El
siguiente cuento introduce a Sálvat en el aspecto que lo definirá cómo el
nómada en ese mundo apocalíptico del Planeta Arena. Es una aventura iniciática como
el paso de la niñez a la adolescencia, un despertar. Recuerdo siempre un
comentario de José María Tamparillas de Taller Siete sobre la escena final del
relato. Para él la decisión de Sálvat era lo único que le daba significado al
cuento, esa demostración de “humanidad”. La opinión de Tamparillas habla de
manera muy positiva de su persona. Sin duda es muy buena gente. Confieso que yo
no pensaba en la bondad de mi personaje cuando escribí ese final, yo sólo
quería acentuar sobre las ironías de la vida.
El Nómada
Como un espejismo cabalgando en la arena del desierto
Como una visión flotando con los vientos desérticos
Conoces el secreto de las antiguas tierras del desierto
Eres el guardián del misterio en tus manos
Nómada, jinete del antiguo Este
Nómada, jinete que los hombres casi desconocen
Nómada, ¿de dónde vienes? nadie lo sabe
Nómada ¿a dónde vas? nadie lo dice
(Nomad de
Iron Maiden)
Nunca le
resultó difícil desprenderse de algo. Y si ese algo era un lugar que lo había
atemorizado por años, mucho menos.
Sin embargo,
las dudas lo asaltaron al momento de partir, de ver como lo alejaban de aquellos
que llamaba amigos.
¿Qué me depara el futuro?
¿A dónde me lleva el camino ahora?, pensaba Sálvat, recordando los chicos de
mirada triste que estiraban sus manos a través del enrejado. Una despedida sin
consuelo ni oportunidad de cambios. Dejaba
a su mejor amigo, Néstor, seguro de que nunca volvería a verlo, nunca más
leerían juntos revistas de historietas o de heavy metal.
Por fortuna,
las monjas decidieron llevar también a su hermano Dlanki. Los niños temían a
los traslados, eran sinónimo de muerte. A los doce años, en el Planeta Arena,
uno sabía muy bien que significaba traficar órganos. Una visita breve a la
enfermería se convertía en internación. Habían aparecido muchos niños con
horrendas cicatrices en el orfanato.
Las monjas lo
sentaron en el asiento trasero de la camioneta. Quería saber que les harían y
usó el mejor método que conocía: leerles los pensamientos. La experiencia le
enseñó a disimular ante las opiniones y
los desprecios que salían a cada momento de la cabeza de la gente. Aprendió a callar
esas voces, distrayéndose con música o la algarabía de otros chicos cuando
jugaban.
Las reverendas
ocupaban sus mentes con trivialidades: mientras una repetía sin cansancio la
misma plegaria; la otra luchaba internamente para no pensar en sexo, sintiéndose
avergonzada de sus deseos.
Las ignoró
para seguir pensando.
¿A dónde me lleva el camino ahora?
Pronto, en su
mente como en la de Dlanki, la incertidumbre no importó. Desde las ventanillas
de la camioneta fueron testigos de un mundo que jamás habían visto.
Calles, casas
y plazas, todo con aspecto viejo y erosionado.
Edificios,
carteles y gente. Eran una maravilla para sus ojos. A cada momento, las preladas
los descubrían señalando algo.
Llegaron a un
oscuro muelle para descubrir el océano. Contemplar por primera vez ese poder
latente los sobrecogió. La espuma sobre la tinta negra del mar se perdía en la
bruma como un mal presagio y al enterarse de que viajarían en un despintado
barcucho de metal, el entusiasmo decayó. Recorrer calles era una cosa, pero
subir a una carcasa de hierro sobre aguas turbulentas les dio escalofríos.
No hubo
recuerdos gratos de aquel viaje. Durante el trayecto durmieron en frazadas
mohosas, siempre con el vaivén de la embarcación revolviéndoles el estómago.
Apenas probaron un bocado en los seis agobiantes días del viaje mientras las
monjas los cansaban con cánticos y lecciones religiosas.
Todas esas
cosas le resultaban aburridas a Sálvat, no hallaba sentido a la rutina de las
misas: Pararse, sentarse y volver a pararse para saludar afablemente a un
absoluto desconocido. Era un ritual ridículo que soportaban para que los curas
no fastidiaran.
Al fin,
arribaron a un puerto limpio de calles empedradas.
El aire era
menos rancio con el mar encrespado, de un gris ceniciento y con nubes barridas
por apresurados vientos. Fueron conducidos a saltos por callejuelas húmedas que
olían a cosas muertas. La marcha aminoró cuando pasaron entre altos galpones
destinados a contener los cargamentos traídos desde el mar.
Las mujeres se
detuvieron para consultar una libreta y sonrieron, la más vieja y gorda de las
dos, se sentó en el suelo haciendo señas para que la imitasen. Sufría mucho por
el calor y vivía resoplando. La modorra de la siesta hizo a los hermanos
quedarse quietos apoyados uno en el hombro del otro.
Enseguida
apareció un hombre delgado en una camioneta todo terreno. Les pareció engreído
por sus comentarios burlones y chistes sin gracia, pero en la siguiente hora de
viaje se mostró bastante práctico y cordial. Hasta les permitió ver el motor y
sentir la velocidad que alcanzaban en la ruta. La camioneta avanzó, pronto
dejaron de verse las prolijas casitas de la ciudad con sus negruzcas chimeneas.
La línea de edificios se apartó bruscamente hacia la derecha, al norte para
internarse en una zona desolada de suelo amarillento con algunos grupos de
arbustos aislados. No tenían ninguna idea del lugar a donde los llevaban. El
único cartel que vieron tenía una gran “R” seguida del número ciento uno, nada
que ayudase a tener idea del destino. Otro orfanato, pensaban, pero nadie lo
mencionó ni una sola vez.
Se detuvieron
a cargar gasolina en una estación custodiada por cuatro torretas y una alta
torre de vigía erigiéndose entre ellas. Allí, una de las monjas, pasó a Dlanki
al asiento trasero para sentarse al lado del chofer. Parecía muy interesada en
conversar, a pesar de las miradas críticas de la otra religiosa. Sálvat sonrió
con malicia, adivinando que las promesas a un dios incongruente se rompen con
mayor facilidad en lugares apartados.
El viaje se
tornó tedioso y monótono cuando campos interminables de cactus se perdían de
horizonte en horizonte. No tuvieron otra cosa para ver en las dos horas
siguientes. Cuando los cactus escasearon, perdiéndose en escarpados farallones
desdibujados, no pudieron resistirse a dormir. La monja anciana, entre ellos,
cabeceaba con cada sacudida del vehículo.
Una leve
disminución de velocidad despertó a Sálvat de su siesta. Olía a quemado. Vio al
borde de la ruta un auto incendiado, ennegrecido por las llamas. Los ocupantes
no estaban dentro. Miró al conductor y a la monja buscando una explicación,
pero el color se había esfumado de sus rostros. Alrededor, sólo había
innumerables pliegues de dunas.
El coche
quemado se perdió de vista. A los chicos les extrañó que ningún adulto hablase
o sintiera curiosidad por la gente del accidente. Continuaron a media velocidad
como queriendo evitar originar una polvareda.
De repente
aparecieron columnas de polvo cortadas por la ventisca, acompañadas del ruido
de muchos motores aumentando como un gruñido amenazante. La desesperación de
los mayores pronto se contagió a todos. Ellas gritaban y el hombre tenía los
nudillos blancos de apretar el volante. Mantenía la boca cerrada, pero un
gemido de terror pugnaba por salir de su garganta.
Eran vehículos
todo terreno, secundados por motos con grandes muelles, empezaron a formar
círculos alrededor de la camioneta y no pudieron hacer otra cosa que frenar.
Entre las nubes de humo y polvo distinguían las siluetas fugaces de los
pilotos. Olor a combustible asaltaba sus narices, mezclado con el sudor del
caucho en el asfalto. En medio de la confusión, hombres grandes, grotescos y
bestiales arrancaron al chofer y a las monjas de la camioneta, arrojándolos con
violencia sobre el pavimento. Los chicos contemplaron como los golpeaban sin
miramientos. El chofer se había orinado del terror, no emitió ningún sonido
cuando un tipo gordo de cabellos pegoteados por la mugre le hundió repetidas
veces su cuchillo en la garganta. A las mujeres las violaron por turnos para
acabar con sus vidas a machetazos.
Los extraños
hablaban un dialecto desconocido para los chicos, a veces conseguían entender
alguna palabra. Sálvat quiso conocer sus pensamientos pero todos actuaban
siguiendo un plan repetido de memoria, sin pensar, sólo percibía ferocidad. Su
facultad secreta era inútil en esa situación. Mediante rudas señas les
ordenaron salir del vehículo.
Se apearon en
la ruta, rodeados de esos hombres brutales, en su mayoría enmascarados. Las
máscaras representaban hocicos con dientes enormes. Los ojos estaban ocultos en
la sombra por gorros o cascos, el resto de la ropa lucía gastada, llevaban
armas blancas y algunos sostenían ballestas; pero ninguna pistola o rifle
estaba visible.
El sujeto
bestial que había asesinado al chofer se
acercó a estudiarles la mirada, sus ojillos negros como uvas los indagaron. En
las mejillas tenía horrendas cicatrices pintadas de azul y rojo. Les gruñó para
amedrentarlos, mostrándoles filosos dientes tallados. No sabía que los chicos habían
pasado por otros muchos terrores y el peligro no les era desconocido. Tenían
miedo, pero sabían que llorar o suplicar no les serviría.
Un hombre muy
delgado, vestido de cuero, habló con rudeza al robusto amenazador. Su tono no
era amigable ni desafiante, pero contenía firmeza y seguridad. También los
estudió de cerca. Tenía ojos fríos como la plata, en una cara roja repleta de
arrugas, un espeso flequillo de canas ondeaba sobre su frente, escapándose de
una vieja gorra con visera.
—¿Arrojarías semillas al viento, Ahnloc? —dijo en la lengua mundial.
—El Caldero apenas nos alcanza. Bebe su sangre y vayámonos. —Replicó el más
feroz que sin duda era el líder.
—No —concluyó el otro secamente—. Los tomo bajo mi tienda.
Ahnloc bufó conteniendo la ira.
—No son “Pumas”. El Gran Erg les consumirá las frágiles vidas. El Desierto
no conoce la misericordia.
—Tienes arena en los ojos. ¡Mira! —El hombre de cuero pasó con rudeza sus
dedos enguantados por los ojos de los chicos—. Ni se han humedecido.
—Son tu bagaje, Sombra. Eres Veterano en las dunas. ¡Qué no se crucen en mi
camino! —el temible jefe se dirigió a su moto, seguido por otro de los
atacantes, uno vestido con una casaca camuflada. Caminó detrás de Ahnloc,
aunque no entendieron una palabra, el tono era de protesta. Entonces el líder
se volvió con violencia y tomó entre sus manos el rostro del que le hablaba.
Fue un instante tenso que concluyó cuando ambos se separaron. Observando la
escena, con los ojos convertidos en ranuras, el hombre llamado Sombra se encogió
de hombros. Los miró y les señaló una camioneta.
Montaron en las poderosas
motos y subieron a los chicos a la camioneta seguidos por Sombra. No terminaban
de acomodarse cuando el vehículo se puso en movimiento. El desconocido salvador
les alargó una cantimplora. Bebieron intranquilos sin saber a qué atenerse. De
improviso el hombre enjuto comenzó a tararear una canción que ambos conocían.
Era como un bálsamo sanador y los chicos murmuraron la canción desde su rincón.
Cuando en la distancia
Te veo detener
Sobre el horizonte levantas la mano
Entre borrones ardientes
Termina mi búsqueda
Caes en mis brazos al fin
Desde las Planicies Desiertas
atraigo tu amor.
Desde las Planicies Desiertas atraigo
tu amor.
Sombra no pareció darse cuenta y llevándose un cigarro de hojas a la boca
tarareó otra canción, de esas antiguas que llamaban heavy metal. Al ver que los
chicos seguían el ritmo, sonrió.
—¿Cómo se llaman? —les preguntó.
—Soy Sálvat y este es mi hermano, Dlanki. —se decidió a decir el mayor de
los chicos.
—Lo supuse. Son parecidos, ojos café oscuro y cabellos color paja mojada
¿De dónde son?
—No sé.
—¿No sabes?
—Vivíamos en la Casa Grande. Nos trajeron por el mar hasta una ciudad.
—Holania. ¿Nunca tuvieron padres?
—No.
—Yo tampoco tuve —algo en la voz y la mirada del extraño les inspiró
confianza. De hecho, les había salvado la vida, aunque no sabían por qué—. Yo
soy Sombra. Desde ahora se convertirán en mis pequeñas sombras. Diré las cosas
una sola vez. Observen y aprendan las costumbres de los Nómadas, es el único
camino para sobrevivir en el Clan.
Un día siguió al otro, de la misma forma que el amanecer reemplaza a la
noche como si esta nunca hubiese existido. Así se disolvió la antigua vida de
los muchachos. Las ciudades con sus reglas se transformaron en un recuerdo
dudoso entre las nieblas de la memoria; su conciencia fue mutándose en la
aguerrida existencia de los Nómadas.
Sombra era un hombre parco, de gestos escasos. En ocasiones se volvía
taciturno, ocultándose en su tienda por días, nadie perturbaba sus retiros.
Conocía el manejo de todas las armas y era un buen instructor, sus métodos para
encontrar agua y comida superaban a muchos en el Clan de los Pumas. Nadie se destacaba como él para encontrar
ciertos hongos alucinógenos de los Oasis y prepararlos aumentando sus efectos.
Aquel era el único punto débil de Sombra, pero no afectaba su posición en el
Clan.
Más de un integrante de los Pumas se
había animado a desafiarlo y nunca conseguían vencerlo. Sólo Ahnloc lo había
hecho, años atrás, casi matándolo; pero ya no había animosidad entre ellos.
Sálvat se enamoró del desierto a primera vista. Jamás, en toda su vida,
había experimentado la libertad del sol o del viento; ni la independencia de
procurar su propio sustento. Las paredes del orfanato siempre habían
representado fronteras infranqueables donde sólo había reglamentos y presiones.
Las oportunidades de crecer como persona estaban restringidas por la injusticia.
Además, la gente del desierto, actuaba y no pensaba todo el tiempo en
frustraciones; quizá no tenía tiempo para eso, lo que era un alivio. La
tormenta que oía en su mente se había reducido a una fina llovizna.
Su musculatura y nervios se desarrollaron y la agudeza de su vista se
incrementó. Sombra los instruía sobre el funcionamiento y la conducción de las
motos, herramientas imprescindibles para recorrer el desierto y proteger a la
caravana.
Los otros integrantes del Clan, desafiaban a Sálvat continuamente para
medir su destreza, pero no lo amedrentaban, había aprendido de Sombra a usar el
cuchillo y el arco. Nunca buscaba una pelea pero jamás las evitaba. Con el
correr de los meses su estado físico se desarrolló, haciéndose ágil y fuerte
con brazos de músculos fibrosos que exhibían su condición.
Los nómadas poseían muchos asentamientos. El preferido de Sálvat era Oasis
Caranday, un estanque cubierto por rocas entre dos farallones de lava
erosionada. Los árboles del lugar, los carandayes, eran muy útiles para
tinturas y papiros. Allí escondía Sombra dos motocicletas desarmadas y algunas
armas. Les enseñaba sin descanso sobre rutas, oasis y clanes. El lugar era tan
apacible que animó a Dlanki para hacer una pregunta que no conseguía apartar de
su cabeza.
—Sombra ¿Por qué mataron a las monjas?
—Fue cosa de Ahnloc. Considera que el Desierto pertenece a los nómadas. El
castigo es la muerte para todo aquel que trasponga las fronteras. Lo hace a
modo de ejemplo para los colonos que desean establecerse. Mucha gente abandona
las Ciudades-Estado aventurándose aquí, en el Distrito Sur.
—¿Por qué nos salvaste?
Sombra frunció el ceño con fuerza. Los ojos de plata se avivaron con un
fuego escondido.
—Soy viejo. Hace años que estoy debilitándome. Cuando los vi, sus cabellos
me recordaron a seres queridos que ya no están. Sentí la necesidad de
preservarlos. La raza humana degenera, se deteriora. Yo no veré un mundo mejor,
pero si logro convertirlos en bravos Nómadas, tal vez ustedes lo consigan.
—¿Conociste el mundo antes del holocausto? —insistió el pequeño Dlanki. Su
hermano callaba. Él jamás hacía ese tipo de preguntas—. ¿Cómo era el Planeta
Arena?
—No creo que exista alguien vivo que lo haya presenciado, ni siquiera mis
padres. Pero la historia ha pasado de boca en boca.
Sombra armó un cigarro con lenta paciencia. Era su costumbre antes de
platicar. Los dedos de la noche estrellada se alargaban alrededor de las
tiendas y los vigías se encaramaron en los carandayes para cuidar al Clan.
—Hace tiempo —comenzó—, un par de siglos supongo, la civilización llegó a
un punto álgido de poder y gloria. El ser humano develó los códigos de la
creación para violar la naturaleza y adulterar la materia. Como el animal más
sucio de todos no hubo cosa que no contaminara. El aire se enrareció, el agua
se envenenó por el abandono de centrales nucleares costeras y la tierra quedó
estéril. Con la biotecnología, nuestros antepasados originaron horrores que
nunca pudieron controlar. Los vientos llevaron gérmenes nacidos en laboratorios
a todos los rincones del planeta. Luego el mundo se convulsionó con estertores
de muerte y casi todos los seres vivos sucumbieron cuando el clima cambió con
violencia. Pero la mala hierba humana continuó. Muchedumbres de personas
aparecieron con la piel curtida por un sol despiadado sin el freno de la capa
de ozono. De las ruinas se rescataron muchas cosas de utilidad.
No me refiero a libros pues pocos recordaban leer, pero quedaron máquinas. Un
grupo anónimo de valientes reactivó la red de satélites que aún orbita el
planeta. La civilización recomenzó. Y aunque no puedan creerlo, hubo guerras
entre los pequeños grupos de sobrevivientes. Todo se calmó, cuando los
dictadores de Progreña, en el norte, aparecieron con armamento sofisticado,
misiles y blindados “Matadolores”. Todas las Ciudades pagan tributo a los
seiyones de Progreña, excepto los nómadas del Gran Erg, este es el sitio que no
han logrado dominar.
—Pero nosotros no tenemos misiles. —Refutó Dlanki.
—No, pero somos asesinos perfeccionados por naturaleza, somos humanos. —le
sonrió el veterano guerrero.
Una moto de Sombra llevaba dos meses con la horquilla partida. Era una KLR
Trescientos cincuenta monocilíndrica que todavía conservaba el verde de la
pintura original, una reliquia. Los únicos mecánicos de fiar en el yermo, eran
los Giovanetti, en el desierto profundo. Sus talleres estaban en enormes
galpones con todos los repuestos necesarios: llantas, tanques, amortiguadores,
frenos, cilindros y combustible; sin olvidar el agua. Los Nómadas les llevaban
cada cosa que encontraban. Nadie se metía con ellos, era la costumbre con
cualquier mecánico en el planeta Arena.
Años atrás, habían hecho un pacto con los habitantes del Gran Erg:
Arreglarían cualquier vehículo con la condición de que nadie atacase a sus
mujeres, que siempre mantenían ocultas. Una vieja leyenda contaba que su
hermosura perdía al más leal de los Nómadas, pero no se conocía a nadie que
pudiese corroborar la historia.
Bajo el ardiente cielo amarillo, el Clan de los Pumas, llegó a las tierras
de los Giovanetti. Los recibió Vito, uno de los más jóvenes, las manos
ennegrecidas y el olor a combustible eran una marca genética en su familia.
—Dios te guía, Ahnloc. Estos motores no suenan nada mal, tus Pumas saben
cuidarlos.
—Así nos ganamos el respeto del Gran Erg.
—Sí —sonrió el joven mecánico—. El Desierto Grande es un juez severo. El
Galpón Seis es de ustedes. —tenían muchos galpones y la costumbre era ofrecer
el mismo a cada Clan para evitar peleas por un lugar.
—Bien. —Concluyó el Eriqui, el líder.
Cuidar de los vehículos era indispensable, tanto como buscar agua o reparo,
formaba parte de la cultura. Mientras los Oasis eran bastiones, la amplia
planicie de arena era su hogar.
El Galpón Seis no era un simple taller. Tenía todas las comodidades que pudieran
exigir los hombres errantes de las dunas. En las paredes colgaban más de cien
motos y había una poblada biblioteca rodeada de sillones. Sombra llevaba a sus
protegidos hasta los libros en cada ocasión, casi todos eran manuales o
enciclopedias sobre motores y modelos. Sálvat se interesó en un reglamento de
deportes con motos. Su imaginación se disparó figurándose corriendo con su
propia motocicleta. En la biblioteca había historietas, los chicos las conocían
del orfanato, pero Sombra tomó algunas para leer en la seguridad de los oasis.
Luego, el veterano, aprovechó las herramientas para ensamblar una vieja Forza
trescientos cincuenta. Con ella los muchachos aprendieron sobre el pilotaje de
una todo terreno. Supieron como duplicar y triplicar la resistencia de los
amortiguadores, a agrandar el tanque de combustible, adecuándolo para grandes
trayectos y a limpiarlo de arena.
Descubrieron la fuerza de vibración en el manillar al saltar entre los
médanos. El rebote que descoloca los hombros y los callos en las manos. Eran
excelentes aprendices; caerse o montarse de motos en movimiento se transformó
en un juego para sus físicos elásticos y acerados, aptos para tales proezas.
Llevaban un par de semanas en el Galpón, cuando Sálvat percibió una mirada
vigilante mientras practicaba con la vieja moto. Buscó alrededor con atención
hasta que sus ojos se toparon con una figura encorvada en lo alto de una duna.
Sin ninguna emoción dirigió la moto en esa dirección, Dlanki iba en el asiento
trasero con el arco a punto. Nadie de la ciudad los hubiese reconocido, con los
cabellos largos y lacios; las miradas penetrantes y hoscas. Sus cuerpos
emanaban una fuerza y agilidad que nunca hubiesen tenido en la taciturna vida
de las ciudades.
Al aproximarse, la figura desconocida se definió. Ya lo habían visto,
estaba entre los que mataron a las monjas. Vestía una casaca con insignias y
parches. Antes de alcanzarlo, lo oyeron diciéndoles:
—Mis primos, Vikkor y Riturgo sufren de sed por compartir el agua con
ustedes. Todos saben que nunca serán Pumas, nunca pertenecerán al Clan. —El
odio remarcó cada sílaba.
Sálvat iba a replicar, pero Sombra, salido de quién sabe dónde, se
adelantó.
—Muchos nos quitan el agua, Cuncho. Que no te atrevas a matarlos no te da
derecho a molestar a mis criados.
—Tú también eres un debilucho blanquito de la ciudad.
—¡Demuéstralo! —Sombra hizo el envite sacando el puñal.
Cuncho apretó el pomo de su cuchillo.
—El Clan te necesita ahora. Guardaré mi chagú, mi cuchillo. —Se alejó hacia
los galpones.
—Desde ahora no se apartarán de mí. —Ordenó Sombra con una mirada oscura.
Aquello no fue del agrado de Sálvat, siempre había sido su costumbre poner
término a esos asuntos cuando se presentaban. El problema estaba en que Cuncho
era hijo de Ahnloc, aunque el Eriqui nunca hacía alarde de su paternidad, todo
el Clan sabía que tenían la misma sangre. Sería el próximo Eriqui si nadie
lograba vencerlo. Matarlo crearía un
conflicto de poderes.
A Sombra le preocupaba otra cosa, creía que Sálvat jamás se había
enfrentado a la posibilidad de matar. Mientras que Cuncho había degollado a dos
primos cuando apenas tenía trece años. El asunto lo abrumaba, sumado a la
soledad y su adicción, caía en hondas depresiones. Perdía el control,
debilitándose y procurando drogas conseguidas en escaramuzas. Inyectaba ponzoña
en su apergaminado cuerpo para encerrarse en la tienda. Buscaba perderse,
disolverse entre las cobijas; así su vida se desintegraba y nadie parecía
notarlo. En su interior de negrura se sentía un despojo, sólo deseaba hacer algo bueno; antes de que la muerte lo
tomara desprevenido. Salvar a los jóvenes era su idea de algo noble, quererlos
fue una consecuencia sin intención. Quizá para mostrarle que aún quedaba algo
rescatable en él.
Cuando los vehículos estuvieron reparados, los Nómadas pagaron las
atenciones con pieles, especias y gibudos. Los Giovanetti tomaron el pago y les
desearon prosperidad.
El combustible era un tesoro limitado que no superaría la llegada de la
próxima generación. Los surtidores nunca eran atacados por la ley de los
nómadas. Ni siquiera el pozo de petróleo de Fosa Fallac o sus minas de carbón.
Viajaron durante tres noches rumbo al
Oasis del Loco, con el viento cambiando el dibujo de las dunas con cada
parpadeo. El Clan domesticaba muchos gibudos, mamíferos emparentados con los
dromedarios, pero bípedos y más pequeños. Su gran giba era una cantimplora viva
en las emergencias y su carne, un tanto agria, proveía las proteínas necesarias
para una jornada.
Otros Nómadas trajeron rumores sobre patrullas de Matadolores en el
noroeste. Ahnloc decidió acampar en las crestas rocosas de los márgenes del
Gran Erg porque el solsticio de verano los alcanzaría antes de llegar a los
Oasis. Ellos celebraban esa fecha con la Orgía del Caldero. Desde la primera hora
del día hasta su final, el Clan se dedicaba a satisfacer su apetito. Las
mujeres solteras podían cambiar de acompañante cuantas veces quisieran; para
las casadas, la ley imponía solamente atender a su consorte. Los jóvenes en
edad de actividad sexual eran iniciados por muchachas o mujeres adultas si no
conseguían obtener una relación por sus propios medios. Nadie estaba obligado a
nada, si sólo se quería comer o danzar alrededor del Caldero, no era mal visto.
Sálvat y Dlanki entraron en una carpa con muchachos de entre doce y
dieciséis años, en el interior flotaba el aroma de esencias. Poco podía verse a
través de las cortinas, había muchos tapices para dividir lo que con seguridad
eran lechos. El aroma de los aceites relajaba los ánimos como una anestesia.
Dlanki no paraba de hablar, jactándose de los demás. Se encaramaba sobre ellos
gritando: ¡Yo primero! ¡Yo primero! Sálvat sabía que era una bravuconada y
saldría corriendo al aparecer una mujer, lo miró sin mucha atención, cruzado de
brazos.
Una joven robusta salió a recibirlos, apenas vestida con una bata de seda,
la cara abotargada por el hastío. Algunos muchachos retrocedieron asustados y
los más chicos huyeron. Sálvat, como los de su edad, sintió cortársele el
aliento, trató de ordenar sus sentimientos. La carne abultaba las caderas,
muslos y brazos de la mujer, el blanco lechoso de la piel le confería una
apariencia fantasmal, hasta anormal. La cara redonda distaba de ser bonita y al
igual que la situación, estaba desprovista de erotismo o excitación. Para los
que se quedaron, era un nuevo desafío donde demostrar su hombría. El sistema
nervioso de Sálvat se inundó de adrenalina sin ninguna emoción definida, dio
dos pasos hacia la mujer. Le molestó tener que elevar su mirada para
enfrentarla. La muchacha sonrió, o hizo su mejor imitación de una sonrisa. Su
mano, al contacto, resultaba helada. Él se dejó conducir hasta la privacidad de
un suelo lleno de pieles. Al observarla reconoció muchas imperfecciones en el
cuerpo femenino. Lunares, verrugas, pozos y varices. Ella le pidió que se
desnudara rápido pues había muchos esperando, aquellas palabras no encendieron
ningún fuego apasionado. Se desnudó demostrando sus amplios pectorales y sus
bíceps abultados como bolas de acero. Para muchos era intimidante, pero ella no
se arredró, era sólo otro hombre, un mero animal parlante. Se tendió de
espaldas y lo atrajo hasta su cuerpo.
El viento nocturno arremolinaba el largo cabello sobre la espalda desnuda.
Después de aquel sexo torpe, desconocido e improvisado, salió de la carpa sin
volver a vestirse. Deambuló con la ropa bajo el brazo, queriendo olvidar la
decepción. El olor de la mujer seguía en él. Le había gustado, pero podía ser
mucho mejor, la próxima vez tomaría las riendas del asunto para su propio
placer. Corrió desnudo acariciado por el viento y el hollar en la arena. El
cansancio relajaba su mente y el sudor lo convencía de estar extirpando su
impureza interior. Se sentó en una alta duna para contemplar a sus hermanos en
el Caldero. Y como no hacía desde muchos años, dejó que los pensamientos del
mundo entrarán en él, era su secreto y su maldición. Era muy pequeño cuando
había aprendido a ocultarle a todo el mundo que podía saber lo que pensaban.
Como un torrente de sentimientos diversos pudo oír la contención, la
envidia, la angustia, la desilusión o el odio que lo rodeaban. Ni siquiera ahí,
en aquel rincón apartado del mundo, los seres humanos tenían paz. Cerró los
ojos intentando apaciguar el estruendo de voces en su cabeza.
¡Cómo desearía ser normal!
Vivir sin saber que oculta cada persona.
Pero no podía controlarlo. En las noches se resistía a los sueños. Odiaba
soñar. Experimentar la impotencia de separarse del cuerpo y vagar perdido hasta
el alba. Todo era tan extraño como real. Había aprendido a no confiar en nadie.
Sólo una vez, en el orfanato… pero lo
habían defraudado, si la doctora que lo trataba no hubiese muerto, estaría
siendo analizado como un ratón de laboratorio.
El Desierto parecía ofrecerle la oportunidad de dejar para siempre su miedo
a no saber que era. En las ciudades temían y rechazaban a los mutantes. Hacía
falta una extraña diferencia para ser considerado así.
¿Una mutación? ¿Seré un
maldito mutante?
Como esos monstruos, su lugar era lejos de las ciudades. El rebelde
flequillo cubrió su visión recordándole que nada es como parece. Tal vez
hubiese terminado consigo mismo de no ser por el pavor que le provocaba la
sospecha de que después de muerto podía haber algo más lóbrego que la vida
misma.
¿Qué demonios soy?
Eso, un demonio.
Aspiró una bocanada de aire al tiempo que juraba convertirse en un
habitante más del desierto. Fingir, imitar a los Nómadas. Apaciguando el fuego
de la mutación que insistía en hacerle perder la cordura. Sus reflejos,
acentuados por la hostilidad de la naturaleza, le advirtieron que alguien se
aproximaba.
Subiendo hacia él, por la duna, llegaba Cuncho. Su beodo andar era
característico. Sonreía divertido como nunca, nada bueno podía alegrarlo así.
—¿Qué haces, Sálvat? ¿Tienes calor?
Sálvat no contestó, se quedó mirándolo con fijeza. Sus ojos eran dos brasas
penetrantes en cuencas oscuras ocultando las cejas, el otro detuvo el paso.
Algo de la borrachera se esfumó, al igual que la sonrisa. No necesitaba leer
sus pensamientos para reconocer el odio en su mirada.
—Eres un enclenque, beberé tu sangre. —Antes de terminar la frase, se
arrojó con el filo de su cuchillo hacia delante. Sálvat tomó el brazo que
esgrimía el arma aprovechando el impulso y haciéndolo a un lado. Cuncho lanzó
otra finta hacia los antebrazos pero la velocidad de su contrincante ganó otra
vez, perdió estabilidad cayendo de costado. Sálvat se abatió sobre él dejando
caer todo el peso del cuerpo en la muñeca que sostenía el arma, la mano se
abrió soltando el cuchillo. Entonces el protegido de Sombra incrustó una
rodilla en el estómago de su adversario arrancándole un alarido de dolor. Ya
levantaba el puño a manera de mazo cuando el otro se escurrió hundiendo ambos
talones en su vientre. Los cuerpos se separaron, pero no tardaron en volver a
chocar, con los rostros encendidos de ira. Las venas del cuello de Sálvat se
agrandaron y sus bíceps, cubiertos de sudor, le dolían por el esfuerzo. Cuncho
tenía músculos acerados, pero no tan voluminosos y pesaba diez kilos menos, no
pudo evitar que el más alto lo alzara sobre su cabeza para comprimirlo
violentamente contra la arena; si pudo liberar un puño para estrellarlo contra
los pómulos del joven rubio. La sangre caliente, corriendo por las venas de
Sálvat, minimizó el dolor. Halló, con los dientes, el canto de una mano para
hundirlos ávidos de lastimar; mordió hasta hacer brotar sangre roja y cálida.
La enorme manaza de Sálvat se catapultó rompiendo la nariz de Cuncho, pudo sentir sus nudillos reventando las venas
de la cara. Como un martillo contra el yunque; así se abatía el puño del
muchacho. La desesperación del otro, lo hizo revolverse como una bestia salvaje
bajo la voluntad en llamas de su enemigo.
Los golpes resbalaban en el sudor. Un brillo, a unos metros, les indicó
donde había caído el cuchillo, la hoja plateada estaba clavada en la arena.
Sálvat golpeó con el canto de su mano la nuez de Cuncho, dejándolo
atontado. Se arrojó hacia el arma. Cuando sus dedos se cerraban sobre la
empuñadura, la embestida del otro lo derribó y rodaron duna abajo. Entre
forcejeos, Sálvat incrustó el antebrazo bajo el mentón de su contrincante al
tiempo que clavaba el filo con ferocidad. Borbotones de sangre lo mancharon
hasta el codo. Sintió el metal escarbando los órganos. Rozando con la punta,
los huesos de las costillas. Cuncho gruñía, no quería morir. La impotencia en
sus ojos empezaba a reconocer que todo acababa. Pidió piedad a su verdugo. En
la mirada de pupilas llenas, inundaban las lágrimas.
Sálvat apretó los dientes y apuñaló con furia el rostro suplicante. Llenó
de tajos la cara y ahuecó los ojos destruyendo toda expresión. El brazo subió y
bajó hasta ser dominado por el agotamiento. En un paroxismo de locura bebió la
sangre que manchaba sus dedos.
Cuando el sudor se tornó frío, se preguntó si realmente no estaría loco.
Años atrás, en el orfanato, alguien había pensado así.
¿O realmente era un
Demonio?
Un Asesino.
Si Sombra hubiese estado ahí, la
pelea no habría terminado con una muerte, pero el viejo tutor estaba equivocado
respecto a él desde el principio, Sálvat sabía matar por naturaleza. Aprendió a
hacerlo cuando apenas era un niño, ante el peligro de ser separado de Dlanki o
ser convertido en experimento. Habían ocurrido muchas cosas horribles en el
orfanato; todas quedarían en ese lugar, sus amigos sabían guardar secretos y él
también.
De repente llegaron hasta su mente
imágenes de su protector nómada. Era muy raro que Sombra no estuviese cerca. No
sabía por qué, pero no dejaba de pensar en la alegría de Cuncho. Se puso de pie
dando una mirada al despojo sanguinolento que fuera su oponente. Se calzó los
pantalones y caminó siguiendo la dirección de las huellas del muerto. Provenían
de una tienda apartada del Clan.
La tienda de Sombra.
Con urgencia instintiva corrió hacia el interior. Sombra estaba allí. Vio
la rigidez cadavérica del cuerpo paralizado en una agonía muda; Cuatro jeringas
yacían partidas alrededor, se había excedido. Ni la angustia, ni su corazón lo
resistieron. Sálvat se sintió culpable pues había notado cambios en el viejo
amigo, pero supuso que era algo pasajero, que pronto regresaría la jovialidad
que caracterizaba a su mentor.
El muchacho tomó al viejo entre sus brazos sacudiéndolo, intentando
inútilmente reconocer un signo de vida. Lo depositó suavemente en el lecho y se
quedó contemplándolo largo rato. Cuncho lo había encontrado antes, era la razón
de su alegría, pero su sonrisa selló su destino.
El joven alto de cabello color paja había lidiado con la muerte muchas
veces en el orfanato. Ahogando el sollozo que pugnaba en su garganta anuló sus
sentimientos y cargó el cuerpo sobre los hombros.
En lo alto de la duna cubrió el cadáver con heno y ramas para verterle
aceite. Encendió el fuego. Las voraces llamas se propagaron en altas lenguas de
fuego que atrajeron a todo el Clan.
Así lo hallaron, vestido sólo con sus pantalones y manchado de sangre seca.
El círculo de hombres enjutos y curtidos por muchos soles rodeaba a Sálvat
en la carpa de los Juicios. Afuera, una tormenta de arena cubría al Clan de las
patrullas “Matadolores”. Ahnloc masticaba unas raíces amargas, tenía el rostro
más ceñudo. La piel oscura y sus ojillos negros revelaban una mutación
innegable. En el desierto, nadie discriminaba los genes mutantes. Era el Eriqui
de Los Pumas, su líder. Dos habían muerto y había que tomar una decisión.
—Mataste a uno de mis hijos, Sálvatgos —comenzó. Agregar la sílaba “Gos” a
un nombre era usado con alguien querido y respetado. Un amigo en el sentido
estricto de la palabra—. Un Valiente del Clan. Los Matadolores, esos malditos
Painkillers han exterminado a la mitad de los nómadas. No hay víveres. El agua
y el combustible escasean. Es un terrible daño para todos nosotros, estas pérdidas
no pueden reemplazarse. La sabiduría de Sombra no nos acompañará en el
siguiente Oasis. Ahora debo decidir si es conveniente admitirte entre Los pumas
o si eres peligroso para todos.
—Eríquigos —dijo Sálvat dirigiéndose a todos los jefes presentes—. El Clan
perdió a dos. Pero no toda la sabiduría de Sombra nos ha dejado, me enseñó a
hablar con el desierto. Un Valiente es útil a su Clan cuando puede traer
provisiones y agua, a la vez de brindar protección. Te pido una semana,
Eríquigos. A mi regreso, demostraré que puedo traer todo lo necesario para
mantener al Clan.
—La Ley es la Ley, no importan tus méritos.
—No falté a la Ley del Desierto, fui el atacado. Tú sabes quién cometió el
error, Eríquigos; y lo pagó con su vida.
Nadie hizo un comentario, Sálvat se retiró sin mirar atrás.
—¡Sálvat!
Aunque escuchó el llamado de su hermano no se volvió. Revisó las llantas de
la Forza Tres Cincuenta. Cuando sintió el jadeo de Dlanki a su lado, lo miró.
—Esta moto es vieja, Sálvat. Te seguiré con la KLR, la verde.
—¿Y quién será mi artillero? —sonrió el mayor, Dlanki se giró. En la
dirección de su mirada llegaban Vikkor, Riturgo y otros primos de Cuncho.
—Ellos se han ofrecido para acompañarnos —le explicó—. Quieren demostrarte
su buena predisposición, compensarte por la ofensa que te hizo su primo.
Riturgo era el más viejo y su habilidad con la ballesta elogiada en todo el
Clan. Traían dos motos más. No hubo palabras, cuatro nómadas y cuatro motos
dejaban demasiado claro que harían.
Sálvat montó la Forza y con dos buenas patadas puso al motor en movimiento.
Se alinearon, colocándose los cascos.
—¿Cuál es el plan? —Indagó Dlanki—. Si es que tienes uno…
—Sólo prepárate para lo que sea.
—¡Sí! ¡Al Infierno por un poco de cuero!
Entre retorcidos farallones se hallaba un sendero conocido como Paso Seco,
era uno de los tantos pasajes que descendían hacia la Ruta Ciento Uno, el único
camino asfaltado que atravesaba el Gran Erg. La roca era gris de aristas
brillantes, la erosión parecía ignorarla y las altas paredes de la entrada
ocultaban el sol desde el mediodía. Doscientos metros hacia adentro, la ladera
ascendía a las cumbres de los Montes Tyw, las formaciones montañosas del centro
del Desierto Grande.
El camino unía las ciudades occidentales con las orientales del Distrito
Sur, por esta razón había muchos puestos de vigilancia y pocas vías de escape.
Llevaban dos días apostados tras las rocas de la entrada. Sálvat no hablaba,
Dlanki era el único que se animaba a interrogarlo.
—Ya vimos pasar cinco camionetas
y una caravana de colonos. ¿Qué estás esperando?
—Un convoy.
—¿Estás loco?
—Muchas veces me lo pregunto.
—Somos cuatro motos, tres ballestas y un arco; nada más.
—No te subestimes, hermanito.
Un silbido concluyó la charla. Era Vikkor que no paraba de hacer señas
frenéticamente, algo se aproximaba.
El Catalejo tenía un lente partido, pero servía para la ocasión.
Un camión blindado con dos casamatas artilladas a los lados de la cúbica
cabina. Conocían el modelo por viejas revistas, tres letras en el frente sin
morro eran inevitables en esa marca de vehículos adaptados para el desierto.
Dlanki le arrebató el catalejo.
—¡Con esas armas de fuego sería un suicidio! —concluyó.
—Es esto o el Caldero de Ahnloc.
—¡Mierda con tus opciones, Sálvat!
Las cuatro motos bajaron haciendo zigzag por la
ladera. Se cruzaban unos a otros con la habilidad única de los pilotos nómadas,
Sálvat quería que levantasen una gran polvareda. Haciendo señas para que lo
imitaran comenzó a cantar una vieja
canción. Era del mismo grupo de aquella que tarareaba Sombra, una vida atrás.
Buscándolo aquí, Buscándolo en la
carretera
Nunca se sabe cuando aparecerá
Aguardando todo, los motores en suspenso
Al oír el rumor ellos sienten miedo
¡Ruedas! ¡Un reflejo de acero y un relámpago de luz!
¡Gritos! ¡Con un rayo de fuego llega el ataque!
Al Infierno, al infierno por cuero
Nunca se sabe cuando aparecerá
Aguardando todo, los motores en suspenso
Al oír el rumor ellos sienten miedo
¡Ruedas! ¡Un reflejo de acero y un relámpago de luz!
¡Gritos! ¡Con un rayo de fuego llega el ataque!
Al Infierno, al infierno por cuero
Al Infierno, al infierno por cuero
Junto a los ecos del pequeño cañón
daban la apariencia de ser una horda de veinte motos.
En las casamatas del camión sólo había cuatro hombres con escopetas y
escasa munición. El terror común de los habitantes de la ciudad hacia los
nómadas, a esos mutantes marginados llenos de odio, los dominó. El piloto
aceleró, no podía dar la vuelta, esa maniobra obstaculizaría la visión de los
artilleros.
Sálvat indicó a sus compañeros que mantuvieran la mayor distancia entre sí.
Frenó abruptamente en un par de ocasiones para levantar erupciones de arena con
la rueda trasera. Colocó un dardo en la mini ballesta que llevaba atada en la
muñequera y arremetió al puño de gas lanzándose hacia la cabina. Iba veloz
ladeándose de un lado a otro para esquivar la tormenta de proyectiles,
acelerando al máximo. Los silenciadores, envueltos en trapos, no pudieron
acallar el rugido de los histéricos cilindros. Intentaba abordar de un salto el
vehículo enemigo, pero su cerebro calculó que podía detener el camión usando la
Forza Tres cincuenta como proyectil. Se inclinó hacia la izquierda apuntando el
manillar al centro de las cuatro ruedas. Apoyando los pies en los estribos se
impulsó lejos de la moto, la Forza se incrustó en el eje posterior del camión.
Mientras, el cuerpo de Sálvat rodaba siguiéndola, temía que con el impacto
hubiese dañado el diferencial.
El camión se comprimió contra la pared rocosa y los artilleros de ese lado
de la cabina murieron aplastados. Los nómadas cayeron con toda su violencia
sobre el vehículo encallado. Descendiendo de un salto, el piloto disparó a
mansalva su escopeta. Un certero dardo de Riturgo le partió la cabeza. Vikkor y
Dlanki degollaron al copiloto que yacía aturdido en la cabina. Sólo quedaba uno
de los artilleros en la casamata libre. Se cubrieron apartándose de su radio de
acción. Sálvat trepó por el acoplado para sorprenderlo desde el techo, el joven
de cabello claro desconocía que sus pasos eran perfectamente oídos desde el
interior. El techo estalló delante de Sálvat, a apenas diez centímetros de sus
pies. Una segunda detonación abrió un boquete por el que asomó el artillero.
—¡Muere, nómada! —castañearon sus dientes temblorosos. Oprimió el gatillo,
pero nada pasó, ya no tenía cartuchos. Sálvat arremetió veloz, su cuchillo
entró por el estómago y avanzó hacia arriba buscando el corazón. Partió el
órgano en dos concediéndole una muerte rápida y piadosa.
Todos los nómadas sonrieron ante la victoria.
—¡Vikkor! Ocúpate del camión. Muévelo, sácalo de aquí —gritó Sálvat. Corrió
por el techo y saltó a la parte posterior—. Veamos la carga.
Dlanki trajo las llaves y abrió la compuerta. El ambiente interior estaba
refrigerado. Había cajas apiladas, provisiones de todo tipo. Podían leer,
anonadados, las etiquetas de comida, indumentaria y herramientas.
—¡Es un tesoro! —exclamó Dlanki.
Riturgo se asomó para avisar: —Arrancó bien, sólo se dañó la carrocería. No
puedo decir lo mismo de tu Forza.
—Llevaremos las motos aquí. —Dijo Sálvat señalando un espacio en el
acoplado. En ese momento oyó un rumor y frunció el ceño. Un roce sordo detrás
de unas cajas, las apartó de un golpe.
Un niño temblaba con los dientes rechinándole del miedo. Estaba en
cuclillas, apretado contra la pared metálica.
Sálvat extrajo un dardo de su muñequera y lo colocó sobre el disparador
tensando el cable de la ballesta. Su puño apuntó directo a la cabeza del chico
que no tendría más de doce años.
Será una carga, decía su mente, Una boca más que
traerá demoras. Si no lo mato ahora, más tarde lo hará el desierto.
El dedo acarició el gatillo. Todo el Clan estaría de acuerdo, lo sabía,
pero…
—¿Arrojarías semillas al viento, Sálvat? —dijo Dlanki despacio, sólo para
sus oídos.
Sálvat suspiró, mirando sin ver las hileras de cajas. No hacía mucho, otro
nómada como él, había desafiado a todo el Clan en defensa de la vida.
De ignorar ese recuerdo, la memoria de Sombra hubiese desaparecido para
siempre.
—Lo llevaremos.
—Concluyó al fin.
Los primos lo miraron incrédulos para luego encogerse de hombros, pero
Dlanki sonreía.
—Ahnloc va a gruñir. —Comentó.
—Tendrá que cerrar su hocico con todo lo que llevamos. Somos Nómadas,
hermanito. Siempre lo fuimos. Sin hogar, sin familia. Ahora hemos encontrado un
lugar al que llamar nuestro —miró al desierto alejándose hasta la línea del
horizonte—. Aquí, adonde pertenecemos.
© M. C. Carper
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