Santiago
Oviedo es el editor de NM. También es un buen amigo. La primera vez que fui a
una tertulia de Ciencia ficción en Buenos Aires lo hice sin conocer a nadie
entre los reunidos. Había rostros que correspondían a nombres de escritores y
editores más o menos famosos en revistas como Axxón o Alfa Eridiani. Santiago,
al verme un poco aislado, no dudó en acercarse y preguntarme a que me dedicaba.
Invitó unas cervezas y el diálogo fluyó.
Años
después tomó las riendas de una nueva época para una revista de CF llamada
Nuevo Mundo. En esta resurrección su nombre era simplemente NM. El primer
cuento que envié para Santiago fue Incursión en Aguand. No estaba seguro si era
el tipo de relato que él prefería, había apenas un número de NM publicado por
lo que me era imposible saber la dirección que tomaría la revista. Santiago lo
aceptó después de unas correcciones aquí y allá. Este cuento que trata sobre un
espacionauta perdido en un mundo cubierto de océanos.
Incursión en
Aguand
M.C. Carper
Observé
como el hipertransmisor se alejaba hacia el firmamento, no era más que una
esfera con un dispositivo antigrav y un par de células lógicas. En breve,
abandonaría la órbita sin dejar de transmitir la señal de auxilio. La
hiperonda, esa maravilla no hace mucho descubierta, atraería a mis colegas,
pues me hallaba metido hasta el cuello en un grave problema.
Estaba en
Aguand, un mundo océano que no era parte del Régimen, pero tampoco se había
aliado a la Unión de Republicas del Núcleo. Nuestros espías descubrieron que
una especie de manto protector rodeando al planeta, algo que causaba
desperfectos en cualquier aparato que transpusiera la orbita sin autorización.
Otra particularidad era que provocaba desaliento y pesadumbre en el personal.
Para evitar eso, elaboraron drogas que contrarrestaban el efecto. No soy amigo
de las pastillas ni los sueros experimentales, pero igual recibí mi dosis.
Tengo
treinta años y un físico cultivado, por ello espero que mi nombre, Alven Rasmus,
figuré entre los destacados exploradores del Régimen. Por desgracia, nuestro
estilizado Salteador (la pequeña nave catapultada desde un hiperpuente) de los
astilleros espaciales Ponoma no fue la excepción al ataque del Manto, los desperfectos ocurrieron apenas entramos en
órbita, estrellarnos en la superficie acuosa fue inevitable.
Desde el bote inflable contemplé como se
hundía mi nave, sin poder despegarle la vista. El morro se mantuvo a flote,
dirigiendo su antena hacia el cielo, antes de sumergirse con los cadáveres de
mis compañeros: Los dos técnicos y la alegre Lori, nuestra experta en
xenología, poco nos importaban, a los otros y a mí, sus conocimientos en
alienígenas; era su cuerpo, largo y delgado, una provocación con cada
movimiento. El único tema era que debíamos compartirlo entre los tres, pero ella
sabía manejar la situación y yo sentía una especie de vacío en el estómago.
Algún resabio de mis ancestros primitivos; el macho de la tribu reclamando la
posesión de las hembras en condiciones de gestación. Hablé con ella de ir
juntos a Angra, el mundo paraíso, para asolearnos en sus playas, pero ahora
nunca podríamos hacerlo.
¡Qué va!
¡Ellos están muertos y yo lo estaré
también si no vienen a rescatarme!, pensé.
El azul de
las alturas oscurecía el mar interminable en los cuatro puntos cardinales con
la estrella G Dos en su apogeo.
Mientras el
movimiento del agua mecía mi pequeño bote de supervivencia, comprobé los
elementos que podían serme útiles: luces, un arpón gravítico, un pequeño horno de
fusión (para cocinar pescado), cuchillo, balizas, termómetro, cinturón de
lastre, chaleco compensador de flotabilidad y el traje de inmersión isotérmico,
en realidad lo único importante, en el
estaba contenido todo lo anterior, pero en menor cantidad.
Era el ingenio destinado a la conquista de
Aguand, había sido sometido a numerosas pruebas y ahora lo usaría en este mundo
océano. Si tenía éxito, sería adaptado para la milicia espacial: El
Régimenkorps. Océanokorps no sonaba mal. El traje tenia el dispositivo para
absorber el aire disuelto en el agua. Según la ley de absorción de gases en los
líquidos, la cantidad de gas es proporcional a la presión en el líquido. Con
una fuerza centrifuga haría girar el liquido generando menor presión y
expulsando el aire hacia los tanques recargables. Las baterías de litio
encargadas de ello, estaban óptimas. Así que tenía suficiente tiempo para
sumergirme e investigar el secreto del manto protector del planeta. El único
dato que tenía era una impresión por el rabillo del ojo en el panel de
instrumentos.
¡Un segundo
antes del incidente!
La onda que
alcanzó a la espacionave había partido del fondo del océano, a menos de un kilómetro
de allí. Si descubría de qué se trataba, recibiría una condecoración del mismo
Graff Ajhab, nuestro más condecorado mariscal de Campo Estelar. Es una suerte
que el Régimen profese el Seleccionismo para alentar las aptitudes naturales en
los jóvenes, originando una sociedad mejor. Más propicia que la antigua
Monarquía Genética, donde elegían a los líderes basándose en ADN con mayores
condiciones para la genialidad. Hoy, nadie se acuerda de ellos.
Colocarme
el traje no fue tarea sencilla, esos prototipos estaban pensados para su
funcionalidad, no para la comodidad. En la cintura y a la altura de los
tobillos tenían instaladas unas miniturbinas como propulsores. Fueron
necesarios cuatro meses de entrenamiento para aprender a desplazarme con ellas.
Me ajusté el casco inteligente, en el había suficientes herramientas para
cualquier tipo de emergencias. Todo controlado por una computadora CS Cuarenta
de la Fixer Instrumentos. Con sólo oprimir un botón en la muñequera de mi
antebrazo, podía inocularme la medicina necesaria. Disponía de antihistamínicos
para una mejor compensación de los oídos, si sufría presiones en la cavidad timpática.
También Bloqueantes de Calcio para relajar los vasos sanguíneos. Inhibidores
ACE para la enzima conversora de la angiotensina y dos ampollas de glicerina
procesada. Si mis signos vitales comenzaban a disminuir, el casco inteligente,
inyectaría la sustancia en mi organismo provocando un letargo semejante a la
hibernación. Podía esperar un par de años dentro del traje para que me hallaran
y así resucitarme, los espacionautas lo utilizan hace tiempo.
¡Listo!
Había cerrado el último precinto, se siente uno protegido dentro de ese
armatoste. Palpé mi pistola máser, una Pixie de doce mil calendas por ráfaga, y
salté hacia el líquido elemento.
Zambullirme
fue natural, después de un par de caminatas espaciales, ingresar en un medio
diferente se hace más fácil. Me dejé hundir, el sonar no percibía actividad hostil.
Un cardumen
pasó a través mío; criaturas de plata, pequeñas y escurridizas. Mi cuerpo
reaccionó bien, no sentí nauseas o mareos. Resolví un par de ecuaciones
mentalmente para asegurarme de que no estaba sufriendo narcosis de las
profundidades, pero aún faltaba mucho, apenas comenzaba a disminuir la
visibilidad.
Los rayos
solares de Aguand penetraban el agua límpida del océano. Me hallaba muy lejos
de la plataforma continental del único arrecife de ese mundo, allí se erigen
las ciudades de los aguandeses. Los machos, llamados Balliam, son robustos de
fuertes brazos, pero con la mitad del cuerpo parecida a un manatí. En cambio,
las féminas, las algunsas, son antropomorfas. Los escasos viajeros que han
logrado verlas dicen que embelezan con sus sensuales cuerpos. Por supuesto, la
química es incompatible, pero conozco a muchos para los que eso no es ningún
impedimento. Es poco probable que me tope con ellas, mi objetivo son las fosas
abisales.
Cuando la oscuridad comenzó a envolverme,
activé los faros del casco. Di un vistazo al profundímetro: Doscientos metros.
Las fibras entrelazadas de plastiamianto, elaboradas en las minas de Quarzo C,
de mi traje, ignoraron la presión.
Encendí las
miniturbinas, colocando mi cuerpo lo más hidrodinámico posible y avancé. No
conseguí ver el lecho marino, hasta transcurridos veinte minutos. Cambié mi
postura e hice unas cuantas cabriolas, era la última revisión de mis
condiciones físicas. Ya había sentido el PLOC en mis oídos, así que podía
considerarme adaptado al medio. Apagué los motorcitos y permití a mis botas
afirmarse en el fondo. Esperaba hallar una extensión de arena pero, a pesar de
la oscuridad reinante, había algas. Escarbé con mi cuchillo para estudiarlas.
Tenían unos filamentos luminosos, alguna especie de mezcla química que
provocaba una luminiscencia azulina. Veinte pasos después, descubrí una colonia
de corales, su color variaba en diversos tonos violáceos; debo admitir que aquel
lugar me encantaba.
Desde la caída
de la nave, no había encontrado otra cosa, aparte de colores y serenidad, pero
no podía dejarme engañar. Para que eso funcionase, tenía que existir algún
depredador. Es así en todos los planetas, la xenóloga lo repetía a menudo. No
examiné los corales. En una ocasión, fui atacado por una alimaña ponzoñosa
oculta en formaciones coralinas. El recuerdo me hizo sentir comezón en un lugar
que no podía rascarme. Continué unos cien metros para contemplar una ladera de
arena hundiéndose en la negrura, allí la temperatura descendía. Tal vez una
corriente de salinidad o un río submarino, pero no interesaba con mi traje.
Vi la arena
era blanca y finísima antes de iniciar el descenso por la Fosa Abisal. Era
comparable a los cráteres de Arcturo, llenos de taludes escabrosos cayendo a
pico hacia valles planos como un campo de deportes, la diferencia era la
escala. En Aguand, todo era cinco veces mayor. En aquel negro abismo, la vida
se hacía presente cada tanto. Un par de pulpos con aletas, un solitario pez
ciego parecido a un armadillo que estaba provisto con algo muy semejante a una
caña de pescar y varios pepinos marinos luminosos.
Al alcanzar
el terreno llano, avisté formaciones rocosas. Tenían la apariencia de haber
sido carcomidas. No se trataba de erosión, pero no podía entender que había
triturado de esa manera la roca. Quizás, supuse, eran restos de alguna
manufactura aguandesa. Los reportes afirmaban que los nativos usaban
aglomeraciones de un organismo unicelular llamado Nuuzba, como embarcaciones.
Analicé aquella materia y comprobé que se trataba de algo orgánico. Toneladas
de Nuuzba muerta, aunque no estaba seguro, podía quedar vida entre toda aquella
cantidad de materia. Mi intención fue rodear la formación, pero no tuve otra
opción que atravesarla o perdería un tiempo valioso. Recorrer un laberinto sin
salida, hubiese sido menos agobiante; aunque no debía preocuparme, el
señalizador me indicaba constantemente la posición donde, estimaba, se hallaba
la fuente del manto protector del planeta. ¡Bendita sea la tecnología!
Abandoné
aquellas paredes fósiles para encontrarme ante el arco de entrada de una
caverna, el camino seguía esa dirección, podía ser el pasaje hacia una estación
bélica de los aguandeses. Encendí la cámara del casco para mi reporte, el paseo
no tendría el mismo encanto a partir de ahí. Cambié los objetivos para visión
nocturna, no hallé señales de manufactura artificial, ningún sensor o cable. La
cueva era muy irregular, plagada de vericuetos. Torcer en una u otra dirección
era constante.
A los cien metros, las paredes laterales se
abrían dejando un espacio enorme. Allí presencié un espectáculo inefable: el
cadáver de un cetáceo, una variedad de ballena gris. Doscientas toneladas de
carne devorada por minúsculas criaturas emparentadas con los crustáceos, entre
la arena y el cuerpo se arracimaban diminutos equinodermos. Era evidente que
habría otro acceso para permitir que aquel animal llegase hasta allí a terminar
sus días. Me alegré porque la idea del retorno a través de la Nuuzba, no me
emocionaba para nada.
¡De
repente, mi detector se volvió loco!
Algo se
aproximaba a gran velocidad, era grande. Busqué un buen lugar para esconderme,
resultó fácil encontrarlo. La pistola lo eliminaría de seguro, pero en el régimen
nos instruyen sobre los desequilibrios ecológicos, matar a un ser civilizado y
conciente de una especie que tiene miles de congéneres en la galaxia me es más
fácil que eliminar una criatura inocente que cumple su rol en esta ecología,
tal vez lograría amedrentarlo con el arpón. Me parapeté tras una roca mientras
cargaba el arpón gravítico, activé el gatillo para cambiar la polaridad de la
vaina que impulsaría el proyectil. En ese momento apareció una langosta de ocho
metros de longitud, las enormes pinzas podían partir mi cuerpo sin esfuerzo.
Era un Krak, con una decena de antenas en la cabeza para reemplazar la ausencia
de ojos. El animal avanzó lentamente hacia mí, era posible que el arpón no
fuese muy eficiente contra el crustáceo gigante después de todo. Maldije en
silencio y opté por la Pixie de doce mil calendas. La criatura me había
percibido sin duda, lo tenía a menos de diez metros; si le permitía aproximarse
más, sus pinzas me atraparían y sería mi fin. Apunté y descargué un haz
invisible de calor. El cuerpo anaranjado se tornó rosa y después blanco en el
punto de impacto, la carne se deshacía provocándole una terrible y dolorosa
herida. No quería matarlo, detestaba la idea, pero era él o yo. Por fortuna, la
criatura reaccionó, se apartó alejándose en dirección a la entrada de la
caverna.
Salí de mi escondite para continuar la misión,
estaba a pocos pasos del sitio que buscaba. Fue entonces que sentí un terrible
malestar, una mezcla de desazón y apatía, algo muy semejante a un ataque de
pánico. Tomé un calmante. Pero no sentí ninguna mejoría. Razoné que era el
mismo síntoma que creaba el manto protector —estaba siendo atacado por los
aguandeses—. Resistí con todas mis fuerzas. Ante cualquier ataque psíquico, la técnica
más eficaz es ocupar la mente con algo. Un recuerdo, un problema matemático,
son buenos elementos para contrarrestar ese tipo de influencias. Por supuesto,
el truco sirve ante una telepatía leve como la que experimentaba, calculé
mentalmente los periodos de rotación de los planetas de mi Sistema solar natal
basándome en las distancias de las órbitas. Poco a poco, el malestar fue
disminuyendo. Hacia delante, me atrajo un resplandor blanco. Pensé en un
generador submarino, sin embargo encontré algo muy diferente. Se trataba de
valvas con conchas luminosas, su fosforescencia encandilaba. Aquellas ostras
eran gigantescas, entre cincuenta y ochenta metros de envergadura. Apenas las
vi, sus carcajadas atronaron en mi mente, se reían sin pausa. La sensación era
insoportable, aunque tenía la convicción de que no se burlaban, estaban
alegres, tal vez me consideraban un juguete nuevo. `
Las risas
se incrementaron, aturdiéndome y les pedí a gritos que se detuvieran. Rogué e
imploré, pero no fui escuchado. Su capacidad psíquica podía lograr muchas
cosas, si hasta defendían a todo el planeta.
He ahí, el
secreto de Aguand: había otra raza inteligente en el océano, unas Valvas
paranormales que lo protegían de cualquier intruso.
Caí de
rodillas sin poder resistirme a su jocosidad. Luché para no desvanecerme, pero
mi pelea estaba perdida desde el principio, sólo era un humano de treinta años
enfrentado a unas criaturas poderosas que podían tener la edad del planeta
Aguand. Mi casco se hundió en la blanda arena, intenté inyectarme una dosis
para hibernar, pero me fue imposible moverme. Algo inutilizó mis baterías de
litio y me quedé sin aire; antes de que mi corazón dejara de latir, perdí el
conocimiento.
Pero no
morí.
No lo
entendí al principio, sólo tenía conciencia de toda la vida de Aguand latiendo
como un solo corazón y a la vez dividida en millones de individuos, mi mente había
sido absorbida por las valvas durante su sondeo. Descubrieron los planes de
conquista del Régimen Dobo, toda chance de dejarme en libertad se esfumó. Pero
ellos prefirieron no matarme, al menos en el sentido que ellos opinan sobre la
vida —quién sabe donde estará mi cuerpo—, ya no importa.
Creo que el
tiempo que pasé en la incertidumbre lo dedicaron a estudiar, conocer a través mío
todo lo referente al Régimen, luego me preguntaron que deseaba. Traté de sonreír
en pensamiento, pero aún tenía presente el recuerdo de las carcajadas mentales.
Me explicaron que no sería difícil capacitar a mi mente para recrear un entorno
a mi gusto, puesto que no podían liberarme. Estaba condenado a existir en el
laberinto de sus impresiones psíquicas y no era una experiencia dolorosa, todo
lo percibía como real: Olores, sabores, recuerdos…
Tenía la
oportunidad de hacer lo que siempre soñé sin pagar por ello, bueno para todos
los que me conocen estaré desaparecido, pero rodeado de un mundo virtual creado
a medida para mí, no voy a extrañarlos mucho.
En fin,
unas vacaciones eternas en el mundo paraíso de Angra, me harán soportable esta
existencia.
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