jueves, 7 de marzo de 2013

Confluencia de Destinos - Cuento de Cf - M. C. Carper


Otro ejercicio propuesto por Sergio Gaut vel Hartman en Taller Siete. Teníamos que contar una misma historia desde tres puntos de vista diferentes. Originalmente, este cuento se publicó en Alfa Eridiani con el título “Puntos de vista”. En ese momento no había pensado en ningún nombre para el cuento y ese fue el que salió, pero hoy veo que no era muy adecuado. Así que ahora lo presento como Confluencia de Destinos.             

Confluencia de Destinos
M.C.Carper


 El Señor Collins


Observé el mobiliario para matar el hastío. Una mesa sencilla, dos sillas, dos vasos baratos y una botella con agua. Era un cuarto pequeño, de cuatro por cuatro. Había un par de puertas. Una daba al pasillo por el que entré, ignoro a donde conduce la que está frente a mí. Miré mi nuevo Ipad con estuche de oro, un largo minuto había pasado desde la hora acordada.
Odio la impuntualidad, una característica de las personas desordenadas que no pueden gobernarse a sí mismas.
¿Y éste tipo pretende dar una respuesta coercitiva al asunto?
 Es un necio.
El sonido del picaporte me anunció que llegaba. Ajusté mi corbata y palpé la tarjeta en mi bolsillo, aunque supuse que él no tendría ninguna. Tampoco traería una nueve milímetros bajo el saco como yo. El hombre que apareció era gordo y llevaba una gorra descolorida. Usaba una colonia de marca desconocida, era una bajeza tener que lidiar con él.
—Señor Collins —dijo, ofreciéndome la mano sudorosa—. Encantado de conocerle, soy Helvio Puertas.
Dejé que oprimiese mis dedos mostrándose entusiasmado, otro loco soñador. Seguro se creía un iluminado que, preocupado por sus prójimos, había hecho el gran hallazgo. Permití que iniciase su exposición sin preámbulos.
—Bien —dijo exhalando cansancio por el sobrepeso—, mi programa llegó a sus manos hace meses. Sabe que hemos realizado pruebas en poblaciones reducidas y en todas obtuvimos resultados positivos.
—No lo creo. —ya había hecho analizar el estúpido programa y el pretencioso alcance que esperaba darle con mi ayuda; pondría en su lugar a aquel idiota.
—¡Esto eliminará la falta de alimentos en el mundo! —Continuó jadeando— ¡Los costos de energía se reducirán a nada! Edificando laboratorios de producción en los lugares más necesitados se frenará la tasa de mortandad por hambruna.
—¿Pretende que ponga mi dinero en sus manos para experimentar con esos cristales que halló? —lancé la pregunta para que explicará sus planes, cuanto sabía en realidad, no quería llegar a lo peor sin estar seguro.
—Sí, señor. Estos cristales fertilizan los desiertos, sus emanaciones curan enfermedades terminales. Entre los miembros de mi equipo había gente que tenía sida y cáncer, hoy pueden competir en las olimpiadas. Con un mínimo fragmento se puede generar electricidad sin ningún residuo nocivo. En nuestras últimas pruebas descubrimos que reducen las posibilidades de sismos y tornados…
—¡Basta! No creo en la magia. ¿Quiere obsequiar esa fuente de milagros al mundo? ¿Todo a cambio de nada?
—Nada de nada. La humanidad podrá entregarse a los placeres del conocimiento y la distensión.
—Usted no sabe nada acerca de la humanidad, como no sabe nada acerca de esos cristales —el gordo se mostró interesado en mi comentario—. Encontró los dichosos cristales por una maldita casualidad. Fueron escondidos ahí en los tiempos de mis ancestros. Señores que en su sabiduría, así lo decidieron. El acceso al lugar estaba prohibido según las leyes, pero a pesar de las restricciones, usted y sus colegas, excavaron donde no debían.
—¿Quiere decir que conocían esta tecnología, pero privaron a la humanidad de su uso? —Al entender al fin lo que le había revelado, el gordo enfureció— ¿Con qué maldito derecho, hijo de puta? —me divirtió verlo mirar las paredes buscando una respuesta.
—Su definición de humanidad es la de los poetas, de los enamorados. De aquellos que no ven más allá de sus narices. Hace tres mil años se reunieron en una abadía francesa los siete hombres más poderosos de Europa, no necesita saber los nombres, sólo que en esa reunión decidieron que era lo mejor para asegurar el futuro de la especie humana, porqué eso es lo que importa, nunca cuentan los individuos. El futuro es la prioridad. La naturaleza lo sabe. Desde la cucaracha a las ballenas, pasando por el hombre; debe prevalecer la especie. Mientras se conserve un espécimen, el más apto desde luego; la humanidad tendrá un futuro.
—¿Qué quiere decirme? ¿Para que la humanidad sobreviva hay que negarle esta solución a los problemas?
—Aún no he terminado, gordo. Trate de no ser insolente y escuche. Aquellos siete de la Abadía le dieron vueltas y vueltas al asunto durante días. Al final, sin ninguna opción, coincidieron que había una sola manera de lograr un ser humano con intelecto desarrollado, salud mental, principios y excelente estado físico… Otra vez, la naturaleza nos brindaba su ejemplo: La selección natural. Algunos sobreviven, otros no. Se crearon muchas normas —me distraje un minuto tratando de imaginar a mis ancestros sellando con pluma y papel el destino de los siguientes milenios—: El anonimato fue la regla número uno. La gente común cree que los políticos, las religiones o las catástrofes someten al mundo. Todo eso es una pantalla. Real, sí, pero no más que una pantalla. Ya aparecieron otros insensatos como usted, todos terminaron del mismo modo.
—Parece que usted ha visto muchos episodios de los Archivos X. —replicó el gordo dirigiéndose hacía la puerta.
En ese momento entró un hombre con un extraño atuendo, parecía un buzo sin la escafandra. Sacó una pistola y apuntó al gordo. Yo nunca había visto un arma igual, no se parecía en nada a la nueve milímetros que tenía escondida. Debía ser un enviado de mis colegas. Antes de que pudiera hablar, fulminó de dos disparos a Helvio.
Iba a felicitarlo cuando apuntó el arma hacia mi pecho. Noté lágrimas brillando en sus ojos mientras oprimía el gatillo.


 Helvio Puertas


Me detuve para pedir un par de hamburguesas mientras aguardaba el arribo del tren. Sabía que era comida chatarra y sonreí. Quizá en algunos años se transformarían en exquisiteces para excéntricos.
Estaba haciendo calor, otra cosa que desaparecería y nadie iba a extrañar; el insoportable e impredecible clima. Saqué un pañuelo descartable para secarme la barbilla. Al terminar mi breve cena, me percaté de que el tiempo transcurría despacio; algunos teóricos argumentaban que se debía a un cambio en el eje de la Tierra.
Hice un bollo con la servilleta para dejarla en un cesto de basura, pero demoré diez minutos en encontrar uno, los vándalos los destrozaban sin ninguna razón. Miré las baldosas a mí alrededor, todas estaban cubiertas por papelitos de cigarrillos, golosinas o vaya a saberse qué.
El andén estaba llenándose de gente, otra impredecible demora en el servicio. Nunca usé relojes, así que busqué el de la estación, pero estaba tan sucio y deteriorado que dudé en confiar en la posición de las agujas.
La oficina que había alquilado estaba a veinte cuadras. Tenía que llegar a tiempo, no podía arriesgarme a perder la oportunidad de concretar el acuerdo. Si alguien se había arrojado a las vías o había paro de señaleros, no era relevante, tenía que ser puntual a la cita.
Abandoné la estación y emprendí la caminata por la avenida. No soy ningún atleta, pero aceleré el paso. A los pocos metros me empezó a arder la garganta. Sentía todo mi cuerpo mojado de sudor cuando vislumbré un quiosco. Me detuve a pedir una gaseosa, de dos litros, por supuesto. Helada. Bebí sin respirar y proseguí.
Tal vez, algún día recordaría con una sonrisa esta terrible caminata a favor del futuro de la humanidad.
Con cada pasó los pies me dolían. Traté de distraer mi mente recordando las excavaciones bajo las ruinas precolombinas. Nunca imaginé encontrarme con aquel poderoso artefacto milagroso. Ya había oído a los guías murmurar que durante siglos los nativos iban a ese lugar con ofrendas. Para recibir dones, habían dicho y otras cosas acerca de curaciones milagrosas y bendiciones.
No eran los rezos, ni las supersticiones locales los responsables de tales milagros. Se trataba de cristales en forma de diamante, pero del tamaño de una pelota de fútbol. Generaban calor, casi imperceptible sin termómetros sensibles. Reaccionaban ante la presencia humana, a mayor cantidad de personas, mayor calor. De alguna forma eran empáticos con el entorno, influían en el clima y la ecología.
Un día, distraídos, dejamos uno sobre nuestro grupo electrógeno para descubrir sobresaltados que el aparato funcionaba sin combustible. Aposté unos pesos a que la camioneta arrancaría con el tanque vacío si dejaba un fragmento de cristal en el motor y gané.
 No sabía que esperar del señor Collins. No era alguien reconocido, no salía en las revistas ni en los artículos de los suplementos de economía, pero sus agentes aparecían en muchas organizaciones. Desde la Bolsa hasta las entidades ambientalistas, las conferencias del Vaticano y los centros de investigación suizos. Mi afición al internet tenía la culpa, soy un hurgón por naturaleza, por la misma razón me topé con los cristales.
De repente me vi frente a la entrada del lugar convenido para la reunión. Subí los escalones hasta la puerta del edificio y entré. El conserje no estaba, como era habitual. No tardé en tomar el ascensor hasta la oficina. Me arreglé un poco aprovechando el oscuro espejo en la pared mientras ascendía. Al salir sólo tuve que cruzar la puerta de servicio que daba al pasillo trasero y abrir la puerta secundaria. Un instante después estaba frente al hombre al que esperaba asombrar y convencer.
—Señor Collins —dije con mi mano tendida. Era un viejo muy saludable, su ropa parecía recién planchada, me presenté.
Me contestó con una mirada apática. No abrió la mano, así que me encontré tomándole unos dedos fríos, como de muerto. Iba a ser difícil, pensé. Pero ya había jugado mi carta y comencé recordándole que le había entregado toda la información respecto al descubrimiento
—No lo creo. —interrumpió el viejo con su cavernosa voz. Definitivamente su intención era discutir. Nunca me arredro ante los que se creen mejores que el resto de los mortales, tendría que oírme.
—Es la verdad —dije fingiendo no darme cuenta de su actitud y describí las virtudes de los cristales. Entonces se encendió de ira y me gritó que terminase, que no creía en la magia.
—¿Todo eso a cambio de nada? —dijo como si le diera asco la idea.
Lo había aclarado mil veces en los mails, el viejo me estaba haciendo perder el tiempo a propósito. Le dije que así era y comenzó a contarme una rara historia sobre europeos, una abadía y Señores guardianes de la humanidad. Miré la boca del viejo moverse, pero me negué a escucharlo. No tenía sentido para mí su fábula sobre un complot mundial. Bostecé de cansancio, el viejo era un dinosaurio testarudo. Cuando volví a prestarle oídos estaba diciendo—: Ya aparecieron otros insensatos como usted, todos terminaron del mismo modo.
La última frase sonaba a amenaza. No soy cobarde, aunque tampoco un héroe, el veterano estaba loco y podía esconder un arma.
—Parece que usted ha visto muchos episodios de los Archivos X. —dije a manera de despedida dispuesto a abandonar la oficina.
Entonces apareció en la puerta un hombre con traje de buzo. Sacó una pistola y pude ver el cañón entre mis ojos. No entendía que diablos estaba haciendo cuando oprimió el gatillo.


El hombre con traje de buzo


Contemplé mi cuerpo desnudo ante la superficie pulida de la cápsula del tiempo. Lo que veía era el resultado de la abnegación de una enorme cantidad de personas, un ejemplar humano capaz de sobrevivir ante lo inusitado.
Un Súper hombre.
Claro que conocí a muchos otros como yo, pero ya no existían en esta línea temporal.
Ya jamás oiré las canciones de Adel o la dulce voz de Crista susurrándome poemas de amor.
Sólo sobreviví yo y no por alguna habilidad distinta o un aprendizaje especial, no. Estaba vivo por casualidad.
Al ser seleccionado para los viajes de prueba a través del tiempo, la línea temporal de retorno se desvió, mi propia biósfera de tiempo entró en una singularidad cambiando el presente. En los registros, el último periplo fue un salto cinco milenios hacia al pasado, pero al retornar no retomé la misma línea temporal hacia mi presente. Un deslizamiento a uno de los infinitos rumbos potenciales en la vida de cada individuo. Una variación debida a un error microscópico, un desliz sutil, imperceptible para las proporciones de los sentidos.  Eso creo, aunque las computadoras tienen muchas teorías.
Cuando salí de la capsula, todo parecía normal en casa, con una horrenda excepción. Todos mis congéneres habían desaparecido. Por fortuna, el registro total de los eventos acaecidos durante mi ausencia, se conservaba en las memorias de nuestro complejo subterráneo, la gran ciudad, donde gozamos de todos los placeres conocidos.
Para cerciorarme de la ausencia total de mis amigos, realicé viajes de inspección a la superficie, pero sólo hallé bandas ambulantes de humanos en estado salvaje. Sin cultura social, compitiendo con animales por alimento. Quise adiestrarlos, pero sólo conseguí desilusionarme, son torpes y taimados. Su resistencia al aprendizaje es muy fuerte.
Algo destrozó mi presente, algo que pasó desapercibido. Un evento que desencadenó esta catástrofe y sucedió después de mi última partida.
Conocíamos el secreto de la inmortalidad hacía muchos siglos, pero sólo podía administrarse el tratamiento en niños, el metabolismo de los adultos tiene muy marcada su línea temporal para poder modificarla. Nuestros mentores, los ancianos señores, en su sabiduría aceptaron este hecho con alegría. Siempre fui amado, todos mis parientes me brindaron su amor e instrucción. Al finalizar mi larga adolescencia, me inscribí en el programa del viaje en el tiempo; fui al pasado muchas veces. Tal vez eludiendo por pura suerte, esta línea temporal en cada viaje, salvando mi mundo sin saberlo. Pero no podía durar, mientras existiera el hecho, la causa, que nos desvió hasta esta realidad.
Irónico, volvía de un examen a las comunidades prehistóricas africanas para descubrir que mi mundo se había convertido en algo más salvaje a esa época de hombres simios.
Dejé que las computadoras buscaran “el hecho” y pronto conocí los detalles.
En los años iniciales, cuando todos mis amigos eran niños. Uno de nuestros antiguos Señores había localizado a un perturbador entre los obreros esclavos de la antigua sociedad humana, la que nosotros denominamos obsoleta. Ante la amenaza, aquel Señor, decidió deshacerse del elemento discordante él mismo, pero falló y fue descubierto por las fuerzas policiales de esa época oscura. Durante las indagaciones,  quedó al descubierto el anonimato de los Señores. La opinión pública los condenó. Para peor, salieron a la luz documentos del perturbador que develaron el secreto de nuestra fuente de recursos ilimitada. Todos los integrantes fueron juzgados y encarcelados, los Señores no pudieron continuar el plan y mi mundo nunca se originó.
Estaba claro lo que debía hacer.
Programé el viaje hacia el pasado para cambiar aquel destino.
Me materialicé en el punto temporal exacto de la disrupción, un pasillo de un antiguo edificio, frente a una oficina, donde se hallaba mi objetivo. Detrás de la puerta pude oír las voces de ambos. No pude resistirlo, acerqué mi oído para escucharlos.
Uno explicaba como acabar con el hambre en el planeta, mientras el otro, un anciano a juzgar por el sonido de la voz, replicaba sobre lo inútil de la idea.
Esta última voz era despectiva y desagradable.
El primero describió cristales que sanaban, yo los conocía, eran nuestra principal fuente de energía. La emoción que ponía en sus palabras me alcanzaba. Era un hombre que pensaba en los demás, quería el bien de sus semejantes.
—¿Todo a cambio de nada? —gruñó el viejo.
—La humanidad podrá entregarse a los placeres del conocimiento y la distensión. —lo oí y asentí para mí mismo, así era mi mundo.
Entonces el viejo se reveló como uno de los Señores, uno de mis antepasados. Era muy posible que lo conociese, de niño me presentaron a casi todos, varias vidas atrás de estos hombrecitos mortales. Entendí que mi objetivo era él que me caía en gracia, mientras que mi pariente era desagradable. Las voces se acaloraron del otro lado, gritaban.
—¿Privaron a la humanidad de su uso? ¿Con qué maldito derecho, hijo de puta? —estalló mi objetivo, pero no podía dejar de sentir simpatía por él. Yo reaccionaría del mismo modo en su lugar, en cambio el viejo me provocaba tristeza.
El Señor antiguo replicó, el desprecio se percibía en cada sílaba. Comenzó a contarle la historia de nuestros antepasados, los que idearon el plan y concluyó:— …debe prevalecer la especie. Mientras se conserve un espécimen, el más apto desde luego; la humanidad tendrá un futuro.
Ya no quería oír más. Saqué mi desintegrador. Entraría y cumpliría mi tarea, lo que había venido a hacer.
—Ya aparecieron otros insensatos como usted —continuó burlón, el anciano—, todos terminaron del mismo modo.
La que oía era la voz de un asesino, un ser disponiéndose a matar. No estaba seguro de ser capaz de obrar igual, el arma temblaba en mi puño, mi comportamiento no era diferente al del despreciable viejo.
—Parece que usted ha visto muchos episodios de los Archivos X. —dijo el hombre destinado a morir de una u otra forma. Abrí la puerta y los vi. Ignoré mis sentimientos para disparar y lo hice dos veces, terminando con la vida de mi objetivo. No pude hacer lo mismo cuando mis ojos se posaron en el Señor.
Un nudo se formó en mi garganta mientras las lágrimas me llenaban los ojos, él también pareció reconocerme. Lo odié en ese instante y odié al maldito programa que me había convertido en asesino. Tal vez estaba en los genes porqué no sólo tengo el mismo nombre, Collins; llevo la misma sangre. Había contemplado su retrato muchas veces, en mi presente  condenado; era mi abuelo.
Disparé y comencé a desaparecer.







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