El primer
cuento que tiene como protagonista a mi personaje, Sálvat, lo escribí a los
dieciocho años, mientras cursaba un taller de Expresión Plástica en la escuela Rómulo
Raggio. Surgió por una necesidad de expresar las broncas y frustraciones que tienen
todos los jóvenes cuando dejan la adolescencia e inician una vida de adultos. En
un cuaderno esbocé las primeras diez historias que terminarían siendo cuentos.
En esa época estaba muy entusiasmado con los cuentos de Theodore Sturgeon. Mayormente
por el libro “Más que humano”. La idea de personas con talentos especiales me
atraía muchísimo y el lado oscuro de ser así era. para mí, una consecuencia
lógica. La primera versión de “Amigo Imaginario” fue comentada en Taller Siete.
Recuerdo que mi amigo Erath Juárez Hernández hizo comentarios muy elogiosos. Es
más, creo que desde entonces nos convertimos en amigos. Años después. Manuel Burón
lo publicaría con cinco ilustraciones mías en la desaparecida Aurora Bitzine.
Pues bien. Aquí está de nuevo en la web. Espero que les guste y lo comenten.
¿Amigo Imaginario?
¿Soy una
bestia?
¿O soy
humano?
¿Sólo soy
como tú?
Realmente
torcido
Alejándome
de ti
¿Soy un
demonio?
¿Necesitas
saberlo?
(Am I
Demon? de Glenn Danzig)
Una noche oscura, con la lluvia
golpeando las calles desfiguradas por el abandono. Una mujer se esforzaba para
evitar los charcos, azuzando a dos niños que temblaban empapados. El mayor no
tendría más de diez años. Látigos de plata se abatían sobre el mundo desde las
densas nubes. Bajo ese castigo, la mujer los arrastraba tratando de ignorar el
agua que se colaba bajo su ropa. Tomó aire al reparo de un diminuto balcón
tratando de reconocer el barrio. Hacia delante sólo se distinguían los
arrebatos del agua ante un enloquecido farol. Ella recordó los árboles y la
vereda de pinos con troncos casi negros. Pero fue el estruendo de la boca de
tormentas, la enorme alcantarilla tragándose el improvisado arroyo, lo que la
orientó. Los tacos de sus zapatos no facilitaron el cruce de la avenida
empedrada. Volvió a irritarse y descargó su ira increpando a los pequeños.
Se detuvo un momento apoyándose
en el alto muro. Sintió los ojos del mayor de los chicos perforando su nuca, un
ligero temblor la estremeció y se preguntó por qué los iba a entregar a un
infierno que había conocido en carne propia. Esos chicos no le gustaban, pero…
no pudo pensar nada. Siempre que algo le molestaba con respecto a ellos los
pensamientos se le nublaban y se hallaba pensando en algo reconfortante.
El
dinero, se
dijo
El
dinero me ayudará.
Ya otras veces había padecido
aquella sutil amnesia. Un molesto presentimiento le advertía que era cosa de
los niños, que ellos la mareaban deseándole el mal, pero duraba menos de un
minuto y nunca recordaba que había ocupado su cabeza antes.
Llegaron a la puerta de rejas
y, tras un intercambio de palabras a través del portero eléctrico, se les
permitió el paso. Un patio de lajas gastadas concluía en un edificio oscuro, de
ventanas pequeñas y apagadas. Era como un enorme sarcófago ennegrecido por los
años, macizo y silencioso. Un relámpago lo mostró como un bloque de ladrillos desnudos
y erosionados. Diez minutos les demandó alcanzar una alta puerta de madera con
varias capas descascarilladas de pintura verde.
Los recuerdos acongojaron el
corazón de la mujer. Nunca había querido aquel lugar, hasta había llegado a
odiarlo. No obstante, a veces lo echaba de menos, como a un amante abusador.
La puerta se abrió.
—¡Pasa! ¡Pasa! —dijo una anciana con gafas
baratas de plástico negro. Se hizo a un lado y entraron a una antesala pintada
de gris, un banco solitario se distinguía al fondo, cerca del reflejo de una
puerta entreabierta—. ¡Estás empapada, Cristina! —Y mirándola con los ojos de
alguien que conocía todos sus secretos, agregó—: Aún te niegas a usar paraguas,
¿no?
—Los
odio, Doña Leticia. Como odio la lluvia y la noche —replicó
la mujer quitándose el abrigo y tomando la toalla que le alargaba la vieja—. Como odio el invierno.
Las dos parecían ignorar
abiertamente a los chicos. Al final, la anciana los miró y dijo sin emoción:
—Así que éstos son. Pasemos a mi
despacho.
Entraron a una oficina y
cerraron la puerta, dejando a los niños sobre el banco del pasillo. La vieja se
sentó frente al escritorio, pero Cristina no se atrevió a tomar asiento hasta
que se lo indicase.
—Siéntate y habla. Acepté que
los trajeras por lo que me dijiste por teléfono. Pero no mencionaste todo, te
escucho.
—Son ideales, Doña Leticia. Hace
cuatro años que los conozco, no tienen padres. No están registrados y son
ciento por ciento sanos, no han tenido una sola enfermedad.
—¿Cómo es eso? Cualquiera se
enferma.
—Cualquiera, pero estos no. En el laboratorio los cuidaban
como porcelana.
—Si son valiosos alguien los
buscará. No me traigas problemas, Cristina.
—No, ningún problema: allá no
los quieren, nadie del personal entiende
por qué había que tener tanta condescendencia con ellos. Hace cinco meses que
no reciben las donaciones y estos mesticitos…
—¡Como tú, Cristina! ¿O ya te
olvidaste de dónde vienes?
La otra hizo un mohín de disgusto. Cuando podía comprarlo,
usaba maquillaje para aclararse el cutis, toda su vida se había sentido
discriminada por el color de la piel y no perdía oportunidad de dar el mismo
trato a terceros.
—Te criaste aquí al igual que
tantos —le recordó la vieja—. Muchos logran ser buenas personas al salir. A las
almas descarriadas que no logramos doblegar, estoy segura que nadie podrá
salvarlas.
—Entonces sólo importan sus
órganos —bufó
Cristina.
—¡Insolente! —Doña Leticia golpeó la
superficie del escritorio—. Podrías
agradecerme el que no hayas terminado como banco de órganos, fueron muchas las
veces que necesité corregirte.
—Ya no vivo aquí, señora, vine
para cerrar un trato —la sonrisa educada había desaparecido del rostro de la
joven—. Algo beneficioso para ambas, otros pagarían sin pestañar por estos
chicos.
Ambas se sostuvieron la mirada
sin mover un músculo.
—Así están las cosas —dijo al cabo la vieja. Sacó un
fajo de bonos multiuso de un libro y se los entregó—. Es más de lo que acordamos.
Ahora te sugiero que desaparezcas y no regreses nunca.
—Está bien. —Esta vez la sonrisa
fue auténtica, no pensaba volver jamás.
Salió del despacho con prisa,
deteniéndose un momento para mirar a los chicos. Le faltó fuerza para
despedirse. Ambos la observaban, el más pequeño con la cara descompuesta por el
llanto. Se alejó sin mirar atrás.
Doña Leticia salió cuando oyó
la puerta principal cerrarse, y los estudió por encima de sus lentes. Desde el
fondo del pasillo apareció una mujer muy obesa. Murmuró un momento con la vieja
y después se acercó a los chicos.
—¡Vamos! —Gruñó indicando el camino—. Delante mío y sin chistar.
La siguieron hasta llegar a un
amplio baño colectivo; los mingitorios aparecían en hilera ante los privados de
gruesas puertas grises. Las paredes, llenas de humedad, lucían un desteñido
color verde. Todo estaba frío, helado al tacto. Desde unas palanganas con agua
subía vapor, la gorda los empujó hacia ellas. Oyeron el desagote de un inodoro
y luego apareció un tipo flacucho con una mata negra de cabellos ensortijados.
—¡Ya están los nuevos! —dijo con voz desagradable y
ominosa.
—Dos negritos —comentó la obesa, que los
despreció desde un primer momento. Sus cabellos castaños, casi rubios, le
causaron una enfermiza envidia; los grandes ojos cafés le irritaron pues la
miraban con desafío—: ¡Deja
de mirarme así, mono!
—Nunca te educaron, ¿no? —dijo
el hombre acuclillándose ante ellos—. ¿Cómo
te llamas? —El mayor frunció la boca y se miró la punta de los pies, sin emitir
un sonido—. ¿Sabes
que aquí se castiga la desobediencia?
Sin permitir una réplica, el
flaco le retorció una oreja al chico. Este lanzó un alarido de dolor. Fue un
grito para liberar angustia y miedo, todo su terror se amplificó en ese baño
vacío. La gorda lo calló de una bofetada, dejándole cinco dedos marcados en la
cara. Ambos se ensañaron con él. Su hermano, presa del pánico, lloraba caído de rodillas sobre las frías
baldosas. Entonces los recipientes con agua chocaron entre sí derramando el
contenido por todo el piso. Los adultos cesaron el ataque al niño y se miraron
preguntándose qué había ocurrido.
—¡Qué extraño! —Dijo Cabeza de Raspaolla—. ¿Cómo se volcó el agua?
—¡Ustedes dos sequen todo! —Gritó la Gorda Grasosa
arrojándoles unos trapos de piso—.
Era la última agua caliente. Ahora, tendré que meterlos bajo el agua helada de
las duchas.
Los desnudó y entraron
tiritando bajo la ducha. Sin miramientos, la mujer los frotó con un cepillo
enjabonado que les enrojeció la piel, luego les dio otras ropas y los condujo
hasta un dormitorio gigantesco.
Muchos niños dormían, pero dos
o tres cabezas se asomaron entre las sábanas para ver a los recién llegados. La
gorda los metió en unas camas lanzándoles una furiosa mirada antes de irse. Ni
la calidez ni el olor a limpio de las sábanas les brindó confort. Se sentían
solos en un mundo enemigo, temblaban, resistiéndose a quedarse dormidos, pero
el cansancio de aquella terrible noche en que los habían sacado a la fuerza del
único lugar que conocían, los venció, dándoles una breve paz.
A la mañana siguiente, los
recién llegados fueron instruidos en las rutinas de higiene, los horarios del
comedor y los recreos. Las edades de los niños con los que estaban oscilaban
entre los cuatro y catorce años, pero había muchachos mayores en otros
pabellones. Aunque pocas veces los juntaban con los pequeños, los abusos eran
frecuentes. Sin embargo los celadores fingían no enterarse y era más riesgoso ser
un protegido de la Gorda
Grasosa o de Raspaolla, no sólo por ser odiado como alcahuete
sino por las preferencias sexuales de esos celadores. Las reglas eran
estrictas, la directora —a quién llamaban, la Vieja Buitre— había
redactado un reglamento con los castigos correspondientes a cada delito, pero
los chicos aprendieron muy pronto que no existen delitos si no se pueden probar
o los testigos se niegan a declarar. En el orfanato los sentimientos
preponderantes eran la camaradería entre los internos y el odio hacia los
celadores.
Los hermanos, debieron ganarse
su lugar por medio de los puños desde el principio. Transcurrido un mes,
dejaron de ser novedad para convertirse en parte del lugar. Demostraron ser
taciturnos y poco sociables, especialmente el mayor. La única persona que había
conseguido averiguar sus nombres era la hermana Amelia, la psicóloga del
instituto. Necesitaba material para un ascenso y consideró que el caso de los
hermanos le serviría, por ello no tardó en pedir una cita con la directora del
orfanato.
Amelia, la psicóloga, apagó el
cigarrillo aplastando repetidas veces la colilla contra el cenicero de Doña
Leticia.
—¿Los estudios clínicos están
bien, Amy? —la vieja siguió cada movimiento de la doctora mientras hacía la
pregunta.
—Son sanos, Leticia —contestó la otra, escueta, con
un nuevo cigarrillo entre los labios—.
No es nada anormal, si tienen alguna mutación no es perceptible.
—¿Mutación imperceptible? ¿Qué
importan ese tipo de mutaciones si los órganos pueden ser útiles a nuestros empleadores?
La psicóloga la miró con
cansancio, exhaló el humo hacia el ventilador de techo y dijo:
—Hay muchas cosas que no
comprendemos de nuestro decadente mundo —pensó en la peste que arrasó a la
humanidad y en la contaminación que devastó al planeta reduciéndolo a un
continente desértico rodeado de mares envenenados—. ¿Te parece que podemos
darnos el lujo de hacernos los exquisitos? Tenemos que investigar cualquier
anormalidad que aparezca. En esas mutaciones podría estar la esperanza de
adaptarnos, de sobrevivir.
—¡Tonterías! El destino del
hombre está sellado por las mutaciones. La subvención que recibimos es inútil
para corregir eso. No existe la esperanza, ni hay futuro. Somos los últimos
vestigios de nuestra raza. Cada vez nacen menos humanos y más animales,
dominados por sus instintos básicos.
—Sí —suspiró Amelia—. Sé que lo poco que queda de la
civilización se está yendo al caño. Nosotros no somos gran cosa, pero fíjate en
lo que nos rodea: en la jungla y los desiertos del sur viven en semi barbarie y
no muy lejos, en el norte, está Dynektrom y los tecnócratas de Progreña.
—No te desvíes del tema, Amy. La
política me importa un cuerno. ¿Qué es lo que te pasa con esos chicos?
—No chicos, chico. El que me
interesa es el mayor, el de nueve, Sálvat —contempló un momento el cigarrillo,
pensando en convencer a la anciana para recibir su autorización y estudiarlo—.
Ese niño está aterrado, nuestras reacciones al temor pueden ser diferentes
—explicó—. En un lugar como este, la única respuesta que puede comprender es la
de la violencia.
—Perturba y es motivo de
conversación en los pasillos, es eso y nada más. Los celadores darán cuenta de
él si se propasa. Si se torna un caso difícil me ganaré una buena suma
vendiendo sus órganos a los seiyones de Progreña.
—Ese chico necesita tratamiento,
vive bajo una tensión terrible. Si lo hostiga, sólo provocará un desorden más
agudo en su psique. Sospecho que manifiesta algún tipo de PES, me han comentado
cosas. La mayoría de los celadores siente rechazo y pocos niños se meten con
él. ¿Ha oído sobre los incidentes en el dormitorio y en el lavado?
—¿Los ruidos? —indagó perpleja la anciana—. Descontaminamos todos los
techos y no volvieron a oírse. No descarto este tipo de fenómenos, pero tiene
que estar segura de lo que dice.
—No lo estoy, pero dame tiempo
con el chico y averiguaré la verdad. Conozco a gente que se mostraría
interesada en su caso.
—Deberán pagar por ello. —amenazó
la anciana y la
psicóloga suspiró. Apagó el cigarrillo y se marchó.
—¡Buen día!
El saludo no tuvo respuesta. La
mirada del chico estaba perdida en algún punto entre el cesto de basura y el
paragüero. Ante él, separado por el enorme escritorio que olía a madera estaba la Hermana Amy.
—Sálvat —dijo ella consiguiendo que la
mirase—. Tu nombre
es Sálvat.
—Sí —respondió en un silbido. En los
anteriores encuentros la única reacción había sido el mutismo. Aquel “sí” podía
considerarse toda una victoria. Amelia se animó a dar otro paso.
—Tienes nueve años y tú hermano
Dlanki, siete.
—Sí.
—¿Puedes decir algo más sobre
ti?
—No. ¿Usted qué es?
Aquello era imprevisto y fue
bien recibido, se establecía un diálogo.
—Soy doctora. Psicóloga.
—Y monja.
—Sí.
—¿Va a estudiarme?
—Me gustaría conocerte y
ayudarte en lo que pueda.
—Usted busca cierto tipo de
gente. Investiga, yo no le importo.
—No niego que mi interés sea
profesional, pero sólo quiero tu bien.
—No puedo confiar en usted; no
puedo confiar en nadie.
—¿Por qué?
—Porque todos odian, envidian y
mienten. Los pensamientos de la gente me atraviesan, siento su maldad.
Amelia anotó dos palabras en su
borrador. El caso parecía más grave de lo que había creído.
—¿Esquizofrenia? —gruñó el chico—. ¿Alopidol para niños?
La mujer releyó su anotación.
—¿Cómo...?
—Ahora ya estoy seguro. No puedo
confiar en usted, es igual a todos. —él bajó de la silla y se retiró.
Los chicos corrían persiguiendo
la pelota. Detrás de los arcos, la doctora y el preparador físico, los
observaban mientras hablaban sobre Sálvat. En el campo de juego, el niño se
mantenía cabizbajo, caminando sobre las líneas laterales, eludiendo lo más
posible a la pelota.
—¿Por qué no se une a los otros?
¿Tiene miedo?—preguntó
Amelia ante la imagen del chico solitario y el resto de los niños persiguiendo
el balón.
—Supongo, no sé. A veces está
ido. Es posible que el juego no le interese —contestó el hombre con un
silbato colgando del cuello—. No
vi que se golpeara. Pero le aseguro que
ese chico es una fiera, se transforma. Un día tuve que usar toda mi fuerza para
quitarlo de encima de Rossiter.
—¿Tienes amigos?
—Un par. Néstor, el pequeño y
Juanca. El hermanito nunca se separa de él. Me enteré que hubo un incidente en
los baños. Ya sabe, los mayores molestan a los chiquitos. Se rompieron dos
puertas y un inodoro, hubo cuatro muchachos lastimados.
—¿Un niño de nueve años puede
causar esos daños?
—Nadie quiso esclarecer el
asunto. Trabajo aquí hace seis años y yo que usted haría menos preguntas, pocos
de estos chicos conocerán la sociedad, no vale la pena interesarse en ellos.
La mujer se despidió e
ignorando el consejo se acercó a Sálvat.
—Hola —le dijo, mientras el juego se
desarrollaba en el otro extremo del gimnasio.
—¿En serio quiere ayudarme? —preguntó el chico alzando los
ojos.
—¿Te da miedo jugar a la pelota?
—Me dan miedo los que juegan con
la gente.
La hermana Amelia se acuclilló
ante él.
—¿Quiénes juegan con…?
—Debe evitar que jueguen con
usted. El otro día, ellos la controlaban. Hoy está libre, debe mantenerse
libre.
—No entiendo ¿Quiénes son ellos?
—Descubrí una forma para no
oírlos —el chico hizo una mueca a modo de sonrisa—. ¿Le gusta la música?
—Si, el Folk y algo de los
hippies.
—Eso no funciona —enfatizaron los ojos oscuros
del chico—.
Me gusta el Heavy Metal, creo que a ellos también. Bueno… —dudó unos segundos—. En verdad…todos ellos son sólo
uno. ¿Le digo un secreto? —Está vez, el
rostro se esforzó para dibujar una sonrisa— ¿Me
creerá?
—Si —asintió
ella.
—Él adquiere la forma que se le
antoja. La mayoría de las veces es una sombra escondida en las sombras. Cuando
pongo la música bien fuerte no puede alcanzarme, sólo queda la música. Lo he
visto balancearse de un lado a otro, moviendo la cabeza y los brazos, siguiendo
el ritmo. El Heavy Metal es lo mejor.
—¿Lo ha visto Dlanki?
—No logra verlo, pero siente su
presencia. Es el único aquí. Muchas veces le susurra a las mentes de aquellos
con los que juega. Un simple susurro y actúan como títeres. Hacen todo lo que
les susurra, hasta puede obligarlos a hacerse daño.
El silbato del profesor de
gimnasio llamó y Sálvat salió corriendo hacia el grupo.
Caía la tarde plomiza. El café
seguía frío y abandonado en una esquina del escritorio.
Amelia se sentía incómoda por
las palabras del chico. Había estudiado psicología por órdenes de las Hermanas
Superioras, Había visto casos de doble personalidad y leído mucho sobre
posesiones, pero hasta ese momento no los había creído del todo. Volvió a mirar
los deberes de Sálvat en la clase de arte, los dibujos la impresionaron.
Horrendos rayones histéricos de crayón negro con algunas raspaduras rojas,
caras sin rasgos con brillantes ojos.
¿Qué
pasaba por la mente de ese chico?
Cuando el timbre sonó se alegró, su colega de
la universidad había llegado y estaba ansiosa por hablar con él.
—Pasa, Fredek. —lo recibió.
Fredek Glasco era de mediana
edad. Su pelo comenzaba a aclararse pero su cuerpo lucia fuerte y atlético. Se
sentó ante ella después de un fuerte apretón de manos. Cargó su pipa y tras
degustar el humo lanzó dos bocanadas al techo.
—Tu oficina es acogedora, Amy.
Mucho espacio, algo atípico en estos tiempos.
—Es el precio que exijo por mi
silencio —respondió con despecho—. Es un trabajo, Fredek, si no es esto, son
las interminables colas con bidones para agua y cajas de alimentos reciclados.
Soportaré todo antes de vivir en un nicho, o en una vivienda colectiva. Pero no
te llamé para que criticaras mi manera de vivir. ¿Ya leíste mis notas sobre
Sálvat?
—No es tan impresionante como
crees. Es un niño índigo, un resultado de esta sociedad enferma —su mirada siguió durante un
instante las cambiantes formas del humo—. Demuestra
actividades ritualistas con inclinaciones al autismo —dijo por fin—. Posee una
gran imaginación, sólo eso. Medícalo y listo.
—Prefiero no hacerlo. Algunas
drogas perjudican al corazón o a los riñones. Los órganos se venden mejor si
están sanos.
—Respecto a los dibujos te diré
que sufre delirios de persecución. Es tan paranoico que hasta comienza a
temerle a su amigo imaginario. No hay lugar para un chico así en este mundo.
—¿Y la música estridente? ¿Ese
“Heavy Metal”que usa para no oír a…su amigo imaginario?
—Un mecanismo de auto defensa,
el ritmo acompasa la actividad cerebral. Lo extraño es que haya escogido esa
música que hoy es tan difícil de conseguir. Es de la época anterior al cambio
climático. Claro que las letras evocan a
supersticiones, al diablo, vida desenfrenada, drogas y alcohol —Fredek contuvo
una risita—. Ese niño está desquiciado.
—Supongo que tienes razón. Odia
a todo el personal y a nadie llama por su nombre. Raspaolla, Gorda Grasosa,
Vieja Buitre; a si se refiere a todos.
—Me imagino quien es la Vieja Buitre. ¿Y a
ti? ¿Como te dice?
—Chismosa o La
Chupa Tinta.
—Já, já. ¡Qué
chico retorcido!
La carcajada de Fredek fue
cortada por un golpeteo insistente en la puerta.
Era Haydee, La Gorda Grasosa.
Los ojos se le salían de las órbitas. Todo en ella eran nervios, estaba a punto
del colapso.
—¡Doctora! —dijo al fin—. ¡Venga!
Toda una muchedumbre se había
reunido en el comedor. Retorciéndose en el suelo estaba uno de los celadores.
Los ojos dados vuelta, el pelo negro ensortijado y desordenado. Amelia
descubrió que se había tragado la lengua. Una veintena de muchachos formaban un
circulo a su alrededor, los miró a todos con una mezcla de desprecio y
desesperación. Les gritó que hicieran espacio, el hombre se debatía consciente
de la proximidad de su muerte. Amelia golpeó entre sus omoplatos sin ningún
resultado, sintió impotencia al ver la cara del desdichado amoratarse. Entonces
percibió una mirada perforándole la nuca, al volverse descubrió a Sálvat
escondiéndose detrás de una puerta. En el mismo momento, el celador murió.
—Pobre
tipo —comentó
Fredek—. Esto es
macabro. ¿Quién era?
—Raspaolla
—respondió
ella cortante. Pero nunca se había sentido más desamparada.
Se abrió paso a empujones, traspuso
dos puertas con violencia hasta un pasillo del viejo edificio donde las
ventanas de vidrio permitían ver el patio frontal. El chico parecía fuera de sí
estrujándose los dedos, ella notó que murmuraba y cerraba con fuerza los ojos.
En un primer momento le pareció que hablaba con alguien, pero de repente, al
sentir la proximidad de Amelia, se tapó los oídos y gritó:
—¡Yo no fui! ¡Le juro que yo no
fui!
—Nadie dijo eso —replicó Amelia suavemente—. ¿Por qué lo dices?
—¡Porqué es lo que piensa!
El aullido le erizó los
cabellos de la nuca. Aquellos pequeños pulmones tenían una potencia
estremecedora. En esos horribles ojos marrones no estaba el pedido de auxilio
de antes. Ahora estaban llenos de decepción y desafío. Deseó verlo muerto, era
un engendro, una bestia anormal que no merecía vivir. Sin embargo, la
curiosidad profesional podía más. Si ganaba su confianza y descubría que clase
de capacidad extrasensoria manifestaba, obtendría un gran éxito en su carrera…
—No
soy un monstruo —sollozó
Sálvat, apretando los dientes—. Usted
me odia, no lo haga… por su bien.
—¿Me amenazas? —la advertencia
del niño le molestó.
—No. Pero él… Él me protegerá de
cualquiera, no puedo detenerlo. Se mete dentro de uno y sabe todo. Va a
matarlos uno por uno.
—¿Qué dices? —se acercó ella, luchando contra
el rechazo que sentía, lo acarició—. No
todo lo que pensamos es como aparenta. Tal vez no existe ese… ente. Es posible
que puedas hacerlo desaparecer, te ayuda…
—No me cree. Ya mató a Raspaolla y a la Gorda Grasosa.
—Haydee está bien —aseguró la
monja y al momento la invadió el terror.
—¡Ohh! —dijo Sálvat y se tapó la boca—. Aún no...
Amelia frunció el ceño
apartándose del niño; queriendo huir al lavado para quitarse la sensación de
asco por haberlo tocado. Corrió hasta el baño común, tomó la pastilla de jabón y se la refregó con
insistencia bajo el chorro abundante de la canilla. Después de secarse en la
pollera oyó un sonido apagado en uno de los reservados. Con resquemor se
dirigió hacia el origen del ruido. Derrumbada sobre el inodoro, yacía Haydee,
la Gorda Grasosa, las manos comenzaron a temblarle cuando intentó examinarla.
Un
maldito derrame,
se dijo.
—Ahora me cree.
La voz del niño le congeló la
sangre y se cubrió la boca para ahogar el grito. Se volvió para enfrentar esos
ojos.
—Tú lo haces. —acusó en un gruñido.
—Yo no —negó Sálvat—. Yo no. Ayúdeme. Aléjelo de
mí, por favor, tengo miedo.
—¿A qué? Con tu poder no puedes
temerle a nada.
—¿Poder? Yo no soy, yo no soy
¡Yo no soy! —el
chico huyó gritando y casi derrumba a Fredek que se asomaba al baño.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el psiquiatra.
—Haydee está aquí, muerta. Es
ese chico, Fredek. No usaré píldoras, pasaré directo al electroshock; hasta la lobotomía. Es… Él es… un monstruo.
—Cálmate —dijo Fredek con suavidad—. Debes relajarte. Estás
sufriendo una gran tensión, han muerto dos personas. Ahora no resulta
aceptable, pero ha sido así y nada me hace pensar que haya algún responsable.
La hermana Amy miró con
seriedad al cadáver. Su cabeza bullía intentando recuperar el control. En ese
momento llegaron otros asistentes y el médico de guardia. Después de cruzar
unas palabras les pidieron que los dejaran trabajar.
—Necesito un cigarrillo. —dijo
Amy.
—Volvamos a tu oficina. —sugirió
Fredek.
Fueron varios cigarrillos. La
voz de Fredek era relajante, tan profesional como podía serlo para inspirar
confianza.
—¿Cuál es la relación del niño
con esas muertes? —preguntó
ella al vacío por tercera vez.
—Ese chico te ha pasado sus
miedos, o quizás despertó alguno dormido. Esa gente no tiene signos de haber
sido asesinada. Un ataque y un derrame… es una horrible casualidad, nada más.
—¿Qué me sugieres? ¿Qué haga
terapia? ¿Qué vea a un especialista?
Entre ellos se alzó un largo
silencio apenas interrumpido por las pitadas en la pipa. Fredek volcó el tabaco
y desarmó el objeto de madera para limpiarlo. Se aclaró la garganta para decir:
—Somos muy pocos los que
estudiamos la mente en este mundo. Casi todo lo basamos en nuestras lecturas de
libros antiguos. No existe hoy la investigación de campo pura, sólo recopilamos
datos y comparamos los estudios de un viejo profesor con los de otro. Queremos
creer que lo inexplicable es nada más un enigma oculto que podemos revelar
armando rompecabezas lógicos o hallando la pieza faltante que acomoda todo para
sostener nuestro concepto del mundo. Esa es la mecánica de pensamiento del
escéptico y, vaya ironía, la del fanático. Pocas veces logré salir de ese
esquema en mi experiencia, pero conozco un grupo de especialistas que podrían
ofrecerte respuestas.
—¿Qué clase de especialistas?
—No he tratado con ellos
directamente, presencié un par de seminarios; supongo que están organizados.
Por aquí tengo una tarjeta —buscó en sus bolsillos y tendió un pequeño cartón
violáceo hacia ella—. Llámalos; y si no obtienes nada, tómate unas vacaciones.
—¿Me lo dice el psiquiatra o el
amigo?
Fredek suspiró.
—Para serte honesto, ambos.
El especialista era joven.
Tenía Cabellos castaños, muy cortos. Vestía un gran pulóver gris, tal vez dos
tallas mayor a la suya y pantalones colorados de corderoy. Sus ojos almendrados
se le antojaron muy tristes a Amy. Había entrevistado a Sálvat y a Dlanki
durante cuatro horas y salió riendo con ambos. Se presentó sólo como Angus.
Esperó pacientemente que Amy terminara su conversación telefónica, sentado con
las piernas cruzadas ante el escritorio. Con un gesto suave rechazó el
ofrecimiento de un cigarrillo para quitarse una pelusa de su pulcro pulóver.
Amy colgó y le dedicó su mejor
sonrisa.
—Ante todo, muchas gracias por
venir.
—No hay por qué. A decir verdad,
el agradecido soy yo. Esos niños son hermosos.
—Hm —frunció los labios ella—. Es la primera persona a la que
oigo referirse de esa forma sobre a ellos.
—Es una pena oírlo. A veces,
dependiendo de nuestro conocimiento, reaccionamos con temor ante lo que no se
rige por las reglas de la mayoría. El temor predispone al sistema nervioso para
entrar en acción y a eso le llamamos ira.
—¿Me está diciendo que todos aquí
los odian por ser diferentes?
—Es obvio, pero más los rechazan
por no esforzarse en cambiar. ¿Usted les teme?
—Presencié dos muertes y todo
indica que Sálvat es el responsable, igual que de muchos otros accidentes —dijo
ella sin tapujos, su doctorado la respaldaba para afirmarlo—. Lo que no logro
descubrir es como lo hace, que clase de capacidad síquica…
—¿No hay ninguna posibilidad de
que no sea él? —fue
un eufemismo. Era evidente que para Angus,
más que una pregunta, era una afirmación de inocencia.
—Él me anunció que morirían y así
fue. —insistió ella.
—Está bien, pero eso no lo hace culpable —acotó él—. La
mente de ese niño recibe información que crea un conflicto con su entorno.
Busca descubrir un código, una fórmula para que su mundo sea coherente. Se
encuentra en el dilema de explicarle los colores a un ciego, en un mundo donde
los ciegos ponen las reglas. ¿Se da cuenta? Niños como él pueden darle una
oportunidad a nuestro futuro.
—¿Usted lo ve como una especie
de salvador? —la monja se dio cuenta que no recibiría ningún apoyo por parte de
Angus—. ¿A qué organización pertenece realmente? ¿En qué se especializa?
—En realidad prefiero prescindir
del titulo de especialista, soy un estudioso. Al grupo que represento lo
llamamos El Conjunto, tratamos de hallar una respuesta a los interrogantes del
mundo. En ciertos campos somos los únicos dedicados a estudiar esos enigmas.
Este chico, Sálvat, tiene la capacidad de percibir a otros seres del cosmos —se
miró las uñas pensativo—. Quizás el termino “ser” es demasiado pretencioso, “cosa”
es más acertado.
—¿Sabe lo que es una
superstición? —cuestionó Amelia queriendo poner en su lugar a Angus, que
parecía ser un místico de pacotilla.
—Comprendo su punto de vista
—sonrió el otro—. En realidad no he venido a convencerla sobre mi parecer. Me
llamó porque quería mi opinión, si usted tiene ya una formulada, sólo desea que
otro se la corrobore, en eso no puedo ayudarla.
—¡No! No, está bien. Quiero
oírlo —replicó ella, considerando que toda opinión podía ser útil para su
estudio—. Soy una persona de fe, además de haber estudiado psicología.
—Claro
—asintió—.También
respeto a la fe.
—Hm —replicó
Amy encogiéndose de hombros. En la primera impresión, Angus le había parecido
un tipo educado e interesante, pero ahora lo veía petulante y fanático. Por
supuesto, ella pertenecía a la
Santa Iglesia de la Resurrección y creía en las sagradas escrituras.
En las mismas se nombraba a los demonios nacidos de la depravación. Criaturas
inhumanas que podían ser identificadas por poseer poderes infernales. Si un
ente estaba rondando a Sálvat, poco a poco tomaría el control de la vida del
muchacho, entonces estaría perdido para siempre. Nunca se había encontrado con
un caso de esos pero, si figuraban en los libros sagrados, debían ser reales.
—Hermana —dijo Angus—, no se precipite a sacar
ninguna conclusión. Permita que me lleve a los niños, prometo que la mantendré
al tanto de todo lo que descubramos.
—Eso sería costoso, la directora
querrá cobrarle la subvención que da el gobierno por mantenerlos. Este orfanato
recibe ingresos por cada niño ¿Puedes pagar dos millones de bonos alimenticios?
—Esa cifra es… Yo creí que…
—Es lo que le representan a
estas paredes.
—Claro, el dinero es para usar
en los internos, pero nadie sabe que existen —comentó Angus decepcionado—. No
vale la pena que me quede. Esos chicos, como usted y yo, cumplimos un
propósito. Nada evitará que así sea, interponerse es buscarse problemas. Es
claro como el agua, que la energía de este lugar se está corrompiendo. Aquí no
está en juego el bien o el mal. En ciertas esferas, esos conceptos no se
diferencian. No desafíe a algo que la supera y es muy antiguo.
—¿Quiere asustarme? ¿Está
hablando del Demonio?
—Ese es el nombre que le dan los
religiosos y yo no lo soy. Me refiero a eso que usted sospecha. Si las muertes
tienen relación con el chico, solamente los profesores del Conjunto pueden
asistir a Sálvat. Así como murieron esos dos celadores puede morir usted.
—Lo que sea —dijo ella terminante—, necesita de la mente de Sálvat
para cumplir sus propósitos. Anulando esa mente, anularé el mal.
—Espero que esté en lo cierto. —Le alcanzó una tarjeta personal—. Consúlteme sin dudarlo, cuando
guste. Esperaré su llamado.
Amy tomó la tarjeta, la guardó
con desdén y, sin decir una palabra, lo acompañó hasta la calle. Apenas Angus
traspuso la entrada, las dos hojas de hierro se unieron de golpe con gran
estruendo. A ella le extrañó pues no había ni la más leve brisa en el aire.
Amy despertó pasada la
medianoche. Se oían pies descalzos en el pasillo. Presa del mal humor hurgó en
la oscuridad buscando la perilla del velador.
—¡Maldición!
No había electricidad. Tras las
cortinas, afuera, el viento retorcía las sombras de los pinos. El golpeteo seco
de piecitos volvió a oírse. De aquí para allá, y de vuelta al otro extremo. Las
manos comenzaron a temblarle incómodas. Vistiéndose con premura abrió el cajón
donde guardaba la linterna.
Pla, pla, pla, pla, pla, pla,
pla, sonaba sobre las baldosas del pasillo. Se preguntó como sería posible que
ningún celador estuviera poniendo orden.
¿Y
los de la guardia nocturna?
Sintiendo sus pies pesados
extendió los dedos temblorosos hacia el picaporte. El corazón casi le estalló
al oír que azotaban la puerta desde el otro lado.
—¡Hermana Amy! ¡Hermana Amy!
Tardó un tiempo en reconocer la
voz de Sálvat. Cuando abrió, el chico se lanzó sobre ella abrazándose con
fuerza a su cuerpo.
—¡Está llegando! ¡Está pasando!
—sollozaba sin dejar de temblar.
Se lo quitó de encima llena de
odio y asco.
—¡No vuelvas a tocarme, engendro
piojoso!
—¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme! ¡Por favor!
¡Por favor!
—¡Cállate! —el grito histérico
reveló su temor. Al mismo tiempo se dio cuenta que nadie había despertado.
Nadie llegaba corriendo al dormitorio.
—¿Qué hiciste, diablo?
—Por favor…
—Eres la Bestia. Pondrás tu
número a aquellos que corrompas. No me tendrás, maldito, no me tendrás.
—Hermana… —musitó él, pero ella ya se echaba
a correr hacia la salida.
En el pasillo descubrió cuatro celadores
tendidos en el piso, tan muertos como un témpano. A su alrededor, detrás de las
puertas, sintió las miradas malignas de los niños internados. Los dientes le
rechinaron de pavor y un sudor espeso le empapó el cuerpo.
Enloquecida, corrió por las
escaleras. En el patio había otros cadáveres. Detrás de las columnas y
escabulléndose entre las galerías percibía la presencia de niños de ojos rojos
divirtiéndose con su miedo.
El corazón golpeaba dentro de
su pecho tratando de salírsele. Cobró ánimo y se arrojó ciegamente en dirección
a la recepción. Resbaló golpeando duro contra el piso, un peso invisible la
aplastó, inmovilizándola. Delante, vio a Sálvat cortándole el paso. Por el nudo
en la garganta no pudo articular una silaba. Los ojos intensamente marrones del
chico le parecieron fosas, se vio cayendo en esos pozos sin fondo. La
desesperación amenazaba con hacer estallar las arterias de su cabeza, soldando
su lengua al paladar, impidiéndole respirar. Se desplomó de costado sin poder
contener los esfínteres. En ese momento recordó la tarjeta de Angus, tal vez
eso hizo que aquello que se abatía sobre ella aflojase levemente la presión. El
niño seguía allí, petrificado, clavándole la insensible mirada. Creyó que movía
la cabeza negando, entonces una forma nebulosa y oscura, cayó entre ellos. La
imagen se solidificó en una criatura alta y delgada, el rostro oculto por las
sombras. Se inclinó sobre Amelia con movimientos burlones. No emitió ningún
sonido, pero las palabras llegaron directo a la mente de la doctora.
— El niño y yo somos algo
parecido a hermanos siameses. Fuimos concebidos para habitar en el mismo
cuerpo. Él ya no puede conservar su independencia, me necesita para sobrevivir.
Así que hicimos un pacto: cuando corra peligro, asumiré el control y me haré
cargo. Me instalaré en lo profundo de su subconsciente, donde ni él mismo podrá
encontrarme. Mereces saber eso, antes de entrar en el olvido.
La negrura la comprimió contra el piso. Podía
oír una confusión de voces. Hablaban de ella, de divertirse con ella. Lo último
que percibió su conciencia fueron ojos rojos sobre una amplia sonrisa
desfigurada.
La mañana se arrastraba bajo la
presión de un techo espeso de nubarrones rasgados. El aire cálido cortaba la
respiración y teñía todo de ocres y tierras. Dar los primeros pasos hacia la
entrada provocó una gran incomodidad a Fredek. Hacía sólo quince días había charlado ahí con su amiga,
ahora todo le parecía diferente.
Doña Leticia, La Vieja Buitre, lo
recibió con su sonrisa de reptil y su apretón de manos imperceptible. Una mano
llena de arrugas y fría; como un guante de goma.
—Bienvenido —le dijo
—Gracias —replicó él—. No se oye un solo rumor aquí.
¡Tan calmo!
—Nadie diría que viven casi cien
chicos —masticó la
anciana—. En ese
tarro hay unas golosinas, tome una y siéntese, Doctor.
—¿Ha vuelto todo a la
normalidad?
—Fue más rápido de lo que
imaginé. Por supuesto lo que pasó con Amelia perjudicará nuestra imagen. Y ha
sido una fortuna que los intoxicados fueran sólo celadores. ¡Imagínese si uno
de los niños hubiera muerto! Ya despedí a las cocineras. Lo de Amelia fue muy
triste ¿Quién sabe que creyó cuando vio a los hombres desmayados? Es increíble
lo que el stress puede causarle a una persona.
—Ella me habló de Sálvat.
—¡Ese chiquillo! Es uno de los
líderes, no sé desde cuándo. Todo el grupito de los nenes de diez años lo
sigue, creo que hasta los grandes lo respetan. Se ha adaptado muy bien a este
lugar.
—¿No es retraído? —Fredek aún tenía presente la
última conversación con su amiga, había una incongruencia ahí.
—Amelia estaba enferma,
imaginaba cosas. No quiero suponer que habría pensado de la muerte de Cristina…
—¿Cristina?
¿Quién era?
—Era la enfermera que encontró a
los dos hermanos y me los trajo. La misma noche que los dejó aquí, resbaló por
una boca de tormenta y se ahogó en las cloacas. Hallaron su cadáver hace un par
de meses.
—Tantas muertes…
—La vida es así. Hoy estamos y
mañana quién sabe. —La vieja lo escrutó con sus ojos de pescado. —El puesto de
psicólogo está vacante si le interesa.
— No —sonrió Fredek. Luego agregó—: Pero le pediré un único favor,
¿podría hablar con Sálvat?
—No es lo usual —dijo la vieja arrastrando las
palabras e interrogándolo con la mirada. Fredek comprendió y le dio dos bonos
multiuso.
—En la sala Seis, el cuarto
Quince.
La música sonaba fuerte en toda
la sala. Ningún niño parecía molesto, al contrario, varios seguían el ritmo con
sus cabezas. El cuarto tenía seis camas en dos hileras de tres. En la más alta
de la izquierda, estaba Sálvat. Bajó el volumen del reproductor de MP7s cuando
vio a Fredek. Sus grandes ojos marrones lo observaron expectantes, no había
interrogación en su mirada.
—Hola, Sálvat.
—Hola.
—Pasé a saludarte. Soy amigo,
era, de la Hermana
Amelia.
—Si, lo sé. Lo vi. En los baños.
—asintió el muchacho.
—Ella me habló mucho de ti. Me
confió tu secreto. —No
supo por qué le decía aquello. Lo cierto era que la actitud del niño, su
presencia, le resultó súbitamente ominosa, hasta siniestra.
La expresión de Sálvat apenas
se alteró. No había aprehensión.
—Le hablaste de un ser —continuó
el hombre—. Alguien que mató a Raspaolla y a la Gorda Grasosa —lo azuzó. Al mismo tiempo se
sentía estúpido y comenzaba a sospechar de las palabras de la psicóloga.
El niño negó rotundamente con
su cabeza.
—¿No le dijiste nada de esto a
Amelia?
Sálvat volvió a negar moviendo
el rostro. En su profesión, Fredek se había entrevistado con internos de muchos
institutos, incluso asesinos seriales. Los gestos del niño le recordaron a esas
personas. De improviso, el pequeño cuarto se llenó de chicos. Todos los rostros
mostraron animosidad hacia él. Fredek se apartó para dejarlos pasar. Varios
pedían a Sálvat que reiniciara los mp7 del reproductor. El chico no se mostró
taciturno sino que sonrió apartando a empujones a lo otros mocosos y salió
corriendo al patio con el grabador bajo el brazo. Fredek se retiró confundido.
Quiso seguirlo, pero se sintió
pesado. Abrumado por un punzante dolor de cabeza. Los movimientos de los chicos
le atormentaron, como si todos estuvieran en su contra. Volvió sobre sus pasos,
casi sin darse cuenta. Con un esfuerzo se giró para mirarlos, El sol en lo alto
calcinaba el patio, los niños elevaban el polvo con sus juegos, ignorándolo.
Continuar allí era insoportable, una voluntad insistente lo empujaba a
retirarse. Intentaba razonarlo, pero sus instintos le gritaban que sólo estaría
a salvo fuera, lejos. Caminó, dirigiéndose directamente a la salida.
Un sobresalto casi paralizó su
corazón cuando puso los pies en la vereda. Tras él, la puerta de rejas se cerró
con la violenta ira de unas manos invisibles. Un sudor frío lo recorrió.
Las
fantasías de Amelia pueden ser contagiosas, pensó.
Reconoció que sentía un terror
incontrolable por causa del niño. Tragó saliva y se juró no regresar jamás a
ese lugar, deseando nunca volver a oír sobre un niño llamado Sálvat.
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