jueves, 26 de diciembre de 2013

Los Crímenes del terrestre - Cuento - M.C.Carper




Me encontraba en un edificio de departamentos viendo al portero llevando una canasta con un montón de murciélagos que había matado. Me contó que se metían en los balcones. Por curiosidad le pregunté si no le daba pena tener que matarlos y me dijo: ¡No! ¡Son sólo animales! ¡Bichos! Todos los meses tengo que matar algún gato o rata que se mete a las cocheras. En otra ocasión conversando con el kiosquero del barrio vimos pasar una bandada de teros y enseguida acotó: Cuando era niño siempre trataba de darles con mi gomera. Muchas veces vi a personas entusiasmadas cargando rifles de aire comprimido para volver con historias de cómo mataron  y acosaron algún animal. Todo esto fue mi motivación para escribir el siguiente cuento. Fue publicado en NM.

Los Crímenes del terrestre

M.C.Carper


El hombre intentó reconocer el lugar. Una sala circular con veinte estrados, ocupados por alienígenas. El terrestre estaba justo en el centro. Molesto, cambiaba el pie con que soportaba su peso cada tanto. Mientras hacía sonidos con la boca para mostrar su hastío.
Los alienígenas eran tan diferentes entre sí como extraños para el humano. Algunos tenían apariencia humanoide, otros eran gelatinosos. Uno parecía formado de espuma rosada.
 Un ser con cara de equino y gesto adusto, golpeó tres veces un martillo de madera en el estrado.
—Damos comienzo a la evaluación de conducta número  796543/6. Se ha seleccionado al azar al Señor Eduardo Miguel González, un nativo típico del planeta en cuestión. —dijo.
El terrestre carraspeó fastidioso, levantando la mano para pedir la palabra.
—¡Eh! ¡Eh! —Gritó—. Esto es un rapto. Una abducción que le dicen ¡Devuélvanme ya mismo a la Tierra!
—¡Silencio! ¡El nativo debe guardar silencio! Sólo tiene permitido hablar para responder las preguntas del Fiscal. ¿Va a elegir a un representante para su defensa?
El terráqueo estudió a las criaturas que lo rodeaban. No tenía la más mínima idea de por qué estaba allí. Minutos antes, caminaba en medio de la calle pateando una botella de plástico. Hubo un fogonazo y un segundo después apareció en medio de aquel circo de fenómenos dementes. Le pareció una locura dejar que una de esas “cosas” hablara por él.
—No tengo idea del motivo de la acusación, pero rechazo de plano al representante. Si necesito defenderme, prefiero hacerlo yo mismo. —declaró.
—Rechazo aceptado —dijo el equino—. Queda asentado.
Eduardo metió las manos en los bolsillos del pantalón. Empezó a silbar bajito. Los alienígenas le parecían muy formales en sus modos. Toda la escena tenía un tono surrealista. Inocencia y estupidez importadas desde el país de las maravillas.
—¿Y por qué carajo me trajeron acá? —Estalló Eduardo para probar el carácter de las criaturas, cansado con la situación.
—¡Compórtese! —ordenó cara de caballo.
—No, no me callo nada. Ustedes me trajeron. Yo soporté sus modos, ahora aguántense los míos.
Por la forma de actuar, el equino era un magistrado con autoridad, un juez. Sostuvo la mirada de Eduardo unos segundos.
—Eso no hablará en su beneficio —declaró—. Pero conociendo el carácter de su especie, iremos al punto en cuestión. Los delitos que lo traen ante este tribunal son los siguientes: Contaminación del hábitat, Polución en el aire, la tierra y el mar. Extinción provocada de numerosas especies. Deforestación indiscriminada y masiva. Esclavitud de congéneres y otras especies. Uso de la tortura y asesinato de semejantes y otros seres vivos. Que incluye depredación y flagelos. Violencia gratuita hacia toda forma de vida. Mala praxis de la ciencia para desequilibrar el ecosistema. ¿Cómo se declara?
Eduardo buscó algún gesto delator entre los presentes. ¡Aquello era una broma! ¿Qué tenía que ver él con todo eso?
—¡Inocente! —respondió con voz alta y clara.
En ese momento se abrió un panel lateral por el que entró al círculo de luz una figura encapuchada envuelta en un manto. El rostro invisible entre los pliegues de la ropa. Una especie de vapor blanco se escapaba entre las arrugas de la vestimenta. Se ubicó ante el humano y dijo: —Soy el Fiscal, señor González. Dígame ¿Almorzó hoy?
Eduardo lo observó casi sonriendo ¿Qué clase de pregunta le hacía?
—Sí —respondió—, una hamburguesa con papitas y un huevo frito. ¡Riquísimo!
El encapuchado se volvió veloz hacia el estrado.
—¡Que su respuesta quedé asentada, su señoría! —exigió exhalando vapor—. El acusado admite alimentarse del cuerpo triturado de un esclavo indefenso, de tubérculos atacados por sustancias envenenadas y de cigotos producidos bajo tortura. ¡Tres crímenes monstruosos para la obscena práctica de devorar conciudadanos!
El humano agitó los brazos hacia el juez.
—¡Paren! ¡Paren! Así es la costumbre en mi planeta. ¡No es un crimen! No se considera un delito, es sólo comida.
El encapuchado humeante se alzó intolerante ante el hombre.
—La forma en que minimiza ese acto revela su naturaleza, señor González. Yo he visto como se tortura a las aves en las granjas. Tenemos grabaciones de la actividad de los mataderos y de sus aeroplanos arrojando veneno en los campos. Tóxicos que enferman incluso a sus congéneres. —Se giró hacia el Juez—. Esas grabaciones se adjuntan a las pruebas, su señoría.
El humano pidió la palabra.
—Todos los que vean esas grabaciones comprobarán sin duda que yo no estoy presente en ninguna de ellas.
—Usted participa, señor. —Dijo el Fiscal—, no es necesaria su presencia. Al consumir produce la demanda. Si no fuera por usted, esos maltratos no existirían.
—Pero yo desconocía sobre esos maltratos. Acabo de enterarme —hizo un esfuerzo para evitar una carcajada—. A partir de hoy dejaré de comer.
El Fiscal encapuchado caminó de un lado a otro como un animal enjaulado.
—Usted nos cree ingenuos, Señor González. Sabemos que está bien informado. Quiero que vea la prueba número veintiséis.
El humeante mostró a todos los presentes un objeto manual dentro de una bolsa transparente. Lo extendió hacia Eduardo.
—¿Puede decirnos que es eso, señor? —pidió el Fiscal.
—Sí, es… —comenzó a decir el humano contemplando el objeto. Se mordió el labio anticipando las intenciones el encapuchado. Tenía que pensar muy bien las respuestas—. Esto es una honda, una gomera de fabricación casera.
—¿Puede explicar para que sirve este artilugio? —siseó el encapuchado.
—Es para practicar puntería. Se coloca una piedra en el extremo y se tensan las tiras elásticas, luego se dispara. Es un juguete para niños.  
—Tenemos cientos de grabaciones con infantes humanos usando estos “juguetes”. Practicando puntería contra seres inocentes e indefensos. Los proyectiles los destrozan y muchas veces los dejan moribundos por horas. Estos asesinatos no son para conseguir alimento ni defenderse. Se trata de una especie de diversión humana.
Un murmullo de asombro inundó la sala. El Fiscal levantó un brazo envuelto en ropa para señalar al humano.
—¿A cuántos mató usted con su honda, señor González? No me responda, pregúnteselo usted mismo.
Eduardo entendió que aquel circo no iba en broma. La cosa era muy seria. Tenía que exponer una defensa creíble. Alzó la mano.
—¡Señor Juez! ¿Si se me encuentra culpable cual será mi castigo?
El ser parecido a un caballo indicó al Fiscal que respondiera la pregunta del acusado.
—En el Universo aparecen criaturas destructivas que eliminan toda clase de formas de vida, dejan por completo estéril su hábitat y luego terminan extinguiéndose ellos mismos. Es una naturaleza que carece de lógica o algún rasgo positivo. Por eso se formó el Consejo de Evaluación de Conducta, en el que ahora está siendo evaluado. Si su especie demuestra capacidades para corregirse, se le concederá un plazo para rectificar sus atropellos. Si se da el caso contrario, procederemos a eliminar toda la especie hasta el último individuo. Luego se guardaran un par de muestras de ADN en una cámara de seguridad contra amenazas biológicas.
El humano tragó saliva palideciendo. Sudó en abundancia al sentirse perdido. No se le ocurría ningún argumento para salvarse.
—Supongo que el señor Fiscal debe tener otras pruebas reservadas para provocar más golpes de efecto —dijo para ganar tiempo mientras pensaba—. Yo no sé cómo serán sus planetas, pero en la Tierra nada es fácil. Los humanos tenemos cuerpos débiles. Fue gracias a nuestro intelecto que conseguimos sobrevivir. Para eso inventamos las armas, para defendernos y conseguir comida. Para hacernos abrigos. Ustedes ya han visto nuestras grandes ciudades. Tenemos vehículos para desplazarnos más rápido. Hemos descubierto la cura de numerosas enfermedades. Nuestro carácter es osado y curioso.
De entre los pliegues de la capa del fiscal salió más vapor que en las ocasiones anteriores.
—Todo lo que dice es irrelevante. Esos logros que menciona fueron obtenidos con mano de obra esclava, mediante torturas morbosas en especímenes cautivos. Sus ciudades producen cantidades enormes de basura y contaminación. —declaró el Fiscal sin piedad.
—¡No somos todos así! ¡Es injusto condenar a toda una especie por el error de algunos! —protestó Eduardo.
—Por supuesto que hay excepciones —coincidió el Fiscal—, pero el porcentaje es insignificante. Los humanos son peligrosos en grupo y como individuos. Hacen apología de la violencia en cada una de sus acciones. Recompensan la agresividad en los empleos, en los deportes. Basan la finalidad de su existencia en el éxito de unos sobre otros, sin tener en cuenta ningún escrúpulo. Si usted poseyera un arma en este momento no dudaría en usarla justificando nuestras muertes como único recurso para salvarse ¿no es así? 
La pregunta del Fiscal quedó vibrando en el aire. Aquella era una pesadilla que se ponía peor a cada minuto. Eduardo decidió exponer otro ángulo del asunto.
—En los albores de nuestra historia —explicó—, hubo profetas que interpretaron la palabra de dios. El creador nos dio potestad sobre los animales, la tierra y el mar. Fuimos creados a su imagen y semejanza. Elegidos para reinar en la Tierra.
Todos los alienígenas se mantuvieron en silencio por largos minutos. Eduardo simuló tranquilidad, algo le decía que había tocado un lado sensible de aquellas criaturas.
Los hombros el Fiscal se encorvaron mostrando cansancio.
—Hemos analizado mucho tiempo esa estrategia intelectual que llaman religión. Usted dice que un ente cuya existencia no se puede probar le dijo que su raza es  “la elegida”. Y basándose en eso de dan permisos para torturar, esclavizar, estafar y sumir en el miedo a sus congéneres. ¿Usted quiere ayudar a su especie con eso?
Dominado por los nervios, Eduardo se rascó la cabeza con insistencia. Cerró los párpados con fuerza hasta hacer doler sus ojos.
—Los humanos poseemos valores —dijo con voz temblorosa—. Ética y moral. Tenemos un sentimiento que nos impulsa, el Amor. Amamos a nuestros padres, a nuestros hijos, a parejas y amigos.
—Sin duda —afirmó el encapuchado—, el Amor es un sentimiento conocido por todos los seres de la galaxia. Es un motivador, como usted dijo. Pero los humanos combinan al amor con arrebatos hormonales incontrolables. Con ansias de posesión, sumisión y despotismo. Cuando separamos los sentimientos sinceros de la excitación sexual, el porcentaje vuelve a ser desfavorable en esta evaluación. ¿No dicen ustedes que todo vale en la guerra y en el amor? Ponen en el mismo nivel de importancia al genocidio masivo con el cariño. Su sociedad usa un concepto virtual para controlar la economía. En consecuencia originan un mundo de esclavos que comercian con venenos alucinógenos. Con sexo y con la salud. Ustedes le ponen precio al agua y a los medicamentos. Inclusive al amor.
Eduardo se dirigió desesperado al círculo de magistrados.
—¡Estamos trabajando en las soluciones para todo eso! Tenemos gobernantes que se esmeran por crear un mundo mejor. Ocurre que hay muchos desacuerdos y los políticos sólo buscan enriquecerse. Mejoran sus vidas pactando con los empresarios. Depositan el interés en aumentar sus fortunas, descuidando las necesidades del planeta…
El fiscal se giró hacia las tribunas y sin volverse, dijo:
—¿Y quién escoge a sus gobernantes, señor González?
A Eduardo le demandó un gran esfuerzo continuar de pie. Quería irse de ahí, que todo terminase de una vez. Estaba cansado de responder.
—Nosotros. —musitó
El Fiscal torció apenas el rostro.
—¿Perdón? ¿Qué dijo?
Eduardo repitió la respuesta con un suspiro inaudible.
—¡Más fuerte! —Lo urgió el encapuchado—. Es necesario que el tribunal lo oiga.
—¡Nosotros! —Rugió Eduardo con el rostro desencajado— ¡Nosotros escogemos a los malditos! ¡Nosotros!     
—Tal vez ahora esté arrepentido de haber rechazado a un defensor. —dijo el Fiscal.
El comentario irritó al humano.
—¡Para nada! Es claro que todos ustedes ya tenían decidido el veredicto antes de traerme acá. ¡Esto es una parodia! —acentuó apretando los dientes.
—No me sorprende que tenga reacciones xenófobas. ¡Es típico de su especie!
El encapuchado se acercó al estrado del Juez para hablar en voz baja. Eduardo no podía oír una palabra desde su lugar. Un minuto después, el Fiscal se ubicó frente al humano.
—Con todo lo expuesto y sus declaraciones no es difícil anticipar la decisión de este tribunal. Sin embargo, es un hecho su total desconocimiento de nuestras leyes y códigos judiciales. Con la autorización de su señoría, voy a ponerlo al tanto de un artículo que puede beneficiarlo. Es el número Setenta y ocho. En caso de inevitables acciones punitivas que devengan en el exterminio de una especie, es válido para el tribunal presentar a un testigo de inteligencia desarrollada, que pueda comunicarse por medio de un lenguaje para hacerse entender. Este testigo tiene que haber sido víctima de algunos de los abusos que motivaron la evaluación. Si en su declaración, el testigo convocado declara a favor del acusado, serán levantados todos los cargos resolviéndose la total inocencia del acusado.
En los ojos de Eduardo apareció un brillo animado. Los alienígenas eran en verdad unos idiotas. No importaba a quien llamaran. Esa persona haya padecido el sufrimiento que sea, no condenaría a su propia especie. El propio instinto de supervivencia lo haría aliarse con su igual. Eduardo se dijo que haría todo lo posible para convencer al sujeto que trajeran.
Un  panel de la pared izquierda desapareció dejando al descubierto lo que parecía ser un estanque transparente. El Juez habló.
—Este tribunal convoca como testigo a la última ballena yubarta, cuya especie está extinta. Sus hijos y nietos fueron asesinados por humanos.
Eduardo miró abatido la punta de sus zapatos. No esperaba aquello. Para él, las únicas criaturas inteligentes y parlantes de la Tierra eran los humanos. Tuvo ganas de llorar.
—No tengo preguntas, su señoría.


© M. C. Carper


martes, 3 de diciembre de 2013

Hermanos de Sangre - Alexis Brito Delgado y M.C.Carper

Entre los escritores jóvenes de temas fantásticos y aventuras tengo algunos hermanos. En el sentido de la visión, las temáticas y códigos narrativos. Puedo mencionar a Juan Manuel Valitutti, A Magnus Dagon y a Yoss que leyó mis cuentos de Sálvat cuando todavía eran bocetos. Por supuesto. Con muchos amigos nos hemos leído o tuve la fortuna de hacer una ilustración de sus cuentos. Cuando conocí por primera vez los relatos de Alexis Brito Delgado quedé fascinado con su prosa. Nos hicimos amigos y hubo intercambios de mails. Les aseguro que escribe cartas del mismo modo que relata los cuentos. Es super conocido su personaje Dorian Stark, el cyborg que odia serlo. Alexis escribió sobre muchos personajes del mismo apellido en diferentes épocas históricas, tiene una serie prolífica de cuentos. ¡Hasta un libro editado! Por mi parte he escrito veinte cuentos de Sálvat y entre charla y charla surgió la idea de hacer un crossover, un cuento con ambos personajes en una misma aventura. Fue un desafío, porque no había una idea pensada de antemano. Jugamos un pinball donde uno escribía un fragmento dejando libertad al otro para continuar la historia en cualquier dirección sin advertencias ni nada arreglado de antemano. El resultado fue Hermanos de Sangre, un cuento redondo que muestra a Dorian y a Sálvat en su mejor performance. Algún día será historieta.


HERMANOS DE SANGRE

“El futuro permanece sin escribir, aunque no porque no se haya intentado.”

Bruce Sterling


Por mucho que intente evitarlo, siempre termino a la deriva, luchan- do por huir de mis propios actos, acosado por un pasado que me repugna recordar. Tarde o temprano, mi porcentaje biomecánico me obliga a obrar de una forma despiadada, implacable, que escapa de mi autocontrol. Sin duda, mi personalidad ha sucumbido ante los implantes, no quedó gran cosa desde que los neurocirujanos me convirtieron en un ser monstruoso...
Dorian Stark   



1

INSTERESTATAL Nº 8


El alemán pisó el pedal de embrague mientras cambiaba a  quinta, apretó el acelerador y llevó el todoterreno a los doscientos kilómetros por hora. En la profundidad de la madrugada, los haces amarillentos de la luna bañaban los contornos de la autopista transcontinental, que se extendía a través del desierto interminable, como una cuchillada en la negrura. Incómodo, Stark apretó un botón y subió la ventanilla izquierda: el aire gélido de la noche lo molestaba. Después, conectó la calefacción y estudió las dunas de sal delineadas en el horizonte: la belleza del lugar no cesaba de sorprenderlo. A su espalda, quedaban los límites de la ciudad de Sonota, donde horas atrás, había eliminado a los miembros de la Hermandad Seri que tuvieron la osadía de provocarlo. Un suspiro escapó de sus labios, odiaba exterminar a sus semejantes, pero aquellos hombres no le dejaron otra alternativa: era su vida o la de ellos.

Dorian encendió las luces largas del Land Rover. La carretera quedó iluminada por los faros, mostrándole las líneas intermitentes, que se desvanecían en la oscuridad. Una corriente de aire hizo temblar el vehículo. Los primeros atisbos de la tormenta comenzaban a manifestarse, debía alcanzar Hermosillo antes de que amaneciera, de lo contrario podría perecer por el camino. No pensaba permitir que la naturaleza implacable rompiera sus planes: saldría de México costara lo que costara. 

Lentamente, pesadas nubes cubrieron la estela del deslizador que avanzaba a ras del suelo, suspendido sobre su colchón de gas. A la derecha, las colinas achaparradas ascendían en terrazas irregulares y se perdían en las faldas de las montañas de Table Top. En el cielo turbulento, estrellas aisladas rompían la monotonía del cosmos e irradiaban una belleza gélida, que empeoró sus emociones: sabía que la paz espiritual le estaba negada de antemano. 

El viento aumentó, arañó la carrocería del vehículo y chocó contra el parabrisas. El Agente Ejecutor entornó los ojos acerados e intentó distinguir los bordes imprecisos de la autopista en movimiento: los diminutos granos de arena estorbaban su campo visual. Poco a poco, las elevaciones dieron paso a una explanada de varias millas de longitud. Ningún ser viviente habitaba en aquella zona, a excepción de los animales salvajes, los Saguaros espinosos y los árboles de palo verde propios del ecosistema del desierto.

Una flema apretó su garganta, una sensación funesta hizo mella en su voluntad: intuía que algo terrible estaba apunto de suceder. El alemán tragó saliva, ignoró sus aprensiones y encendió la radio para distraerse: una antigua canción del Siglo XX atronó por las columnas Pioneer.

Now the time is here
For iron man to spread fear
Vengeance from the grave
Kills the people he once saved

Nobody wants him
They just turn their heads
Nobody helps him
Now he has his revenge...


El estruendo de la música lo deprimió. Aquel tema pertenecía a una época olvidada, era un anacronismo idéntico a su persona: ninguno encajaba en una era dominada por las grandes corporaciones, la privatización industrial y la tecnología cibernética. De inmediato, apagó el equipo de música, con una expresión amarga en el rostro, asqueado por sus tétricas reflexiones. Hiciera lo que hiciera nunca cambiaría, jamás se sentiría a gusto con nada ni con nadie, era un desarraigado por antonomasia. Inconscientemente, observó el asiento trasero por espejo retrovisor: la carretera estaba vacía. Sobre los sillones tapizados de cuero artificial, descansaban sus escasas posesiones materiales, las mismas que lo acompañaban a todas partes durante sus operaciones de exterminio: un maletín metálico donde guardaba su ordenador portátil, los frascos de anfetaminas y los cargadores de repuesto de las WPPK. Al lado, había tirado su mochila con los uniformes de la Orden de los Centinelas: cal- cetines, ropa interior, pantalones y camisas de kevlar; todas las prendas con el emblema de la Schneider grabado en un costado; la mano mecánica con el ojo humano impreso sobre la palma abierta. Stark sonrió con cinismo ante el volante.

Aries debería pagarme un plus por publicidad, pensó. Llevo una semana de vacaciones luciendo el logotipo de la Schneider.

Dorian redujo marchas hasta llegar a segunda, desconfiaba del estado de la carretera, no deseaba colisionar contra un coyote o un autoestopista incauto, si es que alguno se atrevía a afrontar la desolación del Desierto de Sonora a aquellas horas de la noche. De repente, el aislamiento del páramo, que hasta entonces le parecía reconfortante, le resultó aborrecible: cuanto antes llegara a la civilización mejor que mejor, los últimos días habían resultado un fracaso; necesitaba regresar a Los Ángeles para estabilizarse.

El Land Rover tomó una amplia curva bordeada por estribaciones arenosas. A unos quince kilómetros, la autopista trazaba un ángulo de noventa grados, traspasaba las lomas achaparradas y se introducía en un valle de paredes quebradas por las inclemencias del tiempo. A pesar de los estimulantes que había ingerido antes de salir del pueblo, no pudo evitar sentirse destemplado, su anatomía exigía reposo, llevaba más de 168 horas despierto: su parte humana comenzaba a resentirse por el terrible esfuerzo que implicaba tanto tiempo de vigilia.

La impresión de estar en peligro se intensificó hasta resultarle insoportable. Una punzada recorrió sus nervios, perforó su cráneo y lo obligó a rechinar los dientes: estaba seguro de que algo iba mal. El Agente Ejecutor volvió a mirar el espejo retrovisor, comprobó los límites del páramo y la extensión desolada que circundaba el deslizador: sus pupilas fotoeléctricas taladraron las tinieblas sin encontrar algo que se saliera de lo común.

Inesperadamente, una granada cruzó el aire cargado de ozono, trituró el maletero y levantó el vehículo por los aires. Stark lanzó un grito de estupor. Herido de muerte, el Land Rover derrapó sobre el alquitrán, dio varias vueltas, esparció sus restos en todas las direcciones y quedó inmóvil, bamboleándose a un lado de la cuneta. Magullado, Dorian se recuperó del impacto y propinó una patada a la puerta, arrancándola de sus goznes, con el rostro cubierto de sangre. A trompicones, apartó el airbag, emergió del deslizador y se desplomó de bruces sobre la autopista: tenía la impresión de que le habían roto todos los huesos del cuerpo. De forma instintiva, se puso en pie, desenfundó un arma y buscó a su oponente, dispuesto a exterminar a quien fuera necesario.

Su melancolía había desaparecido, dando paso al odio, a la sed de venganza que era incapaz de controlar, vencido por un porcentaje de máquina que borraba cualquier atisbo de humanidad en su interior. Su hombro palpitaba, seguro que estaba desencajado, lanzando punzadas dolorosas que lo hicieron estremecer. Sin pensarlo, guardó la pistola dentro de la funda de nylon, apretó la carne artificial con dedos firmes y lo devolvió a su sitio: un aullido de sufrimiento rasgó el ulular de la tormenta y se impuso al crepitar del motor aplastado. El alemán controló sus temblores, había recibido heridas peores que aquella, los injertos que deformaban su anatomía daban constancia de ello.

Entonces, un sonido metálico llegó a sus oídos y quebró las ráfagas cortantes de viento: pasos ominosos se aproximaban en su dirección. Dorian ignoró las corrientes de aire, el sudor que perlaba su frente, el efecto residual de los triángulos de anfetamina y el malestar de su miembro luxado: estaba en peligro. A lo lejos, un robotóide ganó terreno a gran velocidad, avanzó con movimientos mecánicos e hizo temblar la carretera con su avance implacable. De un brinco, Stark se refugió detrás de los restos del Land Rover. El monstruo lo localizó, levantó un brazo coronado por una ametralladora de cabeza rotativa y abrió fuego: la descarga de plasma picoteó el vehículo que le servía de parapeto.

¿Quién eres?, reflexionó con los nervios en tensión. ¿De dónde has salido?

Desesperado, abarcó su entorno con la mirada, intentando encontrar un resguardo alternativo, sin éxito. Bancos de arena se extendían hasta la infinitud, se encontraba al aire libre, la carcasa del deslizador era el único sitio donde podía esconderse. El Agente Ejecutor apretó los puños, desenvainó las cuchillas cibernéticas, se incorporó de un salto y atacó a su enemigo a pecho descubierto. Mientras corría, percibió que su táctica era una locura, pero no tenía más posi- bilidades, prefería morir luchando antes que ser cazado como una rata.

El engendro giró su exoesqueleto y envió un misil a su antigua posición. El Land Rover estalló en mil pedazos, dio una vuelta en campana y se derrumbó en el suelo, trasformado en un montón de chatarra. El estampido hirió sus tímpanos y lo ensordeció durante un momento: el zumbido de la explosión le llenó la boca de sangre. En quince segundos, Dorian alcanzó las piernas de su oponente, alzó los brazos y dejó caer las garras sobre los tobillos del monstruo. El robotóide se mantuvo unos segundos en vilo, osciló hacia un lado, perdió el equilibrio y se derrumbó de rodillas, soltando chispas por las incisiones que el alemán había efectuado. Una mano gigantesca descendió, lo agarró por la cintura, apretó sus costillas y lo elevó en el aire. Stark luchó por escapar, lanzó maldiciones y pataleó, pero la fuerza de la máquina era invencible. La presión le arrebató el aliento y cegó su visión. A través de la miríada de fogonazos rojos y plateados, percibió un destello de reconocimiento en los sensores ópticos de su enemigo: dentro del armazón metálico un cerebro humano gobernaba los actos del robotóide.

De improviso, una detonación golpeó al engendro desde atrás. Un rugido escapó del interior del monstruo, antes que se derrumbara de frente, arrastrando al alemán con su caída. Confundido, escudriñó las volutas de humo y distinguió a una poderosa figura, que se aproximaba con pasos elásticos en su dirección.

¿Hugo?, pensó. ¿Eres tú? 

El hombre era un individuo de dos metros de altura de puro músculo. Los cabellos rubios enmarcaban un rostro anguloso bronceado por el sol, donde brillaban dos atormentados ojos oscuros, en unas facciones elegantes y taciturnas. Stark experimentó un atisbo de irrealidad, su inesperado salvador no encajaba en ninguna parte, su figura parecía arrancada de un pasado remoto, o quizás de un futuro que estaba por llegar. Sus ropas atestiguaron sus sospechas: chaleco de piel sin mangas, pantalones de cuero negro y botas de caña alta con remaches de acero. En su diestra, resplandecía un lanzagranadas de extraño aspecto, un arma con la que no estaba familiarizado.


2

SÁLVAT


Dorian luchó contra el desvanecimiento, apretó los dientes decidido a no dejar que terminasen con su vida.
—Tranquilo. —dijo el recién llegado con un acento que jamás había oído. Sus párpados se cerraban cuando atisbó una portentosa motocicleta avanzando sin piloto hacia ellos.

Cuando despertó estaba encadenado por las muñecas y los tobillos a los restos del extraño robotóide que lo había atacado. El gigante de melena rubia se hallaba en cuclillas a su lado con aquella arma desconocida. Ahora podía estudiarla en detalle, un lanzagranadas con piezas de cristal. Siguiendo ordenes de sus implantes, el brazo artificial se contrajo probando la resistencia de la cadena. El desconocido se irguió de un salto, pero no para atacar sino para de- tener a la motocicleta que en ese momento activaba dos a- metralladoras adosadas al carenado.
—¡Déjame eliminarlo, amo! —Protestó la moto con voz de niño—¡Es un cyborg!   
El comentario hizo enrojecer de ira al alemán. Que una moto robot lo llamara así era peor que un insulto.
—¿Qué pesadilla de anfetaminas es esta? —gruñó Dorian.
—No será fácil de entender, Dorian Stark —dijo el que la moto llamara amo—. Mi nombre es Sálvat y vengo de otro lado, no estoy seguro si del futuro o de otra dimensión.
Aquella información no inspiró confianza en el alemán, menos aún que aquel extraño conociese su nombre ¿Sería alguien enviado por la Hermandad Seri? ¿O un Agente Ejecutor de la competencia? No, no tiene el tipo, pensó Dorian.
—Si pretendes que crea una sola de tus palabras, libérame. —dijo el prisionero tensando sus músculos orgánicos y mecánicos.
—¿No pensarás que soy tan necio? —Sonrió Sálvat—. Tu cuerpo es un arma letal. Tal vez consigas eliminarme en segundos, pero Sandy —señaló a la moto—, te llenará de plomo. Ya ha acabado con cyborgs antes.
—¿Y como sabes tanto, genio?
El rostro de Sálvat se oscureció antes de decir:
—Porque nací con la maldición de la telepatía, una mutación, entre otras que poseo —El hombre cambio de tema tratando de restar importancia a sus palabras—. ¡Vamos, Dorian! Sé que detestas a los cyborgs tanto como yo. La máquina que te atacó llegó aquí desde mi mundo con otra igual, necesito eliminarla para que no establezca una alian- za robótica entre mis enemigos y los tuyos.
El alemán estudió a Sálvat, tenía talento para reconocer a un adversario y lo que su captor inspiraba era compañerismo, a pesar de lo fantástico de su relato. Sin embargo un Agente Ejecutor no llega a ser tal por creer la primera historia estúpida que le cuentan, necesitaba comprobar la veracidad de los hechos.
—Quiero pruebas, Sálvat.
—Bien —respondió el otro haciendo un ademán a la moto. Desde el carenado frontal, justo bajo el enorme faro, partieron cuatro disparos láseres muy finos, calibrados para cortar con precisión las cadenas. Ya libre, Dorian flexionó sus piernas mecánicas poniéndose de pie de una forma que  ningún ser humano hubiese podido. A la distancia en que se hallaba, podía partir el cuello del otro sin dificultad, pero no fue la amenaza de la moto robot lo que detuvo su reacción. Sentía verdadera curiosidad por la historia.
—Es a dos kilómetros de aquí —informó Sálvat dirigiéndose a la moto. Dorian dio dos pasos, pero el otro lo detuvo con un ademán—. Montaré a Sandy primero, tiene un dispositivo de seguridad, si no reconoce el ADN de un usuario habilitado, genera una descarga eléctrica.
—Perfecto.
El otro le tendió un casco gris y negro, que sacó del porta-equipaje, al tiempo que se colocaba uno pintado con el mismo color de la moto robot. Pero más parecía un yelmo marcial, el protector bucal se alargaba como una quijada con dos aristas. El alemán no estaba seguro, pero sospechaba que aquel casco poseía algún sistema inteligente conectado con la moto.
Dorian estudió el armamento de Sandy, reconoció dos carabinas FNC a la altura de los estribos y un par de lanzamisiles anticarro TOW, con un sistema de giro para ampliar el radio de acción. Tocó el carenado, estaba seguro de que era una especie de kevlar. La pintura azul no parecía la ori- ginal del vehículo, pero era resistente al calor y los reflejos no favorecían un ataque con láser. Distribuidas a modo decorativo tenía celdillas solares, pero era evidente que el motor que impulsaba aquella motocicleta artillada era un pequeño reactor, por los escapes no percibía el olor característico de la gasolina. Otro detalle que llamó su atención era que las ruedas estaban sujetas por monobrazos del lado izquierdo, tanto la delantera como la trasera, más fáciles y rápidas de desmontar. Sin embargo las amortiguaciones eran poderosas, para resistir cualquier terreno y caídas de gran altura. Por último, notó que poseía unas articulaciones mecánicas para reducir la distancia entre ejes, adaptándo- las para las rutas o los terrenos accidentados, sonrió pensando que a la Schneider le agradaría tener ese tipo de unidades entre sus juguetes. Mientras cavilaba, un nuevo asiento apareció desde un compartimiento, detrás del lugar de Sálvat y lo ocupó sin demoras.
La moto arrancó, el tirón de la inercia fue acompasado de inmediato por sus piernas mecánicas. El desierto se deslizaba bajo ellos como una alfombra y admiró con sinceridad las prestaciones de Sandy, casi no provocaba sonido, apenas el rumor de piezas de relojería moviéndose para impulsarla. Sálvat se volvió en ese momento con una media sonrisa, evidenciando que su telepatía podía ser real, aun- que Dorian era reacio a creerlo.
Sobre la amplia espalda del piloto estaba colgado el extraño lanzagranadas.
—Unos amigos me instruyeron para armarla —dijo Sálvat de improviso—, es un injerto. Los cristales concentran partículas del aire, comprimiéndolas hasta la fusión, luego las envuelven en diminutos campos estáticos, a modo de proyectiles, cuando impactan el blanco desatan un enorme poder desintegrador, pero ya agoté la munición con ese robotóide, el Painkiller. Recargarse le tomará veinte horas.
—Entonces tu arma tiene una gran desventaja. —sonrió Dorian.
—El secreto está en saber aprovecharla. Mientras tanto —Sálvat extrajo de una funda junto a su pierna, una escopeta similar a las mossbergs que conocía el Agente Ejecutor—, me arreglaré con esta.
Minutos después se detuvieron en medio de la nada desértica.
Sálvat se apeó y tomó un guijarro del suelo.
—En mi mundo soy un nómada, un habitante del desierto, pero conozco la vida en la ciudad. Existen unas ciberlogias con nombres exóticos como Delfín Negro o el Aro Dorado, una ciber agente de esta última, una infiltradora llamada Liu, encontró esto —el Nómada arrojó el guijarro hacia adelante, donde el calor del desierto provocaba una fluctuación. Hubo un sutil destello y la piedra desapareció—. Es una brecha dimensional que une nuestros mundos, la usé para llegar aquí, persiguiendo a la hábil Liu y a dos Painkiller, el modelo que te atacó es un serie 707, de apenas cuatro metros de alto, pero el que conduce ella es un 991, el doble de grande y letal. No sé que planes tienen, pero no favorecerá a ningún humano en mi mundo o el tuyo.
Dorian se aproximó a la anomalía, si observaba con atención conseguía distinguir una intermitente ventana que daba a otro desierto, muy distinto al de Sonora.
—Esta cosa y el armatoste que me atacó, prueban casi todo lo que me dijiste… pero no me trago eso de la telepatía. —protestó Dorian.
—Claro, oye… ¿Quién es Hugo?


3

CRASH


Furioso, el Agente Ejecutor apretó las quijadas al escuchar su pregunta: odiaba que aquel hombre tuviera acceso a sus pensamientos más íntimos.

¿Cómo es posible?, reflexionó. ¿Serán verdad todas las locuras que me ha contado?

El gigante esperaba su reacción. Su perfil se recortaba a la luz de la luna, enérgico y majestuoso, con una irónica satisfacción en la mirada: Sálvat era consciente de su poder, de su superioridad ante el alemán.

—Era un antiguo compañero —suspiró—. Murió hace algunos años.
El nómada asintió:
—Lo siento —dijo—. ¿Cómo pereció?
A Stark le costó pronunciar la siguiente frase:
—Un misil lo destrozó en pedazos.

A pesar del paso del tiempo, la muerte de Hugo Müller aún atormentaba su conciencia, jamás había vuelto a tener una amistad: los estimulantes suplieron el vacío de su ausencia con sus bordes mellados. Al pensar en su soledad, un abis-mo de melancolía inundó su ser: había perdido a todos los seres queridos, nunca volvería a sentirse completo, aquella era la condena que debía soportar por sus pecados.

Sálvat le apretó el hombro:
—Te comprendo —dijo—. He pasado por lo mismo. 
Dorian retrocedió: detestaba que lo tocaran.
—¿Dónde podemos encontrar al segundo robotóide?
El hombretón se encogió de hombros:
—Esperaba que me dieras alguna idea —admitió—. Desconozco este plano.

El alemán sacudió la cabeza, confuso, todas aquellas experiencias eran demasiado extrañas de asimilar. Su mundo, la realidad que conocía, había sido alterada por el desconocido. Vislumbraba horizontes con los que nunca había soñado, una tecnología que escapaba de su entendimiento, hechos que era incapaz de asimilar en aquel corto espacio de tiempo. Era consciente de que el nómada le había salvado la vida, pero la desconfianza pugnaba en su interior: su estatus de Agente Ejecutor lo obligaba a distanciarse de sus semejantes, las barreras psicológicas creadas por su profesión le eran imposibles de franquear.

La motocicleta intervino:
—¡Estamos perdiendo el tiempo, amo! —profirió con urgencia—. ¡Debemos atrapar a Liu!
Stark sintió deseos de acabar con aquel engendro robótico: despreciaba cualquier muestra de cibernización.
—¿Puedes ordenarle que cierre el pico? —masculló—. Me está poniendo nervioso.
El gigante soltó una carcajada seca:
—Para ser medio máquina odias a los cyborgs con una intensidad fuera de lo común, Dorian.
El Agente Ejecutor fue implacable:
—Tengo mis motivos.
Sálvat sonrió con sarcasmo:
—Ya lo veo...

El Agente Ejecutor meditó que opción tomar. Por una parte, aquella no era su guerra, nada tenía que ver con los Painkiller que el nómada perseguía. Por otro lado, el deseo de luchar contra aquella máquina, de probar su valía ante un ad-versario superior en fuerzas, pulsaba una fibra sensible en su interior.

Nunca cambiaré, pensó. ¿Por qué disfruto tanto arriesgando el cuello?

Aunque intentara negarlo, había sido entrenado por los mejores maestros para el combate extremo, aquel era su don y su maldición: sólo encontraba la paz a través de la lucha, el derramamiento de sangre, los cadáveres tiroteados y el hedor de la pólvora. 

—Creo que tu enemiga ha ido hacia el sur —señaló con el índice el páramo interminable—. Los únicos aliados que puede encontrar en esta zona son la Hermandad Seri.
El gigante asintió, complacido, al conocer de antemano sus propósitos:
—¿La Hermandad Seri? —inquirió—. ¿Quiénes son?
Dorian decidió darle una explicación:
—Son los supervivientes de la radiación nuclear —comentó a su compañero—. Ladrones que asaltan a los viajeros incautos para conseguir botín.
Sálvat cambió el peso de un pie a otro:
—Por el tono de tu voz parece que los conoces.
Stark esbozó una mueca gélida:
—Eliminé a cinco de ellos hace unas horas.
Sandy volvió a entrometerse:
—Es un asesino— argumentó—. No te fíes de él...
El nómada ignoró las advertencias de la moto:
—Debemos partir lo antes posible —invitó al alemán a que tomara asiento—. A estas alturas Liu puede haber entrado en contacto con nuestros enemigos.
Stark desenfundó un arma y reemplazó el cargador vacío.
—Una última cosa, Sálvat.
El hombretón volvió la cabeza desde la motocicleta, sus ojos castaños destellaron en la penumbra, una interrogación brillaba en el fondo de su iris:
—¿Qué?
—No vuelvas a leer mi mente.

Veinte minutos más tarde, mientras descendían hacia Hermosillo a más de doscientos kilómetros por hora, una estela de humo llamó la atención de Stark.
—Debemos ir hacia el sudoeste —indicó a su compañero—. Parece que el Painkiller ha pasado por allí.
El nómada enarcó las cejas debajo del casco:
—Sandy no me ha dicho nada.
Dorian fue arrogante:
—No deberías confiar tanto en una máquina.
Sálvat replicó con ironía:
—Por ello he hecho una alianza contigo, Dorian.
El alemán se inclinó hacia delante, molesto:
—Muy gracioso, amigo.
Su compañero volvió a sonreír:
—No es nada personal.

El hombretón giró el manillar y cambió de rumbo. El vehículo abandonó la carretera, traspasó las dunas polvorientas y se adentró en la desolación del desierto. Con rapidez, ganaron terreno, pasando de largo vegetación marchita, estribaciones corroídas por el viento y colmillos de roca erosionados. La motocicleta anunció:
—Percibo vida delante de nuestra posición, amo.
Sálvat preguntó sin volver la cabeza:
—¿Cómo lo supiste?
Dorian replicó:
—Mis sensores fotoeléctricos me permiten ver en la oscuridad.

La fiebre de la caza apoderó de su ser y relegó a un segundo plano sus preocupaciones. El alemán inspiró una profunda bocanada de aire, agradecía aquel pequeño respiro, a veces pensaba que sus contriciones terminarían enloqueciéndolo, estaba cansado de sufrir por los errores cometidos.

Al llegar a su objetivo, ambos hombres descendieron de la motocicleta y estudiaron el siniestro: la carnicería podía revolverle las entrañas a cualquiera.

El Agente Ejecutor comentó con la voz estrangulada por la rabia:
—¿Qué te parece?
Su compañero apretó la culata del lanzagranadas. 
—Ha sido Liu.

La carcasa de un Toyota yacía aplastada sobre la arena. Una mano gigantesca había desgarrado la carrocería, arrancado las puertas y hundido el motor contra el suelo. Un hilo de humo escapada del radiador abierto: el mismo que Stark vislumbró antes de dirigirse a aquel lugar. Al lado del maletero, convertido en una pulpa, un cuerpo desgarrado agonizaba, sumido en una horrenda agonía. El gigante se inclinó ante la muchacha, apartó sus cabellos manchados de sangre y le susurró con cierta ternura:
—Somos amigos, pequeña.
La joven abrió los labios destrozados:
—Agua...
 
El alemán apretó los puños, furioso, deseaba aniquilar a su oponente: el sufrimiento de aquella mujer le resultaba insoportable. La imagen del hombretón inclinado ante la moribunda lo conmovió, el nómada le acariciaba la frente, intentando consolarla durante sus últimos minutos. El Agente Ejecutor hubiera sido incapaz de hacerlo: los implantes biónicos lo habían insensibilizado hasta un grado antinatural. 

¿Qué demonios me ha pasado?, meditó. ¿Acaso ya no soy capaz de sentir nada?    

La muchacha echó la cabeza hacia atrás, sus ojos oscuros se tornaron vidriosos, los despojos que formaron su cuerpo se estremecieron y murió escupiendo un borbotón carmesí por la boca. Sálvat se incorporó, sus rasgos marmóreos estaban contraídos por una cólera inhumana que amenazaba con consumirlo.
—Deberíamos enterrarla.
Stark fue pragmático:
—Quizá más tarde —dijo—. Primero debemos acabar con Liu.
El gigante analizó las enormes huellas que se perdían en la madrugada en dirección a las montañas de Table Top:
—Supongo que tienes razón.
Dorian sacó un puñado de anfetaminas del bolsillo interior de su destrozada gabardina. El efecto de las pastillas acrecentó su sed de venganza y su ánimo introspectivo: quedaban deudas por saldar. 
—Si ha entrado en contacto con la Hermandad Seri estaremos en inferioridad de condiciones. Lo sabes, ¿verdad?
Sálvat amartilló la escopeta:
—¿Crees que me importa? —La mirada hosca del nómada no esperó respuesta a su pregunta— ¡Sandy, a mí! —gritó y la moto obedeció—. Desde ahora considerarás a Dorian como aliado, no podemos dudar en medio de un combate.
—¡Me enseñaste a desconfiar de los cyborgs, Sálvat! —protestó la moto.
El Nómada miró al alemán y dijo:
—Éste no lo es, Sandy.
Dorian apreció aquellas palabras, no se había percatado de cuanto necesitaba ese reconocimiento.
—¿Puedes hacer que este aparato me obedezca? —preguntó a Sálvat.
—Yo sentí igual que tú cuando la conocí, pero Sandy salvó mi vida muchas veces y ha demostrado mayor lealtad que los humanos. Para mí es una amiga, no una herramienta.
Stark no hizo ningún comentario y se dedicó a estudiar la zona en busca de una pista. Sandy activó sus sensores.
—Te ayudaré un poco, humano incompleto. —murmuró.
EL brazo mecánico de Dorian se contrajo para catapultarse contra el carenado, pero se frenó a tiempo.
—Otro comentario de esos y verás quién queda incompleto.


4

LIU


El Painkiller se detuvo ante el farallón de roca, bajo la luz de las estrellas sus cubiertas blindadas le conferían un aspecto fantasmal. La pintura color arena había desaparecido por la erosión del desierto, de otro desierto. Su torreta se erguía a casi ocho metros del suelo, lo brazos articulados se mantenían en guardia, el derecho con un racimo de armas de guerra, el otro con cuatro dedos como tenazas. Emplazados en un hombro, seis lanzamisiles esperaban con su munición completa para entrar en acción. Liu se ubicó debajo del robotóide, entre las gruesas columnas que eran sus patas mecánicas.
La mujer vestía de negro, la única parte descubierta del cuerpo era el rostro. Bajo profundos ojos de ébano contrastaban una boca y nariz pequeñas, la piel carecía de color; enmarcada en la cabellera negra y brillosa por el fijador, poca humanidad lograba descubrirse. Y en verdad, a Liu le tenía sin cuidado. Cuando niña había conocido los antros más exclusivos del Aro Dorado, primero como ciber prosti- tuta y luego como transportadora de software, pero su realización llegó cuando la nombraron “infiltradora”. Los hackers famosos se pusieron en guardia, los virus creados por Liu burlaban uno tras otro los firewalls más intrincados, nadie podía con ella. Trataron de anularla de mil formas en la Red, sin ningún éxito. Si el mundo hubiese sido cibernético, Liu lo habría reinado, pero su humanidad la traicionó, precipitando su caída.
En aquellos días, cuando le demostraba a los hackers sus interminables trucos, tenía un compañero de alcoba que la convenció de realizarse implantes cibernéticos, estaban de moda los mecanismos de autodefensa en los brazos y las piernas, cosas como dagas en los antebrazos, filamentos microscópicos en las muñecas o bisturís láser en los dedos. Liu fue más allá, armó una terminal para estar todo el tiempo en la Red, dos láminas de silicio adosadas a los lóbulos parietales y conectados directamente con su cerebro. El mundo como lo conocía, se diluyó en una cortina de bytes. Dejaron de interesarle los hackers, tampoco la motivaba el sexo, su alimento desde ese momento fue software; si era necesario, mataba para obtenerlo.
La ciber mafia se enteró y la contrataban como mercenaria para los trabajos más sucios, pagándole con el software de descarte, programas viejos y desechados que para Liu eran tesoros. Así, se programó para mantener su físico, al que había descuidado al principio del cambio. Explorando antiguas bibliotecas virtuales halló la brecha dimensional y logró venderle la información a un cliente que le prometió un enorme paquete de programas si establecía un enlace con cyborgs en este plano. También le cedió dos Painkillers, dos Matadolores, para la tarea.
Había perdido la conexión del rastreador que envió hacia el norte, significaba que había sido anulado y sospechaba que su viejo enemigo nómada, el entrometido de Sálvat y su moto parlanchina, estaban siguiéndole el rastro.

Peor para ellos, pensó. No los recibiré sola.

Sobre la cresta rocosa del farallón aparecieron varias figuras, encorvadas, de andar tortuoso. Una de las sombras, la más voluminosa, se adelantó y gritó con voz cavernosa:
—¿Qué quieres, nena? ¿Tu juguete no es demasiado grande para ti?
Liu sonrió, no fue un gesto real, sólo una excelente imitación extraída de su banco de datos. Estiró el brazo para exhibir lo que traía: sujetadas por los cabellos, dos cabezas cercenadas chorreaban sangre.
—Esto es lo que queda del poblado que estaba en mi camino, no eran guerreros, por eso no tenían ningún valor para mí ¿Saben pelear? —Sus palabras fueron acompañadas por las armas del Painkiller activándose.
Los individuos salieron de las sombras, saltando frente a la Infiltradora.
—¿Y qué ganamos nosotros? —dijo el que parlamentaba—. Aparte de seguir vivos, claro.
—Tomarán todo lo que quede, excepto el software, eso siempre es para mí.
—De acuerdo, nena —dijo el otro invitando a Liu con una botella de aguardiente que fue rechazada por un brusco ademán—. La Hermandad Seri a tu servicio.


5

ASESINOS NATOS


Silenciosos, ambos hombres cruzaron las dunas, se detuvieron detrás de unos peñascos y estudiaron la escena que se desarrollaba delante de sus ojos. Enfrente, la luna llena bañaba los contornos de los edificios arrasados por las llamas. A contraluz, entre las viviendas agonizantes, figuras borrosas saqueaban todo lo que podían encontrar. Sálvat masculló lleno de odio:
—Hemos llegado demasiado tarde.
Stark fue incapaz de responder, una sensación abrasadora invadía su alma como un puño candente: sus enemigos pagarían sus crímenes aunque fuera lo último que hiciera. Sonota era un puñado de ruinas moribundas, los edificios que unas horas antes se erguían en el desierto habían sido ani-quilados por la Hermandad Seri. Durante un momento, el alemán fue consciente de que había cometido matanzas de igual o peor calibre durante sus operaciones de exterminio: no se diferenciaba en nada de aquellos individuos.

Soy un asesino, pensó con los labios apretados. No merezco vivir.

A su mente regresaron las misiones de los últimos años: el hedor de la muerte, la sed de sangre, los gritos de sus oponentes, los cadáveres destrozados, el rugido de los proyectiles... La voz del nómada lo apartó de sus negras elucubraciones:
—¿Te encuentras bien, Dorian?
El Agente Ejecutor fue cortante:
—¿Qué clase de armamento posee tu motocicleta?
Sálvat respondió:
—Todo lo que podemos necesitar.
Una vivienda se desplomó entre un rugido de cascotes y vigas rotas. Una imponente figura metálica recorría las calles, rematando a los supervivientes con sus ametralladoras pesadas, inmune al fuego o a la catástrofe que había desatado: el sonido de las ráfagas ahogó los alaridos de los habitantes del pueblo. El Agente Ejecutor recorrió con una mirada calculadora la superficie blindada del robotóide:
—¿Cuál es el punto débil del Painkiller?
El gigante desvió involuntariamente la vista hacia el lanza-granadas:
—El modelo 991 es igual que el 707 —indicó—. Tendremos que dispararle por detrás.
El alemán esbozó una sonrisa oblicua:
—¿Tan fácil?
Sálvat le devolvió el gesto:
—Claro.

Dorian experimentó una corriente de afinidad por aquel extraño individuo, una sensación de camaradería que pensaba que jamás volvería a experimentar: las barreras emocionales levantadas tras la muerte de Müller desaparecían sin que fuera consciente de ello. Sabía que podía confiar en el nómada, éste vigilaría su espalda cuando entraran en com-bate, mejor incluso que los Agentes Ejecutores de la Orden de los Centinelas. Ambos eran completamente distintos. El gigante, con su larga cabellera rubia, sus rasgos angulosos y sus mutaciones psíquicas, difería del alemán, de comportamiento taciturno, rostro pulcramente afeitado y hábitos de drogadicto. Sálvat recordaba a la dureza del desierto, al sol implacable que bañaba las dunas y a la supervivencia más elemental. Stark evocaba a la civilización, a la robótica que aniquilaba el presente y a la alta tecnología.

La motocicleta comunicó:
—¿A qué esperas para acabar con Liu, amo?
El alemán sacó una W-PPK del arnés y amartilló el arma:
—¿Tienes algún plan?
Su compañero preparó la escopeta:
—Nos superan por tres a uno —comentó—. Primero debemos eliminar a los miembros de la Hermandad Seri.
Dorian asintió: 
—¿Qué piensas hacer con el Painkiller?
—Sandy se ocupará de entretenerlo.
—¿Y después?
—Tendremos que conseguir que Liu salga del robotóide.
Dorian enarcó las cejas:
—¿Cómo?
—Ya se nos ocurrirá algo.
—Estupendo.
El hombretón ignoró el sarcasmo del alemán y se dirigió al vehículo:
—Ya sabes que lo tienes que hacer.
Sandy ronroneó:
—De acuerdo, Sálvat.

Sin más preámbulos, descendieron la empinada colina y se adentraron en la oscuridad. A medio kilómetro de distancia, la carnicería alcanzó su clímax: gritos agónicos, risas demenciales y voces ebrias llegaron a sus oídos entre el crepitar del fuego. El Agente Ejecutor torció el gesto, asqueado, detestaba aquel estúpido derramamiento de sangre, la necesidad que sentían los hombres por destruir, de aniqui- lar a sus iguales.

No tenía que haber matado a aquellos cretinos, reflexionó. Gracias a mí sus compañeros han tenido la excusa perfecta para asaltar el pueblo.

La culpabilidad apretó sus entrañas y lo obligó a rechinar las mandíbulas: estaba apunto de perder el control de sus actos. Después de quince minutos de marcha, llegaron a la entrada de Sonota. Las viviendas ardían siniestramente, enormes humaredas se elevaban el aire, devorando todo lo que encontraban a su paso. No quedaba ningún supervi- viente: los asaltantes se habían ensañado con los aldeanos. El ambiente caótico se tiñó de sangre, estriado por la cortina carmesí que convertía la noche en un crisol. El nómada se detuvo detrás de un todoterreno, se limpió el sudor de la cara y estudió la avenida coronada por las llamas resplandecientes:
—Debemos esperar —dijo—. No te separes de mí.
Stark se inclinó a su izquierda:
—¿Esperar? —inquirió—. ¿A qué?
En aquel momento, un misil destelló en el aire y chocó contra la cabeza del Painkiller. El engendro mecánico se volvió y buscó a su inesperado agresor. La motocicleta volvió a atacar y salió a toda velocidad del pueblo. El Painkiller abandonó su posición, atravesó una vivienda, aplastó los cadá-veres diseminados por el suelo y salió detrás del vehículo buscando venganza.
—¡Es mía! —aulló Liu—. ¡No os atreváis a tocarla!
El gigante rió sin humor:
—Terreno libre —dijo—. ¡Vamos!   
Una ráfaga de aire limpió la calle y arañó el rostro del alemán: faltaba poco para que la tormenta de arena barriera el desierto. Sálvat se incorporó, corrió hacia la derecha y penetró entre dos edificios con el dedo en el gatillo. Inesperadamente, tres enemigos doblaron una esquina, encarándose frente a Stark, borrachos como cubas. El hombretón disparó, los cuerpos saltaron hacia atrás, traspasados por balas de punta endurecida, y salpicaron una pared con sus entrañas. El Agente Ejecutor extendió la zurda, sus ojos biónicos taladraron la negrura y le voló la cabeza a un francotirador oculto al final de la avenida. El gigante sonrió, agradecido, mientras le arrancaba una ristra de granadas a una de sus víctimas:
—Te debo una.
Dorian no le dio importancia al tema:
—Estamos en paz.
De inmediato, salieron de la calle y avanzaron hacia el norte. Una figura abrió fuego entre las sombras. Sálvat se agachó, esquivó la andanada y le reventó el esternón a su adversario. Dorian alcanzó al cadáver, le arrebató la Kalashnikov y desfiló entre las casas con el arma rebotándole en la cadera izquierda. Tres oponentes salieron a su encuentro con las ametralladoras por delante. De una certera descarga, derribó a dos de ellos, arrojó el arma vacía y desenvainó las cuchillas retráctiles. El superviviente lanzó un chillido de terror antes que el Agente Ejecutor le rebanara el cuello de parte a parte.   
—¡Sálvat! —gritó—. ¡Detrás de ti!      
Un grupo de enemigos corría hacia el nómada. Sálvat quitó el seguro de una granada, la arrojó por un recodo de la calle y se refugió detrás de un muro. El fragor de la explosión hizo temblar la vivienda, los cuerpos saltaron en pedazos y se desplomaron entre el Apocalipsis que los cercaba. Stark desenfundó la otra pistola mientras recorría la calle con los cinco sentidos alerta, secundado por su compañero. Un adversario disparó desde una ventana. La detonación le rozó la mejilla. El hombretón devolvió el ataque y le abrió el rostro. El cadáver soltó el arma, se inclinó hacia delante y cayó con un crujido de huesos rotos. El alemán se volvió y agotó los cargadores con una mueca sádica: dos oponentes escondidos en un portal perecieron completamente acribillados. El gigante sintió un escalofrío: la expresión de su aliado le había puesto la carne de gallina.
—Disfrutas matando, ¿verdad?
Fríamente, Dorian recargó los tambores vacíos:
—Forma parte de mi trabajo.     
Continuaron adelante y se adentraron cada vez más en el pueblo: el humo les impedía ver con nitidez. Una mujer cruzó la calle, aterrada, aullando como una fiera. Un disparo la alcanzó por la espalda, le traspasó el esternón y la derribó por los suelos. Sálvat arrojó una mina dentro de un edificio, el estallido abrió la pared y arrojó a un oponente con su físico grotescamente contorsionado. Rodearon una vivienda apunto de venirse abajo. Las llamas recorrieron la fachada y propagaron un calor insoportable. El alemán localizó a cuatro enemigos a una manzana de distancia. Implacable, los fulminó sin darles tiempo a reaccionar. 

Aficionados, pensó con desprecio. Esperaba más resistencia.          

El nómada abatió a un oponente, la descarga le alcanzó en el estómago y casi lo partió por la mitad. Dorian se alejó unos metros, salió por el flanco del edificio y acribilló por la espalda a una pareja que intentaba huir de la carnicería: la guerra era la guerra. Un inesperado silencio cubrió Sonota. Espoleado por la curiosidad, Sálvat abandonó a su compañero: unos gemidos ahogados escapaban de una casa que no había sido alcanzada por el fuego. Con cautela, se asomó por la puerta desencajada que se balanceaba sobre uno de sus goznes y estudió el interior de la estancia. Un individuo de facciones grotescas torturaba a un muchacho con una barra al rojo vivo, demasiado ocupado para percibir que habían masacrado a sus camaradas. Furioso, el nómada profirió un rugido y cruzó la estancia con una mirada asesina. El hombre se volvió en el último momento pero fue demasiado tarde: el impacto de la culata de la escopeta le reventó los dientes, su cuerpo se desplomó soltando un reguero escarlata por la boca.

Exhausto, Stark ingirió varios estimulantes, se sentía deprimido y le dolían todos los huesos del cuerpo. Todo había terminado. La Hermandad Seri no estaba preparada para un ataque sorpresa, ni a la altura del Agente Ejecutor y de su compañero: habían tenido más suerte de la que merecían.

Aún falta el Painkiller, meditó. ¿Dónde diablos está Sálvat?
 
El Nómada salió de una vivienda. Su chaleco y su rostro estaban cubiertos de sangre. Una expresión funesta llenaba sus rasgos y un cuchillo enrojecido brillaba en su mano.  Dorian tosió por culpa del humo:
—¿Qué ha pasado? 
Sálvat se mostró desdeñoso:
—He encontrado a uno de estos bastardos torturando a un crío.
Stark no se molestó en inquirir nada acerca del incidente: la espeluznante apariencia del hombretón bastaba para explicar el destino del atormentador.


6

HERMANOS DE SANGRE


—Toma —dijo Sálvat entregándole el extraño lanzagranadas—. Ya debe tener munición suficiente para derribar al Painkiller, dos disparos, asumo.
El Agente Ejecutor comprobó el peso del arma y las lentes: el arma le agradó
—¿Y ahora? —quiso saber.
—Esperaremos a Sandy.

La moto robot ganaba terreno delante del armatoste que no podía alcanzarla. Liu era conciente de que Sandy detectaba que armas activaba el Painkiller y eludía con facilidad todos sus ataques. Buscó entre sus programas de inteligencia bélica algo que le sirviese para alcanzar a su presa. De pronto se dio cuenta que volvían hacia el poblado y al instante sintió el impacto.
Un proyectil había perforado el blindaje limpiamente, ella con gran destreza desprendió las cintas de seguridad que la unían al asiento en la cabina del Matadolores y puso la máquina en automático. Abría la portezuela de la carlinga cuando otra detonación estremeció al armatoste y cayó a la arena desde la parte inferior, entre las patas del robotoide.

A medio kilómetro de ahí, el alemán sonrió con suficiencia:
—¿Crees que aproveché las únicas dos balas, colega? —dijo al Nómada.
—Como nadie, pero esto no termina. Ahora estará en automático, con el programa “Mata a todo”. En la casa, donde terminé con el torturador, había una caja con granadas. Irás en Sandy, mientras me encargo de Liu ¿Estás de acuerdo?
—Desde ya, pero la moto…
—Si eliminas a ese Painkiller —opinó Sandy—, atropellaré a quién se atreva a llamarte cyborg.
—Hecho. —asintió Stark montando el vehículo, apenas se acomodó sintió el tirón de la aceleración. Recogieron la caja con granadas, diez en total y avanzaron al encuentro del robotoide.

Corriendo a velocidad inhumana, gracias a sus piernas de huesos y músculos cibernéticos, Liu llegó a la salida del poblado que daba a la interestatal. Vio a Sandy, piloteada por Dorian, al que no conocía, entonces percibió una sombra a sus espaldas. Se volvió con la agilidad de una pantera, pero sus piernas no alcanzaron a Sálvat, que bloqueó el golpe con el antebrazo, en el mismo llevaba su cuchillo de supervivencia. Quería terminar lo antes posible, Liu estaba armada hasta los dientes, cada minuto era una oportunidad para que ella esgrimiese uno de sus juguetes. Lanzó una finta, pero los reflejos de la mujer la eludieron. Así estuvieron un largo minuto lanzándose golpes y estocadas, hasta que de pronto, la hoja del puñal desapareció y Sálvat sintió que la empuñadura quemaba en su mano. Tuvo que soltarla cuando sintió el cuero de su guante fundiéndose en la carne, La Infiltradora reía, en la punta de sus dedos brillaban los filamentos de cuatro bisturís láser.

Mientras se aproximaban al Painkiller, Dorian colgó de su cinto utilitario todas las granadas, aunque antes de llegar, notó que los tubos de misiles anticarro, que flanqueaban el porta equipaje de la moto, se activaban colocándose en án- gulo de disparo. Sandy frenó y dos soportes se desplegaron para afirmarla al suelo.
—Tapate los oídos, med… Dorian. —advirtió la moto robot y al instante salieron dos proyectiles. Dieron de lleno en la cintura del enemigo blindado. Este se detuvo, parecía tener dificultades para moverse.
—¡Ahora, Sandy! —gritó el Agente Ejecutor—. ¡Gira a su alrededor! ¡A máxima velocidad! —Dorian no tenía idea a cuanto podía acelerar, pero su costumbre de desafiar a la muerte hizo que ignorase el peligro. El Painkiller también comenzó a girar, exhibiendo armas de su interior. Poderosas ametralladoras que destruían el terreno detrás de Sandy y el alemán.

El Nómada y Liu continuaban trenzados en lucha cuerpo a cuerpo, en todo momento, las nocivas puntas dactilares eran evitadas por Sálvat, pero esa contienda no podía ganarla la fuerza, ni la agilidad, la Infiltradora no transpiraba ni una gota de cansancio, mientras su contrincante estaba bañado en sudor y ya respiraba agitado. Sólo le quedaba utilizar sus facultades psíquicas.
La mente de Liu, todavía era en un noventa por ciento orgánica, al igual que su sistema respiratorio y digestivo. Sálvat utilizó un truco que lo había salvado antes, en combates contra cyborgs, robarle la vitalidad. Consistía en concentrarse en su victima y al igual que un vampiro, extraerle vi-gor hasta dejarlo exhausto, él en cambio se revitalizaba, lo único que le molestaba era que también hacia propios las angustias, anhelos y odios de su blanco.
El sistema de control, que Liu había creado para cuidar su parte orgánica comenzó a informarle de un agotamiento abrupto de los músculos y una disminución asombrosa de sus sentidos, se derrumbó a un lado, mientras Sálvat se sentía asqueado al verse sumergido en la podrida mente de la mujer. Se agachó, dispuesto a rematarla, pero olvidó que Liu comandaba sus armas desde sus computadoras parietales, cuatro finísimos rayos láser le atravesaron los bíceps. Gritó de dolor al tiempo que se derrumbaba de espaldas.

La estrategia estaba dando muy buenos resultados, Dorian se mantenía de pie sobre el asiento de Sandy, Las piernas biónicas tenían reguladores de equilibrio automáticos, un ser humano normal no hubiese podido mantenerse. La circunvalación al Painkiller se completaba por tercera vez, el terreno alrededor era montañas de escombros, humo y pólvora. Entonces, se sintió volar por los aires. La onda expansiva del último ataque del robotóide había hecho que las ruedas de Sandy mordieran el arruinado terreno provocándole un derrape. El Agente Ejecutor rodó sin lastimarse, gracias a su entrenamiento. De un vistazo, descubrió que estaban en los límites de la villa y detectó a Sálvat, peleando contra la mujer. El robotóide al parecer también lo había hecho, porque giró el torso hacia ellos, con un perturbador chirrido de metales. Dorian sopesó una granada en cada mano y las lanzó hacia la cintura dañada. La explosión lo catapultó a varios metros, pero vio con satisfacción como el monstruo artificial se partía en dos, la tierra vibró bajo sus pies y todo fue envuelto por un espeso manto de polvo

Liu se hallaba sobre el Nómada, dispuesta a calcinarle el cráneo, cuando el polvo la ahogó. Sálvat reaccionó de inmediato, lanzándole un gancho al mentón, pudo oír como el cuello se partía, antes de golpear el suelo. La visibilidad aumentó con rapidez, miró hacia el norte, Dorian caminaba despacio y Sandy apareció detrás del robotóide caído.
El Agente Ejecutor también lo miraba, levantó el pulgar, pero antes de que el Nómada le respondiese, escuchó el sonido característico de un arma al correr el proyectil de la recámara. No necesitó volverse para saber que de algún modo, el Painkiller dirigía la boca de una ametralladora contra Sálvat. No había tiempo para advertencias, ni siquiera para un pensamiento. Dorian reaccionó, nunca supo la razón verdadera, sólo se vio lanzando las últimas dos granadas e interponiéndose entre las balas y su nuevo amigo. En el fragor de los impactos, fue conciente de Sandy descargando sus ametralladoras contra el Painkiller y la munición candente que atravesaba su amada parte humana.

Sálvat corrió, gritando de frustración, alcanzó a Dorian en  dos minutos. Sandy continuaba disparando contra el armatoste, a pesar de que ya estaba por completo destruido. Stark era un estropicio de carne destrozada y sangre en abundancia, no podía hablar, tan sólo los ojos expresaban su desesperación. No le importaba morir, estaba preparado para eso, incluso muchas veces lo había deseado, pero te- mía que lo reconstruyesen los cibercirujanos, convirtiéndolo en su peor pesadilla.
Sálvat supo todo eso debido a su telepatía, pues no era una capacidad que controlaba a voluntad, eso hubiese deseado, oía las mentes de todas las personas como si fue- sen radios transmitiendo en distintos volúmenes, no podía evitarlo.
Se acuclilló junto a su amigo, Sandy se ubicó del otro lado. La mente del alemán gritaba: —¡Matame, amigo!
—No serás un cyborg, Dorian —aseguró Sálvat—, no esta vez.
Colocó las manos sobre el moribundo, el desierto alrededor se conmovió, los arbustos se marchitaron y las serpientes se secaron. Los zopilotes que rondaban la villa atraídos por los cadáveres se precipitaron al suelo sin vida, casi todas las alimañas, en un kilómetro a la redonda murieron o se sintieron agonizar. En cambio, las horribles heridas de Dorian se curaron a una velocidad asombrosa, cauterizándose y regenerándose sin dejar cicatriz. Diez minutos después estaba como nuevo, sin angustias ni cansancio. Se puso de pie y ayudó al Nómada a incorporarse.
—¿Qué hiciste? ¿Cómo…? —dijo anonadado.
—Es algo que jamás realizo. Te dije que tengo varias habi-lidades paranormales, con esta puedo curar, pero tiene la consecuencia de que toma la vida de otros seres, muchas criaturas murieron, hice mi elección.
—Gracias, Sálvat. No sé si valdrá la pena… —replicó Stark palpándose el torso.
—Yo hubiera hecho lo mismo si tuviera ese poder. —añadió Sandy, robándole una sonrisa extraña al Agente Ejecutor.
—Debo regresar a mi universo —dijo el Nómada montando la moto—. ¿Quieres que te alcancemos a alguna parte?
—Ya has hecho demasiado —replicó—. Estaré bien aquí.
—Claro —dijo Sálvat mientras giraba el acelerador para  perderse en el horizonte.
Stark dio la vuelta, sin perder tiempo.


EPÍLOGO


Horas más tarde, cuando hubo pasado la tormenta, Dorian emergió de la única vivienda que quedaba intacta en Sonota. Los acontecimientos del día anterior regresaron a su cabeza, irreales, todo parecía haber sido un sueño. El alemán ajustó la trinchera en torno a sus hombros y observó las calles aniquiladas del pueblo: la realidad no admitía excusas, aquellas personas habían muerto por su culpa. Apartó los remordimientos de su mente, dejó el cadáver del muchacho atrás y cruzó la avenida desierta. En el cielo nublado, unas siluetas negras giraban sobre las ruinas de la ciudad, espe-rando la ocasión propicia para llenar sus tripas. 

Buitres, pensó. No han tardado mucho en aparecer.       

A pesar de no haber dormido, el Agente Ejecutor se encontraba fresco y relajado, las heridas provocadas por el Painkiller sólo eran un mal recuerdo: una imagen tenebrosa anclada en el fondo de su subconsciente. Una ráfaga de viento tremoló los pliegues de la gabardina y le hizo entrecerrar los ojos: extrañaba sus gafas de sol. En derredor, los incendios habían sido apagados por la tempestad, espirales de humo escapaban de los cascotes ennegrecidos y teñían la mañana de cenizas en suspensión. Stark hundió las manos en los bolsillos, traspasó la calle cubierta de escombros, marchó ante las casas aniquiladas y se dirigió hacia la salida del pueblo. Por alguna razón que desconocía, no deseó partir con el nómada, las experiencias sufridas desde la noche anterior aún lo perturbaban, prefería estar solo para poder reflexionar. Al rememorar el ataque del robotóide, sintió como un escalofrío recorría sus circuitos biosensitivos y le ponía la piel de gallina: un misil le arrebató su humanidad y lo convirtió en una máquina hacía más de una década. Dorian suspiró, esbozó una mueca amarga y se dirigió a uno de los vehículos de la Hermandad Seri aparcados en el linde de Sonota. Al llegar al coche, comprobó que se trataba de un modelo arcaico del Siglo XX que funcionaba con gasolina. Divertido, estudió el Plymouth Fury blanco y rojo de 1958: aquel vehículo debería estar en un museo. Revisó el motor, las ruedas y el combustible que restaba en el depósito: todo estaba en orden. Tomó asiento, ajustó el sillón,  los espejos retrovisores y agarró los mandos con los que no estaba familiarizado. El alemán arrancó la cubierta plástica situada debajo del volante, cogió los cables e hizo un puente: el motor arrancó al segundo intento. Oprimió el embrague, metió la primera marcha y apretó el acelerador: las calles destrozadas quedaron atrás.

Por lo menos salvé su vida, meditó. Ojalá hubiera hecho lo mismo por Hugo.



FIN



Alexis Brito Delgado y M.C. Carper




  
        

     




viernes, 19 de julio de 2013

La Ciudad Vacía - Cuento de Ciencia Ficción - M. C. Carper



Siguiendo la cronología de las aventuras de Sálvat en el mundo apocalíptico del planeta Arena. He aquí un nuevo cuento del Nómada. La idea de escribirlo fue consecuencia de una conversación entre amigos sobre esas ruinas del pasado que aparecen por todo el globo. Edificios que fueron testigos de otra época, envueltos es misterios, donde equipos de arqueólogos se esfuerzan por traducir códices. Me pregunté ¿Qué tal si Sálvat encuentra algo así? Claro, tiene que haber una dosis de ciencia ficción. Este relato ha sido publicado en diferentes medios.

La Ciudad Vacía

Ahora es el momento
El Hombre de Hierro liberará el miedo
Venganza desde la tumba
Viene a matar a los que una vez salvó

(Iron Man de Black Sabbath)



Sálvat y Dlanki huían para salvar la vida. Atravesando kilómetros de tunas gigantes. Heridos por las espinas, con la ropa convertida en hilachas. Se detuvieron a tomar aire cuando en el silencio del desierto escucharon el crujir mecánico que los perseguía desde el día anterior. Corrieron  dejando atrás la sombra de las tunas para continuar escalando una ladera de piedras desmenuzadas. Trepar con el estómago vacío fue una dura prueba para los jóvenes, pero prevalecía la infatigable adhesión a la supervivencia.
El mayor de los hermanos ajustó de un tirón la vincha en las sienes,  la larga melena de color paja, oscurecida por el sudor cubría su espalda. Un retorcijón en el costado  lo obligó a detenerse mientras el pecho bajaba y subía. A cada momento, ambos volvían la mirada con temor de tener encima los terribles cañones del enemigo, los ojos marrones de Sálvat apenas se distinguían bajo la sombra de las cejas. Estiró por costumbre su mano hacia la cantimplora para recordar que había bebido la última gota dos horas atrás.
Los rayos del sol amarillo azotaban el desierto. Ni siquiera podían maldecir, con la lengua reseca y los labios partidos.
Días atrás, se hallaban descansando en el Oasis del Loco, a la sombra de palmeras, oyendo el rumor del manantial, mirando las aves jugueteando. Su clan era conocido como Los Pumas, conducido por Ahnloc, el nervudo mutante que dirigía a cincuenta familias por el páramo. No tenían enemistad con otros clanes, pero tras varias incursiones a la opulenta Ciudad Oro se ganaron el odio de los citadinos, quienes no dudaron en contratar tanques robots para limpiarlos del desierto. Eran las unidades Painkillers, las Matadolores. Terribles bastidas autopropulsadas por piernas de hierro, en ocasiones apoyadas por helicópteros también robóticos.
Las posibilidades de  los nómadas eran nulas, los cuchillos y las flechas poco podían hacer contra armas de fuego de grueso calibre. Las fábricas del país norteño, Progreña, canjeaban el servicio de las Matadolores por alimento, agua o combustible, pues en esa parte del planeta se comerciaba por medio del trueque. En las Ciudades-Estado usaban papeles que no tenían ningún valor fuera de sus muros.
Las Matadolores habían cercado a Los Pumas al final del invierno. Las tormentas de arena les dieron una vía de escape hasta el comienzo del verano cuando los mortíferos proyectiles achicharraron el campamento de las mujeres y niños del Clan. En medio de una desordenada fuga, los hermanos vieron la cabeza de Ahnloc desecha por las patas de una PainKiller, fue una matanza. Las máquinas no sabían de piedad, cansancio o tregua. Nada más continuaban hasta cumplir su objetivo. Sálvat no se cansaba de buscar una debilidad en esos aparatos, pero los atentos ojos eléctricos descubrían su presencia siempre. Acercarse a menos de cien metros era muerte segura.
Huyeron en motos, pero los sensores de los robots les siguieron el rastro. Luego, sin agua ni combustible, las motos fueron inútiles. Los muchachos se enterraron en la arena, alimentándose de algún ocasional teyú. Transcurrieron un par de días hasta que se animaron a buscar comida, pero atisbaron la silueta de una Matadolores contra el horizonte carmesí. Con la certeza de haber sido descubiertos, emprendieron la huida hacia el sur, a través del mencionado bosque de tunas. Aunque los mecanismos que impulsaban las piernas eran muy lentos y no podían darles alcance mientras corriesen, la extenuación los estaba venciendo. Con el sonido de los engranajes encima, comieron las flores que aparecían a su paso y bebieron de las carnosas hojas sin dejar de correr hasta “Los Escombros”: una sucesión de montículos formados por cascotes al pie de las cumbres que bordeaban el Gran Erg. Decían que Los Escombros era una ciudad reducida por bombardeos en la época anterior, pero nadie tenía pruebas de esa leyenda. La cadena de cerros se extendía por varios kilómetros, elevándose gradualmente hacia el norte como frontera natural del desierto. Si lograban traspasar los médanos de pedruscos y las colinas, descenderían a las praderas del sur, hasta la costa.
Enceguecidos por el agotamiento, tropezaban con los desniveles del suelo para incorporarse como locos. Una pierna de Sálvat se hundió hasta la rodilla en la grava.
—¡Mierda! —exhaló con el sudor perlando su frente. Deseó tener una chilaba para que el agua de su cuerpo no fuera absorbida en el calor. Esta vez no quiso volverse, sabía que los perseguidores avanzaban imperturbables.
—¡Ya casi estamos en la cima, Sálvat! —exclamó Dlanki. El esfuerzo del ascenso los estaba llevando al límite de la resistencia, las piernas les punzaban de dolor.
 Llegaron a la cúspide y se arrojaron en la ladera del otro lado, un poco de sombra los alivió. Jadearon sin aliento allí tendidos, Dlanki fue el primero en incorporarse.
—¡Mira! —dijo señalando hacia abajo, donde la depresión se ensanchaba. Todo estaba en sombras. Sálvat concentró la mirada.
Pudo distinguir un puente en ruinas atravesando el abismo, los cables tensores y el armazón de hierro no eran de esa época.
—Después de todo hay algo de verdad en la historia del bombardeo —mencionó Dlanki—. Tratemos de cruzarlo.

Esa nueva oportunidad de escape los reanimó. El puente estaba en pésimas condiciones, pero pasarlo no fue gran obstáculo para los nómadas, habituados a saltar y trepar. Ninguna Matadolores podría avanzar por ahí, el peso de los tanques desarmaría el pasaje. Si ese era el único acceso a las colinas, podían considerarse a salvo.
Una vez del otro lado, treparon por una cornisa de la pared. Mirando fascinados la negrura del abismo, nadie podría sobrevivir a una caída. Doscientos metros más arriba había un terraplén con una inclinación que permitía un fácil ascenso. Se abría a una explanada con una pared rocosa al final, donde el viento corría furioso.
 Una hendidura oscura en la roca atrajo la atención de ambos; era una grieta carcomida por la erosión de un deshielo antiguo. Un corredor de roca. Por el que podía pasar  una persona de lado. La luz en el extremo opuesto resplandecía a unos cien metros, Sálvat decidió tomar la delantera, ingresando. Dlanki no tardó en imitarlo. Al salir, contemplaron la abertura de una gigantesca caverna, una garganta oscura con brillos extraños en el interior. Esos destellos en la negrura les erizaron los cabellos de la nuca.
Pero la curiosidad superó al miedo, sin prisa se internaron en la oscuridad.
El brillo que los asustaba no era otra cosa que el reflejo del exterior en los vidrios rotos de unas ventanas, había hoyos en el techo de la cueva. Allí, enterrados bajo toneladas de piedra y tierra, descubrieron construcciones de una extraña arquitectura. Jamás habían visto algo así, las escasas ciudades que conocían no tenían tantos edificios. El corazón comenzó a  golpearles el pecho de emoción, aquel lugar podía guardar riquezas que ningún habitante del planeta Arena había descubierto.
—Es una ciudad muerta, escondida. —Dijo Sálvat.
—¿Quién puede saberlo?
—¡El silencio! No se oye nada en este lugar. —apuntó el mayor.
—No sé por qué, pero me provoca escalofríos. —comentó Dlanki frotándose los brazos.
—Sí. Parece una tumba.

Afuera empezaba a atardecer. Dlanki había atrapado unas lagartijas para cenar. Los interiores de los edificios se conservaban bastante bien, pese al envejecimiento obvio de la madera y la tela, sin embargo era imposible que se mantuvieran así tanto tiempo.
 Tal vez el ambiente cerrado y seco las conservó, pensó Sálvat.
La ciudad, si lo era, carecía de un centro comercial o rutas para comerciantes. Parecía un pueblo aislado, pero con edificaciones majestuosas. Tras una breve exploración descubrieron que las construcciones se ubicaban como los radios de una rueda, desde un edificio central mayor con una especie de domo en uno de los ángulos. Lo rodeaba un muro por el que ingresaron sin dificultad, pues una parte se había derrumbado.
Estaban agotados, pero no soportaban la idea de dejar sin explorar la construcción del centro.
—El frente tiene una galería, no sé estimar cuantos pisos ocupa. —Comentó Dlanki.
—Este sitio fue abandonado antes de que naciéramos. Lo que los obligó a hacerlo debió ser una amenaza mortal.
—Tal vez esa amenaza aún exista. —murmuró el más joven, Sálvat se detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Quizá fue un veneno… o alguna peste.
—O radioactividad. —Acotó Sálvat.
—¡Deliras! No hay usinas nucleares aquí en el sur. Sólo en Progreña y por lo que he oído, venden muy cara la energía.
Aquello no era seguro, nadie recordaba cómo había sido ese lugar antes del declive del hombre. En el norte, las edificaciones eran restauraciones de ciudades antiguas, el sur no tuvo la misma suerte. Sálvat no aminoró el paso aunque el silencio y la oscuridad empeoraban su humor. Dentro del Domo, las condiciones de conservación eran muchos mejores que en los otros lugares, limpio y sin polvo. Las puertas eran en su mayoría transparentes, con cierre neumático. Una sola entrada, para salidas de emergencia se abría girando el picaporte, por ella ingresaron. El ambiente se mantenía seco y fresco. Dlanki buscó la manera de acceder a una ventana para mirar al exterior, la luz crepuscular se filtraba por la boca de la cueva, reflejándose en muros y columnas. Al llegar al ático, en el piso once, contemplaron los edificios bajos, muy cerca el techo rocoso de la caverna.
—Esto fue construido aquí dentro —conjeturó Sálvat—. La erosión pudo reducir el exterior de las colinas, pero esta caverna existía hace siglos. Este tipo de arquitectura es antiguo, del que vemos en las viejas revistas. Mira esas enormes barras de hierro bajo el techo de la cueva, esto era un refugio.
—¿Qué clase de locos vivirían en una caverna?
Sálvat no respondió. El lugar inspiraba desconfianza, lo sentía en los huesos. Estaba deshabitado; sin embargo todo el tiempo le escocía la sensación de estar siendo observado, con un enemigo al acecho. La oscuridad se acentuaba al internarse en la edificación con lo que sus sentidos se alertaron.
Descubrieron muchas escaleras. Juguetearon en una de amplios escalones que comunicaba varios edificios. La última que hallaron estaba disimulada en un pequeño cuarto. Bajaba hasta subsuelos no accesibles desde otros sitios. Por supuesto, descendieron.
Tras una oficina de recepción había una gran sala con paredes cristalinas, el interior tenía gabinetes y varios escritorios con computadoras, sólo la pared del fondo les llamó la atención, tenía una superficie irregular llena de aparatos, una mesa adosada con monitores y dos asientos. Se adelantaron con cautela y de pronto los asaltó el terror.
¡Las luces se encendieron!
El rumor de los aparatos les puso la piel de gallina. Los aires acondicionados, electrodomésticos, relojes de pared, todo cobró vida. Desde algún lejano grifo brotó un furioso chorro de agua.
Ambos nómadas se prepararon, lo que fuera que despertaba recibiría su violencia si los amenazaba.
Transcurridos unos minutos, nada ocurrió.
—Se activó automáticamente. —Gruñó Dlanki.
—Lo dudo. Esto no pudo mantenerse así tanto tiempo, es tecnología preholocausto. Alguien hace el mantenimiento…
—¿Robots?
Odiaban a los robots. Eran máquinas precisas de aniquilación, sólo los corruptos habitantes de Progreña los fabricaban. Sálvat anidaba un profundo rencor al país del lejano norte. Jamás había conocido a los norteños ni había estado en su territorio,  pero albergaba la esperanza de escarmentarlos algún día por enviar a las Matadolores contra ellos. Avanzaron dispuestos para la acción. En la pared izquierda pendían cuatro hileras de gabinetes. Tubos fluorescentes iluminaban todo, no había escondrijos a la vista.                                                                                        
—¿Qué es esto? —murmuró Dlanki, la respuesta le llegó con una voz estridente y desconocida. Los hermanos se pusieron en guardia.
—Mi denominación es M. R. Treinta y Uno. Soy el Computador Central de este refugio, El Bunker Número Cuatro.
Salvat aferró con fuerza su cuchillo, mirando con ardor en dirección al sonido de la voz proveniente de los paneles del fondo. Sin decir una palabra, ambos se adelantaron hasta el disimulado altoparlante.
—¡Bienvenidos al Campamento Número Cuatro! —los recibió cordialmente el Computador. Las cámaras se encendieron cuando cruzaron los sensores láser de la entrada. —añadió
—O sea que nos escuchaste. ¿Vas a atacarnos? —indagó Sálvat con los dientes apretados.
—Eso es inadmisible. Mi programación es evitar, y en situaciones extremas, minimizar el dolor y el sufrimiento humano.
Dlanki interrogó con la mirada a su hermano.
—No sé —dijo este—. Nunca nos topamos con algo parecido. —En realidad estaba fascinado con el encuentro, todo lo que había leído sobre las computadoras anteriores al holocausto atrapaba su curiosidad. Ahora tenía la oportunidad de conocer más. Era una fortuna que lo hubiese descubierto sólo con su hermano.
—¿Llevas mucho tiempo desactivada? ─preguntó al fin.
—Noventa y ocho años, cinco meses, dos semanas y seis días.
—Ffuuissss. ─silbó el Nómada─ ¿A qué se debió tu inactividad?
—Una rutina de ahorro de energía. Cuando dejé de percibir humanos durante medio año, cerré los sistemas uno por uno y sólo mantuve la vigilancia del perímetro y los sistemas de mantenimiento básicos, la presencia de un humano era lo único que podía reactivarme.                        
—¿Sabes qué ocurrió fuera de aquí durante tu sueño? ─quiso saber Dlanki.
─En eso deberé actualizarme. Si están dispuestos a ayudarme,  reuniré toda la información.
Contarle la historia como la conocían, no fue problema para los muchachos. En su infancia habían sido educados en una lejana ciudad, más tarde, los nómadas los instruyeron en supervivencia. Claro que tras cuatro largas horas de relatos sus estómagos mal alimentados comenzaron a quejarse. M.R. Treinta y Uno les informó de una sección destinada a fabricar comida en el nivel siguiente. Mecanismos automatizados conservaban y reciclaban los alimentos. Como habían supuesto, había muchos robots pero sólo eran aparatos simples con muy pocas funciones automáticas. Descubrieron como generaban los alimentos para los antiguos habitantes con una huerta hidropónica y algo denominado Biogranja, no tenían idea de por qué no la llamaban simplemente granja, pero pronto lo descubrieron. Una pequeña área de la huerta había sido desatendida, varias hortalizas nacían y morían de continuo ahí. La Biogranja los impresionó causándoles aversión. Ver cuerpos de pollos ciegos sin plumas colgando de cucharas de alambre bajo radiadores e inyectados de químicos les quitó el apetito. Fue aún peor, cuando vieron cómo se deshacían de los remanentes: Simplemente los arrojaban a un depósito de ácido, todavía vivos, si esa existencia podía denominarse vida.
Todo ello había cumplido e iniciado ciclos durante un siglo.
¿Con qué propósito hicieron esto los hombres de esa época?, esa pregunta los quemaba. Comieron frutas y legumbres, antes que las máquinas trajeran la comida de la Biogranja. Después siguieron conversando con el Computador, hasta que entre cada frase lanzaron enormes bostezos e inclinarán la cabeza con los ojos cerrados. Atento a cada detalle. M.R. Treinta y Uno les indicó dónde encontrar unos cómodos cuartos. Durmieron plácidamente como nunca antes en sus agitadas vidas.
Los días siguientes consistieron en intercambios intelectuales y un sin número de descubrimientos. Los baños los deleitaron. Para ellos, higiene y paz eran lo más cercano al paraíso. Pero la curiosidad de Sálvat era inagotable, no paraba de acosar con preguntas al cerebro computador sobre autos, música, armas y costumbres antiguas.
La música había acompañado a Sálvat desde muy temprano en su vida. Primero como huérfano en el hospicio y luego con los nómadas, en las ciudades se hacían copias de las antiguas grabaciones. Muchísimas antenas de radio se elevaban a lo largo y ancho del continente, los chicos siempre oían las radios que sintonizaban en el desierto. M.R. Treinta y Uno les informó de un equipo de radio de largo alcance que no demoraron en operar y las voces del mundo les llegaron claras, desde Fosa Fallac hasta Holania.
Sálvat pasaba tardes enteras grabando música. Distraído por la larga procesión de temas había olvidado hacerle una pregunta clave al computador, no espero a otro momento.
—¿M.R. Treinta y Uno? ¿Dónde están los habitantes de este lugar? ─habló bajando el volumen desde un mullido sillón.
—No lo sé, sólo puedo conjeturar que se han ido.
—¿Por qué? ¿Tenían algún motivo?
—Puedo mostrarte imágenes de los últimos días antes de  desactivarme. La sociedad de este campamento estaba administrada por el Alcalde Walsh. ─mientras hablaba, un monitor parpadeó mostrando video grabaciones de aquella época. Montones de gente, en la plaza de la entrada. Se veían árboles y flores. La ropa de la muchedumbre le pareció fantástica, pero les causaba pena: ese mundo  lleno de vida en un planeta fértil, jamás volvería a ser. En otro registro se veía al alcalde Walsh  dando un discurso a todo el pueblo reunido.                                                                                  —¿Estas imágenes no tienen sonido? ─las escenas mudas impacientaban a Sálvat.
—Es anómalo. Estos archivos se guardaron sin sonido.
—¿Hmmm? ¿Qué le estaría diciendo a la gente ese Walsh?
—El último mes, antes de ser desconectado, había pesadumbre en el campamento.
—¡Un momento! ¿No era que decidiste desconectarte al no aparecer ningún humano por medio año? —Sálvat sintió que el Computador no le había dicho todo.
—Es cierto. 
 Acabas de decir que te habían desconectado... —El cerebro de la máquina necesitaba que le hicieran las preguntas precisas para responder.
—Eso fue antes de que la gente desapareciera. Hay un lapso de treinta horas sin registros en mi memoria. Fue después de activarme que no hallé a ningún habitante.
—¿Estás diciendo que todos desaparecieron en treinta horas? —A Sálvat no le gustaban las cosas turbias y menos que una máquina se hiciera la misteriosa— ¿Justo cuando no estabas activo?
—Así es, no hubo fallos en mis unidades lógicas. Es de suponer que se llevó a cabo un proceso de desactivación.
—Debe ser fácil desactivarte. —Remedó el Nómada pero M. R. no captó la ironía.
—Se necesita la aprobación de tres altos funcionarios para ejecutar esa acción, es extraño que no me hayan notificado.
—Muy extraño. ─acotó el Nómada frunciendo el ceño. —¿Escuchaste el discurso de Walsh? ¿Tienes idea que le decía a la gente?
—El Alcalde Walsh hablaba a la población urgiéndola a prepararse para el Apocalipsis, el fin del mundo. Su salud se deterioraba. Los últimos días vivió encerrado en su oficina con la única compañía de R.O.D, su leal asistente.
—¿R.O.D?
—Su androide, la mascota del Campamento Número Cuatro. Era muy querido entre los desaparecidos. Sus programas le impedían separarse de ellos. Algo que no podían concederme a mí.
—Gracias, M.R. ─concluyó Sálvat bostezando de cansancio.  El misterio del lugar era más oscuro de lo que había imaginado. Se despidió para irse al dormitorio diciendo a M.R. que continuarían conversando sobre ese asunto.
—No puedo confiar en esta computadora. ─se quejó a su hermano menor. Estaban en uno de los cuartos de las barracas externas, lejos de las cámaras del complejo central.
—No puede mentir, Sálvat. Es una máquina, como las PainKillers, tiene una serie de funciones limitadas. No existían en esa época aparatos pensantes.
El otro joven lo miró torvamente. Se preguntó qué podía saber su hermano en verdad. Todo lo que conocían, lo habían leído o escuchado. Ahora estaban frente a frente con el pasado; lo experimentaban en la realidad, no eran cuentos.
—La historia es muy rara ─protestó Sálvat─. Este es el Campamento Número Cuatro, o sea que hubo otros. Tenían un jefe, un alcalde. Sabemos que la decadencia y el cambio de clima comenzaron hace doscientos años, supongo que este campamento fue creado para refugiar a los sobrevivientes, antes de que comenzaran las grandes hambrunas.
—M.R. te dijo que lo desconectaron. Quizá no querían que se enterase de algo.
—Es obvio. Ese tipo se encerraba en su oficina. Voy a encontrarla y averiguaré todo.
—Sí ─replicó Dlanki en un bostezo─, pero mañana, ya es muy tarde.
Apagaron la luz arrebujándose en las camas.
Sálvat abrió los ojos y de un salto estuvo de pie. Vio a Dlanki tan alerta como él. Ambos lo habían oído. El “Blam” de una puerta cerrándose. Tomaron sus cuchillos y sin vestirse exploraron las habitaciones. Por último se dirigieron a la entrada que daba al complejo, no había huellas ahí.
—¿Qué crees? ─musitó Sálvat.
—No estamos solos —Afirmó Dlanki—. La otra noche me pasó algo raro, no iba a decírtelo pues creí que lo había imaginado.
—¿Qué?
—Dormía cerca del edificio en forma de domo, el más chico que está en el fondo de la cueva. De pronto me sentí observado y miré en la dirección que me molestaba. Creí adivinar una forma en las sombras. Fue un instante; al dirigirme al sitio no encontré nada.
—Igual que ahora.

Despertaron para ir directo a la oficina del alcalde Walsh. Tuvieron que forzar la puerta porque estaba cerrada con llave. Dentro todo estaba ordenado y limpio. Las cámaras de M.R. Treinta y uno habían sido destruidas ahí. Pero eso no les extrañó. Un par de sillones y un escritorio con un ordenador era todo el mobiliario. Sálvat se acomodó en un sillón y hurgó en los cajones.
—Mira, Dlanki ─dijo mientras levantaba en sus manos un revólver. Abrió el tambor. Faltaba una bala─. Fue disparado hace cien años.
—¿Por qué estaría armado el Alcalde? Algo lo atemorizaba.
Sálvat miró a las cámaras inutilizadas.
—Al parecer no quería que M.R se metiera en su vida. En estos cajones hay muchos papeles y backups en memorias portátiles. Todo bien conservado, seguro hallaremos una pista en ellos. Ocúpate tú —pidió a Dlanki—. Yo detesto leer cuando no hay fotos ni ilustraciones.
Dejó el lugar y caminó velozmente hasta la sala del computador.
            —¡Buenos días, Sálvat! —Lo recibió M.R.
—¿Qué enfermedad tenía Walsh? —inquirió Sálvat dejándose llevar por su intuición.
—¿Desea su historia clínica?
— Mencionaste que su salud empeoró. ¿De qué?
—Sufría trastornos psicológicos. Delirios de persecución. Paranoia. Era muy depresivo.
—Era un maldito loco a cargo de toda la población ¿Sabías que tenía un revólver? ¿Que las cámaras de su oficina están rotas?
—Los médicos le recetaron antidepresivos. Portar armas estaba autorizado para los funcionarios públicos. El desperfecto en las cámaras ocurrió antes de mi desactivación ¿Está reuniendo pistas para un trabajo detectivesco?
El humor de Sálvat se apaciguó. La pregunta de la computadora le hizo gracia. Tenía inocencia, aunque fría y calculada. Recordó otro asunto que le escamaba.
—¿Hay otras cámaras sin funcionar?
—Hay doscientas setenta y dos en total. Distribuidas en los sectores D, F y G.
—Muéstramelas en un plano.
En un monitor apareció el plano esquemático del Campamento Número Cuatro. Unos puntos blancos representaban las cámaras funcionales. Tanto el domo pequeño como las áreas circundantes y los edificios que rodeaban al complejo aparecían a oscuras.
—Vaya… ¿Qué diablos es ese domo?
—Es la central nuclear, está clausurada. —informó M.R.
—Pero no sabes qué ha pasado ahí en los últimos cien años.
—Muchos sistemas siguen operando, es un lugar que requiere mantenimiento. Sellaron el generador nuclear y lo llenaron de materiales para contener su actividad. Por supuesto, no puedo obtener ninguna imagen desde aquí.
Dlanki llegó corriendo hasta ellos, jadeaba y tomaba aire para poder hablar. En sus manos tenía una hoja.
—Acabo de imprimirlo. ─dijo al fin. Pertenecía a un archivo escaneado y guardado en la computadora de Walsh, estaba en manuscrita.
—¿Qué es? ─gruñó Sálvat.
—¡Lee!
—Sabes que no me gusta leer. —protestó el mayor, pero fue interrumpido por Dlanki.
—Es una nota de suicidio. Walsh se mató. Aquí dice que usaría una bala.
—¿No sabías nada de esto, M.R? ─indagó el mayor.
—No estaba enterado.
—¿Pudieron desactivarte sin la colaboración de Walsh?
—Solamente dañando mis archivos. Revisaré todas mis unidades lógicas.
—Faltan treinta horas en tus memorias, M.R. Tal vez no te desconectaron, sólo removieron esos registros ─dijo el Nómada. Contó a Dlanki sobre la cámaras─. Por suerte tenemos un arma. Tomaremos un par de linternas para inspeccionar la central nuclear. No descansaré hasta desentrañar este asunto.
Las linternas eran potentes. Discutieron unos minutos sobre quién llevaría el revólver. Sálvat no tenía mucho interés y dejó que Dlanki se lo quedara. Cuando llegaron al lugar donde no funcionaban las cámaras, descubrieron que muchas luces estaban rotas, destruidas a golpes.
—Buena idea la tuya de traer linternas —festejó Dlanki acostumbrado a los aciertos instintivos de su hermano—. Este es un pasillo que comunica con el domo —Elevó el haz de su linterna para hacer un hallazgo interesante—. ¡Mira las paredes! ¡Agujeros, impactos de armas de fuego!
—Alguien limpió todo, no hay cadáveres. —dijo Sálvat ceñudo.
Llegaron a un sector muy oscuro. Una compuerta entreabierta daba acceso a la central clausurada. Sálvat empujó con cuidado. Entraron en una antecámara donde colgaban trajes aislantes para la radioactividad. Los símbolos de advertencia nuclear estaban pintados  donde posasen los ojos. Rompieron la siguiente compuerta para ingresar al domo. Ante ellos apareció una cúpula de menor tamaño bajo las estructuras del interior, varias planchas de metal servían de pasillos, comunicando la entrada con una abertura en la cúpula menor.. A pesar de las linternas, la oscuridad ahí tenía presencia física, como algo sólido. El silencio les encogía el espíritu, el lugar no había sido visitado por humanos desde hacía un siglo.
Caminaron por el pasillo circular rodeando la cúpula negra, indecisos hasta tomar ánimo de cruzar la abertura en la pared curvada. Cuando metieron las cabezas en el hueco contemplaron un espectáculo abrumador.
Dentro había una montaña de huesos humanos. Los esqueletos conformaban una pila de ocho metros de altura, ennegrecidos por quemaduras. De los huesos emanaba una fosforescencia perturbadora, macabra. Ya no quedaba hedor en la carne convertida en polvo. Pero las cuencas vacías de las calaveras parecían expresar horror en las fantasías de la imaginación. Sálvat miró en cada rincón tratando de entender que había pasado ahí, en el ambiente flotaba una ceniza espesa. Bastaba un leve rozar de los pies en el suelo para agitar aquel vaho de residuos en el aire. Era un lugar desagradable que impulsaba a ser abandonado.
Los habitantes del Campamento Número Cuatro no se habían ido a ningún lado.
—No pudieron morir aquí. A estos los mataron y los trajeron. ─dijo Dlanki. Su voz sonó en ecos estridentes bajo el domo.
El cerebro de Sálvat seguía intentando deshacer el nudo de la intriga. Los esqueletos estaban muy resquebrajados. No había ropa ni objetos que hubiesen persistido al paso del tiempo. Ningún botón, ninguna hebilla. Se habían encargado de desnudarlos y acomodarlos allí. Cuando la carne se volvió ceniza, rompieron los huesos ocupando menos espacio. Un trabajo metódico y preciso.
—Esto lo hicieron en treinta horas ─razonó─, manteniéndose fuera del alcance de los ojos de M.R Treinta y Uno. Nadie podría ocultarse así por un siglo... ─unos sonoros pasos en la plancha metálica exterior les erizaron los cabellos de la nuca. Sálvat preparó los puñales asomándose. Lo que vio, respondió todos los interrogantes.
Opaca, con la cubierta tiznada por un lejano fuego, se hallaba de pie una máquina muy vieja; un robot que imitaba perfectamente la anatomía humana, el rostro era una emulación tosca. En muchas partes del cuerpo brillaban luces y números.
—¿R.O.D? ─alcanzó a decir Sálvat antes del ataque. De nada sirvieron los cuchillos. Las hojas se partieron contra la gruesa caparazón y las balas de Dlanki rebotaron inofensivas en las placas del robot. Los nómadas se separaron instintivamente para distraer al enemigo. El mayor de los hermanos se dedicó a llamar la atención de la máquina, dando la oportunidad a Dlanki de disparar contra el cuerpo metálico. Las detonaciones aturdieron bajo la bóveda, pero los impactos apenas abollaron la cubierta de acero. Sálvat saltó golpeando con las piernas el tórax artificial, sólo consiguió un terrible dolor en las plantas de sus pies. Huir era imposible con el adversario de hierro bloqueando la salida. Una mano acerada apresó la ropa de Sálvat, el nómada se vio sacudido como un muñeco. Aquellos brutales movimientos causaron múltiples heridas en su cuerpo, por fortuna, la remera se deshizo, liberándolo. Aquella contienda no podía ganarse por la fuerza, era imposible matar a algo que no estaba vivo, ni dañar a quien no experimentaba el dolor, la fuerza de ambos tampoco servía para contrarrestar la presión mecánica que enfrentaban.
El robot lanzó a Dlanki contra la pared de la cúpula externa. El impacto le hizo perder el conocimiento, mientras otra mano robótica buscaba el cuello de Sálvat.
—¡R.O.D! ─gritó Sálvat intentando ganar un segundo de tiempo.
—Debo evitar su sufrimiento, Amo. ─dijo el robot con una voz más artificial de lo imaginado por el nómada.
—¿Qué? ¿Fue Walsh, no? ¡Ese loco depresivo se mató por el futuro que vio! ─los dedos metálicos rozaron la garganta de Sálvat y los rasguños en la piel enrojecieron.
—Me mostró lo que ocurriría: Los efectos de la radioactividad, el fin de todas las cosas, un sufrimiento largo para los amos… —explicó el robot, parecía excusarse o tratar de hacerlos entender sus acciones.
—¿Qué pasó después del suicidio de Walsh? ─jadeó Sálvat, ya las manos de R.O.D se cerraban en el cuello, hilos de sangre tiñeron su rostro de heridas.
─No pudo hacerlo. Me dijo que yo era el indicado para evitar su dolor y el de los demás amos. Me pidió que usara el revólver. Antes, envenenó las cisternas; los amos simplemente perdieron el conocimiento.
—Pero algunos se defendieron ¿No es así? —el dolor en la garganta y la falta de aire disminuían las fuerzas del Nómada, a unos metros, Dlanki contemplaba todo impotente.
—Sí. No sabían del Apocalipsis que se avecinaba, les evité ese dolor.
—¡Ya! ─gruñó Sálvat forcejeando con la prensa de hierro que lo estrangulaba. Aún atontado, Dlanki tironeó de los brazos robóticos en un intento inútil de salvar a su hermano.
—Evitaré que sufra, amo. —Murmuró el hombre de hierro sin emoción.
—¿Si el Apocalipsis ocurrió, cómo mierda explicas que mi hermano y yo estemos aquí? ¡Pasaron cien años, robot idiota! —gruñó Sálvat agotando su última reserva de aire.
Las manos metálicas aflojaron la presa. El Nómada tosió acariciando su garganta.
—No hubo Apocalipsis, la humanidad sobrevivió —dijo Sálvat con esfuerzo—. Vivir es sufrir, matándonos eliminas la única oportunidad que tenemos los amos. Walsh estaba enfermo ─de alguna forma notaba que el robot comprendía su razonamiento. Era como había dicho Dlanki, sistemáticamente lógico─. Saboteaste a M.R. Treinta y Uno y luego lo activaste. Te mantuviste funcionando todos estos años al servicio de los amos muertos. Yo estoy vivo, R.O.D. Si a alguien has de obedecer es a mí. ─en la propuesta lo apostaba todo. Sabía que nada podría hacer contra la fuerza artificial de aquella mascota de hierro. El cerebro computador decidiría todo en segundos.
—Fui hecho para servirte, amo. ─el robot remarcó cada silaba.
—¡Bien! ─gritó Dlanki golpeando la pared del domo.
R.O.D era como un niño. Creía ciegamente en aquel que consideraba su amo. Obediente más allá de la mayor lealtad. Estaba hecho como M.R, para evitar o minimizar el dolor y el sufrimiento humano. Con las indicaciones adecuadas era tan dócil como un pajarillo. Los nómadas se adaptaron a él rápidamente. Los días siguientes  se dedicaron a limpiar y reparar cámaras y luces, sintiéndose dueños de la ciudad. Nunca antes habían sido dueños de una casa. Si bien el desierto siempre sería su hogar, la frescura del Campamento Cuatro les invitaba a disfrutar de paz. Tomaron por costumbre estudiar de todo un poco. Sálvat comenzó a leer con mayor frecuencia. Primero historietas, luego libros ilustrados. Su ansia de aprender lo dominaba con un hambre imposible de satisfacer.
Pero ambos eran jóvenes e inquietos. Había todavía muchas ganas de sol y compañía para quedarse en esa ciudad enterrada. No estaban seguros de cuál sería la reacción de los nuevos amigos de ese lugar al decirles que los dejarían. No obstante estaban muy decididos. Cuando comenzaron a sentir la necesidad del mundo, armaron sus mochilas y fueron a ver a M.R. para despedirse.
—¿Volverá, amo Sálvat? ¿Amo Dlanki?─dijo el computador, también en nombre de R.O.D.
—Tenlo por seguro, M.R. ─asintieron los nómadas.
—¿Tardarán? ─quiso saber R.O.D.
—Menos de un siglo, te lo aseguro —sonrió Sálvat—. Quiero saber cómo son las ciudades ahí afuera. Cómo se vive en sociedad, sólo conozco el desierto, y el Campamento Número Cuatro.
—Lo esperaremos listos para lo que necesite. —aseguró M.R.
Los nómadas sonrieron e iniciaron la marcha sin prisas.
La Ciudad Vacía quedó atrás, cruzaron el puente oxidado y desde la cumbre de Los Escombros vieron la ruta del desierto. Todo en el Gran Erg estaba tan candente como era usual. El hiriente sol reinaba en el cielo amarillo. Dlanki miró hacia el sur, ladera abajo se extendía un camino abandonado.
—Por ese lado están las ciudades costeras ¿Qué opinas? ─propuso a Sálvat.
 ─No sé ─con una mueca  de incredulidad─. Extrañaré a estos dos que dejamos. Siento como si fueran personas.
—Si. Son nuestros amigos. Con errores como los humanos ─rió Dlanki─. Esa ciudad es un lugar a donde retornar.
—Eso nos hace responsables del sitio y de ellos. Nuestro secreto. El miedo casi exterminó a la vieja generación y hoy nadie se acuerda. No importa lo que nos espere en la civilización, no nos rendiremos sin sudar hasta la última gota.
—¡Menos mal! ─respondió el más joven y bajaron rumbo a las ciudades.

© M. C. Carper