielo. Estaba de pie, apoyado sobre un codo en
el asiento de piloto que ocupaba Álvarez. Le gustaba demostrar a cada momento
su fuerza física. Muchas veces rompía las cosas que se disponía a reparar como
por un descuido, una pequeña falta de control de su propia fuerza. Era un
fanático de los deportes y había conseguido un par de copas en los torneos
lunares de carreras a baja gravedad. Ahora que se había acostumbrado a las
tareas de oficina, su abdomen y bíceps estaban redondeándose.
Álvarez era egresado del Laboratorio Astrofísico de M-57, cuna de casi
todos los científicos de los Puestos Avanzados. Llegó a ser muy reconocido por
la teoría del Transportador de antimateria en Agujeros de Gusano, pero para él
no era gran cosa. En su interior, reconocía que el laboratorio necesitaba publicidad
para recaudar fondos y la teoría había ayudado. Se tomó el puente de la nariz
con los índices, contemplando el espacio exterior. Los ojos oscuros en el
rostro afilado no miraban otra cosa, ignorando deliberadamente la presencia del
otro.
—¡Ahí está! Es el mismo
espectáculo que capturaron las cámaras del Aventurero IV —dijo Álvarez—. Una
roca de atmósfera tenue con extrañas fosforescencias en la superficie.
La sonda que había hecho el descubrimiento, el Aventurero IV, había
dejado de transmitir después del contacto. No existían detalles de las razones.
Carter lanzó un bufido y se dirigió a la consola de navegación.
—Los sensores captan las
radiaciones normales. Dispondré el lanzamiento de la primera sonda —anunció sin
esperar la opinión del otro.
—¡Un momento! ¿A qué te refieres
con radiaciones normales? No tenemos la menor idea sobre esas fosforescencias
en la superficie. No estoy de acuerdo.
—Ya estudiaste los análisis
previos. Nitrógeno, amoniaco y metano. Nada nuevo sobre este pálido sol. El
diámetro de ese mundo es de dos mil setecientos kilómetros. Si no fuera por
esas extrañas formaciones luminosas nadie se habría molestado en enviarnos
aquí. El procedimiento del reglamento es lanzar la sonda.
—¿Y si se trata de una forma de
vida?
—¡Ah! No he recorrido tantos
pársecs para escuchar tus estúpidas especulaciones sobre los líquidos
disolventes de la naturaleza —protestó Carter con hastío; los conocimientos de
Álvarez lo enfurecían, más aún cuando ensombrecían su fama de “conocedor del
espacio” en la base—. Ahí no hay ningún ciclo-del-agua, ninguna molécula se une
a otra en sacos líquidos en esa superficie. Es un maldito fenómeno, sólo eso.
—Me rehúso a activar la sonda. No
tenemos la completa seguridad de que nuestras acciones pueden provocar algún daño
a una forma de vida desconocida. ¡No puedes hacerlo sin mi consentimiento!
—Lo reportaré —amenazó Carter, y
no era la primera vez que lo hacía. Muchos investigadores habían perdido su
empleo debido a los informes que Carter enviaba a los directores de la base. Se
decía que los espacionautas con cargos superiores siempre eran reemplazados por
el servicial Carter cuando éste comunicaba sus falencias a los directivos de la Misión.
—Por supuesto —dijo Álvarez ante
la amenaza.
Carter se apartó hacia una de las consolas laterales; fingiendo examinar
un espectrograma. El temperamento volátil había enrojecido sus mejillas,
detestaba el aplomo de Álvarez. Él era un hombre de acción. Decía tener una
muchedumbre de admiradores en la base, casi todas jóvenes cadetes, a pesar de
llevar un matrimonio admirable con una reconocida profesional en Propulsión,
pero muchos desconfiaban de ese rumor, podían ser sólo fanfarronadas. Carter no
entendía como podía estar en esa misión Álvarez, un filósofo imbécil que había dedicado la
mitad de su vida a viajar y escribir libros. Apretó los dientes, conteniendo el
orgullo, y regresó junto a su compañero de misión. Estaba sólo a dos pasos cuando
percibió el sutil movimiento en los monitores.
—¿Viste eso? —dijo Álvarez con
una media sonrisa.
—¿Qué registró? Por la frecuencia
yo diría que son… ¡Géiseres!
—Llegan a los doce metros
—comentó Álvarez mirando sus pantallas—. Hay calor debajo de esa cáscara
helada.
—¿Cuál es tu sugerencia, capitán?
—preguntó Carter.
Álvarez lo miró. Deseaba descender. O mejor, hubiese preferido que ambos
lo hicieran, pero ningún reglamento lo autorizaría. Conocía la ansiedad de su compañero
por las entrevistas y ese tipo de reconocimientos. Sonrió para sus adentros y
dijo:
—Baja tú. Yo supervisaré todo
desde aquí.
—Bien.
Carter sentía ganas de cantar y bailar. Ser el primero en pisar ese
suelo extraño lo llenaría de fama. Era mucho mejor que Álvarez, no necesitaba
demostrarlo, por supuesto. No quería que un mentecato, seleccionado por
casualidad, descendiese.
Hizo la comprobación de todos los sistemas, corroborados por Álvarez
desde la cabina de monitoreo. Las luces de la cámara reguladora de presión
cambiaron de color, anunciando la apertura de la compuerta exterior. Condujo la
pequeña navecilla de exploración monoplaza con los propulsores de maniobras,
lanzando diminutos residuos de luz al espacio. Era la herramienta más dócil
para efectuar un planetizaje.
A través del comunicador oía a Álvarez haciéndole recomendaciones y
alentándolo, prefirió cerrar el canal de comunicación. Detestaba su voz. Se
juró a sí mismo que aquello no volvería a suceder: haría la próxima misión con
conocidos, personas que nunca le cuestionaran nada. Hablaría con las autoridades
de la
Administración. Si en algo apreciaban su aptitud y valor,
comisionarían a Álvarez para investigar la Nube Cometaria de
Vega, el sitio más alejado y aburrido de la galaxia. Sonrió al imaginarlo.
Momentos después, tocaba la superficie.
Revisó el traje para atmósferas hostiles un par de veces antes de salir.
Piso el suelo del planetoide y camino haciendo gala de seguridad y entereza.
Tomó muestras del suelo. Ya había plantado los instrumentos que transmitirían
los resultados del análisis químico a diez metros del tren de aterrizaje.
Estuvo tentado a enviarlos como un informe personal a la base, ignorando
a Álvarez, pero no encontró una excusa convincente. La actividad de los
géiseres había desaparecido y, extrañamente, las luminiscencias tan visibles
desde el espacio, no eran percibidas en ninguna dirección. En ese momento un
enorme cuerpo celeste ocupó la mitad del cielo. No podía ser un satélite, no
habían detectado ninguno.
Ahí estaba, una mole de roca con zonas iluminadas. Parecía que caía
sobre el pequeño planeta. Activó el comunicador.
—¡Álvarez! ¡Álvarez! ¿Lo ves? —gritó.
En la cabina del Osadía I, Álvarez se debatía con los controles para
apartarse del rumbo de aquella mole. Su mente le advertía que algo andaba
realmente mal. Ningún objeto celeste podía aparecer así, salido de la nada. La
nave se desplazó con el empuje de los impulsores de babor. Estaba tan próxima a
la imprevista luna que los sensores crearon un registro cartográfico perfecto.
El llamado de Carter llegaba en ese momento.
—Lo veo y no lo entiendo, Carter —dijo Álvarez—. Nuestros sensores
funcionan a la perfección pero no detectaron este planetoide. Apareció de la
nada. Por la velocidad que lleva debimos toparnos con él antes.
—¿Cuánto tardará en ocultarse tras el horizonte? —rugió Carter; siempre
le era más fácil estallar de ira cuando estaba lejos de las personas.
—Es demencial. En sólo diez minutos dejarás de verlo. Intentaré
seguirlo. Tal vez si doy una circunvalación completa descubra por qué no lo
vimos antes.
—¡Nooo! No arriesgues la nave de
esa forma. Mantén tu posición. Continúa monitoreando la zona de aterrizaje, mi
posición.
—¿Quieres retornar?
La pregunta tardó varios segundos en ser respondida; Carter odiaba tener
que hacer algo parecido a una huida. Además, ése no era el único inconveniente:
había realizado un descenso sobre la orbita ecuatorial, el mismo curso que estaba
describiendo el satélite salido de la nada. Para evitar una posible colisión tendría
que llegar a uno de los polos en su reencuentro con el Osadía I.
—Voy en camino —replicó con
amargura.
Respirando con fuerza para contener la ira, Carter voló hacia el Osadía
I. Apenas abandonó la cámara reguladora de presión, se quitó el traje con violencia
y lleno de furia se dirigió al encuentro de Álvarez; éste seguía en la cabina
mirando impasible al exterior.
—¿Qué pretendías hacer? ¿Dejarme
solo en ese paraje? —le espetó.
—Estabas seguro en la superficie
—contestó Álvarez sin inmutarse—. El objeto tendrá que aparecer en dos minutos,
teniendo en cuenta la velocidad. Siéntate y tranquilízate. Te he preparado un
cóctel de ansiolíticos para que te repongas del sobresalto.
—¡Una mierda con eso! —Gritó
arrojando a un lado la bebida—. Si estoy alterado es por tu incapacidad para
cumplir las funciones. ¡Eres un incompetente!
—Ésa es tu opinión —respondió
Álvarez, mirándolo fijamente; Carter tenía problemas para compartir los roles
en un trabajo común—. Tienes la libertad de pensar así, pero no la autoridad
para que yo lo consienta. Nuestra prioridad no son nuestras diferencias de
criterio, sino el éxito de esta investigación. Debemos colaborar.
—¡Palabras! Tus acciones te
contradicen. No tienes motivaciones, no le pones pasión. ¡Jamás te enojas! No
tienes sangre en las venas. Yo obtuve premios, fui condecorado en tres bases
espaciales. Puedo mostrarte diplomas y recomendaciones de altas personalidades.
¿Qué tienes tú?
Álvarez sorprendió a Carter una vez más al responder con una carcajada. En
ese momento cayó en la cuenta de que su compañero tenía grandes dificultades para
controlar sus nervios. Apenas pudo reprimir su hilaridad, dijo con calma:
—Lo que ha sucedido contradice las leyes de la física. Nuestros
instrumentos no están rotos, pues funcionan con normalidad en los análisis
ajenos al planeta. Por consiguiente, creo que ambos hemos sufrido una especie
de alucinación.
—¡Mi salud es perfecta! —Se
excusó Carter, sintiéndose agredido por el comentario—. Además, ¿cómo pudimos experimentar
la misma alucinación?
—No lo sé. Pero estoy seguro
respecto a los instrumentos. Razona un poco. Nadie, ni siquiera en Control de
Misión, percibió ese satélite gigantesco.
—Hm —gruñó Carter.
En ese momento se iluminó el espacio sideral más allá de las ventanas.
Las estrellas y el planeta desaparecieron para convertirse en un telón
grisáceo. También se extinguieron las luces de los paneles y las consolas; sólo
la luz del techo permaneció encendida. Oyeron una puerta abriéndose desde la
sección de popa. Varios pasos y el murmullo de gente acercándose. Álvarez y
Carter se miraron. Doce personas los saludaron, entre ellos estaban los médicos
principales de la base. La
Psicóloga en Jefe sonreía al presidente y al secretario,
mostrándoles un notebook de pulsera. Los espacionautas recorrieron los rostros
para reconocer la misma expresión alegre en todos. El presidente se dirigió a
ellos con los brazos abiertos.
—Álvarez, Carter. Los felicito —dijo—.
Han pasado la prueba exitosamente. Como ya habrán descubierto, jamás partieron
con el Osadía I. Ambos se ofrecieron para un experimento de convivencia
espacial. Luego de las sesiones hipnóticas, recreamos esta situación de crisis
extrema para registrar sus reacciones. La psicóloga está de acuerdo en que han
superado todos los obstáculos. Ahora les daremos una dosis de descanso junto a
la comisión acordada. Lo diré una vez más, caballeros: felicitaciones.
No hubo otras palabras. Los médicos los llevaron a sus camarotes. El
Osadía I, o el plató que lo representaba, estaba atestado de personas yendo de
un lado a otro. Álvarez dejó que su mente se aquietara. Quería meditar, pero
algo extraño no le permitía olvidar los hechos. No recordaba en absoluto
haberse ofrecido para esa prueba. Quizá la hipnosis había borrado algunos recuerdos;
se sentía como un peón abandonado en un inmenso tablero de ajedrez. En la
soledad de su cuarto intentó distraerse mirando por la claraboya que daba al
espacio. Las estrellas correspondían al registro de las cámaras del Aventurero
IV: en el exterior brillaban las mismas constelaciones que él había catalogado
durante el viaje ficticio. Algo no encajaba. Mientras pensaba, llamaron a la
puerta. Era la psicóloga y uno de los Jefes de instrucción. No traían la
sonrisa de la primera vez.
—Señor Álvarez, ¿cómo está?
—Bien. Algo confuso, podría
decirse. ¿Tiene efectos secundarios la hipnosis?
—No. No tenemos ningún
antecedente —se apresuró a asegurar la mujer—. Lo siento, señor Álvarez, pero
no soy portadora de buenas noticias. Nos hemos enterado por el señor Carter de
su conducta incompatible durante la Misión. En estos momentos, las autoridades de la Base están tomando una
decisión al respecto.
—Pues, confío en el buen juicio
que tienen. Descubrirán que Carter me odia, aunque nunca le di motivos para ello.
Me comporté como un profesional en todo momento.
Ninguno de sus interlocutores hizo otro comentario. Se retiraron
dejándole con una vaga sensación de desasosiego. No podía creer en la bajeza
del otro espacionauta; reflexionó y llegó a la conclusión de que las
autoridades de la base descubrirían que se valía de mentiras y calumnias para
convencerlos. El acto en sí era cobarde. Pues había expuesto protestas a sus
espaldas. Trató de dormir, de convencerse de que de ninguna manera podían
considerar un mal desempeño de su parte.
Al día siguiente, a primera hora, fue convocado por la Psicóloga. Ella
había improvisado una oficina en la cabina del Osadía I. La expresión con que
lo recibió fue una máscara impasible.
—Siéntese, Álvarez.
—Buenos días, doctora.
—Sí —le extendió unos formularios—.
Llénelos, tiene quince minutos para abandonar la jurisdicción de la base.
—¡Me están destinando a Vega!
Sólo los criminales son enviados allá. ¿Por qué?
—Estamos haciendo una
reestructuración del personal, lo lamento.
Álvarez completó los espacios en blanco y firmó por triplicado los
papeles.
Se retiró envuelto en una furia contenida, sintiéndose estafado. Todos
sus esfuerzos habían sido traicionados por la indignidad de las autoridades de la
Base. En uno de los pasillos se cruzó con
Carter; éste bajó su rostro, concentrado en la punta de sus zapatos. Le pareció
patético y continuó hasta la salida.
Bajó la rampa del Osadía I. Ante él se extendía una pista que no
conocía, era de noche. Volvió a estudiar las constelaciones. Ahí estaban otra
vez, no eran las que podían visualizarse desde la Tierra. Se estremeció
pensando que podía tener un desorden mental. Había sido manipulado y
descartado. Luchó con su ira, tratando de recobrar la armonía que lo
caracterizaba. Entonces todo se iluminó.
A su alrededor, desapareció la astronave y la pista. Varios cúmulos de
luz se definieron frente a él, podía percibir a través de ellos, el mismo
paisaje del planeta extraño, el que no había podido visitar. De improviso, las
luces hablaron.
—Álvarez, lo felicito. Ha pasado
la prueba exitosamente.
—¿Prueba? ¿De eso se trata?
—Nos disculpamos por abusar de
sus emociones. Creamos una situación de conflicto para contemplar su reacción.
—Entonces… ¿el viaje en el Osadía
fue real?
—Desde luego. Fue una carnada,
por así decirlo. Cuando llegaron, lo primero que detectamos fueron los
pensamientos antagónicos en ambos. Mi especie considera que la diferencia entre
los seres civilizados y los que no lo son estriba en la capacidad de superar
los sentimientos por medio del intelecto. Si bien tenemos acceso total a sus
recuerdos, no teníamos otra forma de esclarecer nuestras dudas que hacerles
pasar por esta situación desagradable y esperar sus reacciones. La prueba de
Carter devino en un rotundo fracaso, no entraré en detalles. Pero usted, amigo,
ha demostrado que hay una línea genética en su raza que promete. Debo admitir
que es escasa, ya que la gente de su especie no deja mucha herencia. Su colega
Carter tiene cuatro hijos a los que legará sus aptitudes. Tal vez sea una
cuestión de equilibrio natural. Sin embargo, deseamos que sepa que gracias a
usted, permitiremos el diálogo entre nuestras civilizaciones.
—No sé qué decir. Es que… No sé
dónde estoy.
—Está descansando en su camarote.
Esto que experimenta es algo aproximado a uno de sus sueños, lo recordará
perfectamente. Ya estamos estableciendo contacto con su Control de Misión.
Álvarez estaba inundado de alegría. Después de haber sufrido una
horrible depresión, descubría que alguien reconocía su profesionalidad.
Entonces se percató de un detalle que hasta el momento no había tenido en
cuenta.
—¿Y Carter?
—Nuestra especie cree en el
equilibrio por sobre todas las cosas. En este momento, su compañero de misión,
viaja velozmente hacia la
Nube Cometaria de Vega —dijo el ser-luz con satisfacción.
© M. C. Carper
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