lunes, 20 de mayo de 2013

El Monstruo - M. C. Carper - Ciencia Ficción


El Monstruo ha sido un cuento con mucha suerte que ya ha sido publicado en tres sitios diferentes con versiones distintas. Hasta fue usado en un especial sobre la discriminación.  La última publicación fue en la revista Axxón donde por sugerencia de los editores se realizaron algunos cambios. Me gustó mucho esa versión. Tiempo después cuando leía el cuento original, encontré que me resultaba igual de efectivo. Por eso presento la versión original del cuento. Se puede leer el publicado en Axxón aquí.

El Monstruo
M. C. Carper





Con la mano tensa apretando el picaporte. Los nudillos blancos  y la frente transpirada. Tomás se armó de valor para salir.  Esperaba que la calle estuviese vacía. Pero siempre había algún vecino, algún turista.
 Sacó el pequeño espejo del bolsillo para cerciorarse por enésima vez, pero el maquillaje no podía disimular su apariencia, nada ocultaba esos kilos acumulados. La tintura era una bendición, aunque la frente estaba ganando terreno y ser calvo era tan detestable como tener canas.
Tomando aire abrió, la luz del sol alegró su espíritu por unos segundos hasta que las miradas horrorizadas de los primeros transeúntes empañaron su regocijo;  a veces usaba una capa con capucha, pero se sentía muy estúpido.
Lo había intentado todo; el cielo era testigo de sus esfuerzos.
Ignoró como pudo las exclamaciones de las personas que se cruzaban en su camino. Verlos apartarse con expresiones de asco, tampoco fue una sorpresa. Creía que con los años terminaría acostumbrándose. ¡Qué iluso y optimista había sido!
No les prestó más atención y continuó, a paso lento por la vereda. Ya casi llegaba a la esquina. Esa donde estaba el cartel enorme con la chica en ropa interior. ¡La modelo! ¡La de cuerpo perfecto!

La civilización había logrado hacer realidad las aspiraciones básicas de los seres humanos. La escasez de alimentos era un recuerdo, la guerra no era otra cosa que un conjunto de fechas y nombres que se memorizaban  en los exámenes escolares. Claro, las escuelas, esos sitios llenos de aulas, maestros y alumnos, desaparecieron para ser reemplazados por los cursos vía internet. Los habitantes del planeta no socializaban como en la era pre informática;  para Tomás eso era lo único bueno que tenía la sociedad en que vivía.
El Control Natal llegó de la mano de la fertilización artificial, muy pocos excéntricos preferían la vieja usanza del sexo crudo. Un hábito que se consideraba asqueroso. Menos aún eran las mujeres que elegían la gestación natural, para eso estaban las incubadoras o los úteros substitutos que cuidaban robots pediatras. Todo riesgo de un cuerpo deformado por la maternidad era cosa del pasado.  Los niños nacían perfectos, previniendo aspectos indeseables, antes de la concepción. Los conocimientos en genética, anulaban cualquier posible anomalía.
Y las diferencias eran anécdotas del siglo pasado.
Todos parecían copias: los mismos cuerpos estilizados, idénticas sonrisas. Cabellos dorados y ojos azules perfectos. La mayoría de las personas prefería la pigmentación del bronceado caucásico; en África, casi no se encontraba gente con rasgos autóctonos, pero siempre cambiaban las tendencias, Tomás soñaba a escondidas que la moda volviese a los tiempos de Goya.
A pesar de este control sobre los prenatos, los individuos no habían conseguido erradicar la vejez, aunque tenían una forma de conservar la apariencia con la magia de las cirugías estéticas.
Nadie aparentaba más de treinta años y muchos preferían lucir  un aspecto inalterable de diecisiete años toda la vida.
La tendencia había comenzado cincuenta años antes, durante los días de la gran agorafobia, una costumbre que generó el uso permanente de internet. Al principio fue la corrección digital de arrugas y signos de vejez, la gente tomaba como modelos a actores y conductores de los medios, con mayor producción en la imagen. Ser delgado fue la aspiración del humano común y no serlo fue el suplicio del resto. Comenzaron a proliferar los gimnasios, sin embargo demandaban mucho tiempo, dedicación y dinero. Las tortuosas dietas y la gran variedad de laxantes fueron una solución aceptable para algunos, aunque no permitían que uno se descuidase. Los casos del efecto “rebote” cuando se suspendía la medicación eran muy difundidos en las redes sociales, abundantes de videos caseros.
Se argumentaba que los alimentos contenían hormonas u otro tipo de sustancias que hacían robustecer, Tomás reía con amargura ante esta teoría, pensaba que hacer engordar a las aves y a los mamíferos que se convertían en alimento era tan aberrante como el desprecio que la sociedad le demostraba a él día a día.
 El presidente de “Delgadez es Salud”, el nuevo centro estético, había declarado a los medios que el ser humano normal no podía excederse de cuarenta y dos kilos. Bastaba con mirar a la chica en ropa interior del cartel y un poco más abajo, en letras enormes, el logo de “Delgadez es Salud” parpadeando con luces de neón.
 Tomás pesaba setenta kilos. Sus padres lo habían concebido a la antigua, a través de una relación sexual. Todo pareció marchar bien, hasta que la diferencia comenzó a notarse. Fue en su décimo cumpleaños, todos los niños vecinos le llevaban una cabeza, incluso las niñas eran más altas. Para peor, no había heredado los hermosos ojos verdes de los padres. Ahí estaba el vergonzoso gen del abuelo Martín con sus odiosos ojos cafés.
No tuvieron mejor idea que ocultarlo en la casa y practicarle cirugías estéticas antes de que la sociedad lo descubriese. El encierro y la frustración de sus padres torturaron a Tomás desde niño, no sabía que pasaba, todo indicaba que era por su culpa,  la desgracia se abatió aún más sobre la familia cuando se enteraron que el organismo de Tomás reaccionaba muy mal a las intervenciones. No aceptaba ni siquiera la anestesia. Gastaron fortunas en tratamientos hasta que los mismos médicos se dieron por vencidos. Regresaron con el niño a la casa, ocultándolo con una capucha; fue la primera vez que se cubría con una y le dio cierto alivio. Adoraba poder mirar las caras de sus padres a través de la tela, sin que la expresión les cambiase.
Pero el trato cariñoso y las palabras amables de todos los días desaparecieron, antes de aceptar la vergüenza, descargaron su infortunio culpándolo de todo: De no poder recibir visitas, de tener prohibido los paseos dominicales y de ser considerados los creadores de una aberración.
Lo encerraron en el sótano. Dejaron de pagar la escuela y cortaron su conexión a internet. Una vez al día, un robot le llevaba comida. Había pasado de ser un niño amado a ser un inválido, una persona que no tenía la perfección genética prenatal. Uno de los desechados, esos individuos considerados de clase inferior, destinados a tareas de servidumbre: mozos, cocineros, mayordomos y cadetes. En otra época podrían aspirar a ser vigilantes o barrenderos, pero ya no existían los crímenes, el gen de la ira estaba anulado y la limpieza la realizaban máquinas.
 A los catorce años, Tomás huyó.

Deambuló por muchos lugares, pero ningún sitio aceptaba a un chico como él. Ni siquiera los desposeídos lo veían con buenos ojos. Se burlaron, tildándolo de monstruo. Un epíteto al que terminó por acostumbrarse.
Desesperanzado y sin voluntad para continuar llegó a las ruinas de una parroquia. Un solitario anciano le dio de comer. Mientras servía la mesa, le contó sobre una costumbre antigua llamada religión, hablaba de igualdad y amor, pero pronto lo aburrió. Tomás descubrió que no era muy diferente en reglas y conceptos a Delgadez es Salud, pero aquel hombre no lo había rechazado.
 El viejo tenía una conexión a internet que pudo utilizar. Además conocía muchos trucos para burlar los programas de seguridad de los docentes, quería que Tomás se educase y consiguiese un titulo. Con una identidad falsa, el chico ingresó a los programas de educación de la red. Se especializó en Ciencias Económicas y Matemáticas. Su intelecto era elogiado en el anonimato de los correos electrónicos. En esos años fue feliz, mientras se mantenía oculto dentro de la casa.
Al tiempo que estudiaba, consiguió ser columnista en una publicación del ámbito bursátil. Asesoró a muchos inversores que llenaron su cuenta bancaria con suculentas comisiones.  Muchos le ofrecieron trabajos y firmó varios contratos. Cuando los clientes se enteraron de su aspecto ya era muy tarde para volver atrás y anular los papeles firmados.  De cualquier modo, en los negocios las ganancias son lo más importante.
Disfrutó de esta pequeña fama, ocultándose entre cuatro paredes durante mucho tiempo. Cuando el anciano falleció, le dejó el terreno en ruinas y la casa a su nombre. Tomás construyó una bella vivienda y evadiendo los controles del Medio Ambiente, se consiguió compañía: un autentico gato de Bombay. El animal no se molestó por su barriga, ni por sus arrugas. Sólo le retribuyó cariño, recostándose a su lado cuando estaba triste o jugando con sus dedos sin otro interés que divertirse. Además era muy buen compañero, no había día que no se levantara a saludarlo al verlo despertar y anduviese por donde anduviese por la casa, ahí lo seguía el felino. Por si algo pudiera ofrecérsele.
Pero había días en que necesitaba sentir el sol en el rostro, visitar las plazas y contemplar obras de arte como el resto de la humanidad. Caminaba muchas cuadras hasta el Museo de Bellas Artes, pagando sobornos a los encargados, entraba fuera de los horarios de visitas. Le fascinaban muchos pintores, pero amaba la estética de Goya. Podía pasar horas contemplando aquellos cuerpos abundantes que el artista, y seguro sus contemporáneos, consideraban bellos.
Ese día, como todos los meses, estaba en la calle para buscar los medicamentos de su cobertura social. Ninguno de los empleados de la farmacia quería hacer la entrega en la casa del monstruo. De camino, aprovechaba la oportunidad para pasar por frente al museo.
Aunque conocían su existencia, era inevitable que todos los transeúntes lanzaran exclamaciones como si lo vieran por primera vez. A veces, por bromear, simulaba una pronunciada renguera. Reía viendo a la gente alzar a sus hijos en brazos, murmurando maldiciones.
En la farmacia lo atendieron como siempre: desde una ventanilla enrejada, tomando su tarjeta de crédito con manos protegidas en guantes desechables.

El camino de regreso fue lento, la decepción lo ganaba otra vez con un nudo en la garganta. Ya no tuvo energía para transitar por la avenida principal. Usó un atajo, atravesando la zona frondosa del parque. Era mediodía y casi nadie andaba por ahí a esas horas. Pensaba en su gato cuando oyó un llanto apagado, el gemido de un chiquillo. Provenía del otro lado de una pared de ligustrinas, no tenía una buena visibilidad. Pero podía oír a una pareja discutiendo sin atender el lloriqueo del niño.
Tomás dio un rodeo para ver mejor. Sobre un banco solitario de la vereda había un chico de diez años, ocultaba el rostro en dos puños apretados. Tomás no tuvo dificultad para saber que le pasaba, la curva de su abdomen era reveladora. La pareja discutía a unos metros de distancia.
—No estoy segura, Víctor —decía ella—. Es muy pequeño.
—Es el destino, Analía. Todos nuestros amigos lo aprueban y lo entienden. —replicó el hombre.
Ambos vieron a Tomás y se detuvieron. El niño seguía llorando. Entonces el hombre llamado Víctor tomó con fuerza el brazo de su mujer.
—Nada más podemos hacer. —farfulló.
— ¿Qué es lo que van a hacer? —rugió Tomás. Su profunda voz estremeció a la pareja.
—No podemos criarlo —protestó Víctor girando para alejarse—. ¡Mírelo! ¡Es un monstruo!
—¿Cómo yo? —sonrió Tomás, los padres retrocedieron dos pasos. El hombre de setenta kilos acarició la cabeza del pequeño. Se miraron, el niño tenía unos enormes ojos cafés.
— ¿Lo cuidará? —Preguntó la mujer mordiéndose el labio—. Se llama Matías.
—Vaya tranquila, señora. —dijo el monstruo.
— ¿Podrá perdonarnos? —dijo la mujer de cuarenta kilos, estilizada como una espiga.
Tomás no tenía respuesta para esa pregunta. Dándoles la espalda tomó al niño en sus brazos y continuó hacia la casa. Mientras caminaba lo arrulló contándole sobre un gatito cariñoso y un maravilloso pintor llamado Goya.


© M. C. Carper

sábado, 11 de mayo de 2013

Incursión en Aguand - Cuento de ciencia ficción - M.C. Carper


Santiago Oviedo es el editor de NM. También es un buen amigo. La primera vez que fui a una tertulia de Ciencia ficción en Buenos Aires lo hice sin conocer a nadie entre los reunidos. Había rostros que correspondían a nombres de escritores y editores más o menos famosos en revistas como Axxón o Alfa Eridiani. Santiago, al verme un poco aislado, no dudó en acercarse y preguntarme a que me dedicaba. Invitó unas cervezas y el diálogo fluyó.
Años después tomó las riendas de una nueva época para una revista de CF llamada Nuevo Mundo. En esta resurrección su nombre era simplemente NM. El primer cuento que envié para Santiago fue Incursión en Aguand. No estaba seguro si era el tipo de relato que él prefería, había apenas un número de NM publicado por lo que me era imposible saber la dirección que tomaría la revista. Santiago lo aceptó después de unas correcciones aquí y allá. Este cuento que trata sobre un espacionauta perdido en un mundo cubierto de océanos.

Incursión en Aguand
M.C. Carper



Observé como el hipertransmisor se alejaba hacia el firmamento, no era más que una esfera con un dispositivo antigrav y un par de células lógicas. En breve, abandonaría la órbita sin dejar de transmitir la señal de auxilio. La hiperonda, esa maravilla no hace mucho descubierta, atraería a mis colegas, pues me hallaba metido hasta el cuello en un grave problema.
Estaba en Aguand, un mundo océano que no era parte del Régimen, pero tampoco se había aliado a la Unión de Republicas del Núcleo. Nuestros espías descubrieron que una especie de manto protector rodeando al planeta, algo que causaba desperfectos en cualquier aparato que transpusiera la orbita sin autorización. Otra particularidad era que provocaba desaliento y pesadumbre en el personal. Para evitar eso, elaboraron drogas que contrarrestaban el efecto. No soy amigo de las pastillas ni los sueros experimentales, pero igual recibí mi dosis.
Tengo treinta años y un físico cultivado, por ello espero que mi nombre, Alven Rasmus, figuré entre los destacados exploradores del Régimen. Por desgracia, nuestro estilizado Salteador (la pequeña nave catapultada desde un hiperpuente) de los astilleros espaciales Ponoma no fue la excepción al ataque del Manto,  los desperfectos ocurrieron apenas entramos en órbita, estrellarnos en la superficie acuosa fue inevitable.
 Desde el bote inflable contemplé como se hundía mi nave, sin poder despegarle la vista. El morro se mantuvo a flote, dirigiendo su antena hacia el cielo, antes de sumergirse con los cadáveres de mis compañeros: Los dos técnicos y la alegre Lori, nuestra experta en xenología, poco nos importaban, a los otros y a mí, sus conocimientos en alienígenas; era su cuerpo, largo y delgado, una provocación con cada movimiento. El único tema era que debíamos compartirlo entre los tres, pero ella sabía manejar la situación y yo sentía una especie de vacío en el estómago. Algún resabio de mis ancestros primitivos; el macho de la tribu reclamando la posesión de las hembras en condiciones de gestación. Hablé con ella de ir juntos a Angra, el mundo paraíso, para asolearnos en sus playas, pero ahora nunca podríamos hacerlo.
¡Qué va! ¡Ellos están  muertos y yo lo estaré también si no vienen a rescatarme!, pensé.
El azul de las alturas oscurecía el mar interminable en los cuatro puntos cardinales con la estrella G Dos en su apogeo.
Mientras el movimiento del agua mecía mi pequeño bote de supervivencia, comprobé los elementos que podían serme útiles: luces, un arpón gravítico, un pequeño horno de fusión (para cocinar pescado), cuchillo, balizas, termómetro, cinturón de lastre, chaleco compensador de flotabilidad y el traje de inmersión isotérmico,  en realidad lo único importante, en el estaba contenido todo lo anterior, pero en menor cantidad.
 Era el ingenio destinado a la conquista de Aguand, había sido sometido a numerosas pruebas y ahora lo usaría en este mundo océano. Si tenía éxito, sería adaptado para la milicia espacial: El Régimenkorps. Océanokorps no sonaba mal. El traje tenia el dispositivo para absorber el aire disuelto en el agua. Según la ley de absorción de gases en los líquidos, la cantidad de gas es proporcional a la presión en el líquido. Con una fuerza centrifuga haría girar el liquido generando menor presión y expulsando el aire hacia los tanques recargables. Las baterías de litio encargadas de ello, estaban óptimas. Así que tenía suficiente tiempo para sumergirme e investigar el secreto del manto protector del planeta. El único dato que tenía era una impresión por el rabillo del ojo en el panel de instrumentos.
¡Un segundo antes del incidente!
La onda que alcanzó a la espacionave había partido del fondo del océano, a menos de un kilómetro de allí. Si descubría de qué se trataba, recibiría una condecoración del mismo Graff Ajhab, nuestro más condecorado mariscal de Campo Estelar. Es una suerte que el Régimen profese el Seleccionismo para alentar las aptitudes naturales en los jóvenes, originando una sociedad mejor. Más propicia que la antigua Monarquía Genética, donde elegían a los líderes basándose en ADN con mayores condiciones para la genialidad. Hoy, nadie se acuerda de ellos.
Colocarme el traje no fue tarea sencilla, esos prototipos estaban pensados para su funcionalidad, no para la comodidad. En la cintura y a la altura de los tobillos tenían instaladas unas miniturbinas como propulsores. Fueron necesarios cuatro meses de entrenamiento para aprender a desplazarme con ellas. Me ajusté el casco inteligente, en el había suficientes herramientas para cualquier tipo de emergencias. Todo controlado por una computadora CS Cuarenta de la Fixer Instrumentos. Con sólo oprimir un botón en la muñequera de mi antebrazo, podía inocularme la medicina necesaria. Disponía de antihistamínicos para una mejor compensación de los oídos, si sufría presiones en la cavidad timpática. También Bloqueantes de Calcio para relajar los vasos sanguíneos. Inhibidores ACE para la enzima conversora de la angiotensina y dos ampollas de glicerina procesada. Si mis signos vitales comenzaban a disminuir, el casco inteligente, inyectaría la sustancia en mi organismo provocando un letargo semejante a la hibernación. Podía esperar un par de años dentro del traje para que me hallaran y así resucitarme, los espacionautas lo utilizan hace tiempo.
¡Listo! Había cerrado el último precinto, se siente uno protegido dentro de ese armatoste. Palpé mi pistola máser, una Pixie de doce mil calendas por ráfaga, y salté hacia el líquido elemento.
Zambullirme fue natural, después de un par de caminatas espaciales, ingresar en un medio diferente se hace más fácil. Me dejé hundir, el sonar no percibía actividad hostil.
Un cardumen pasó a través mío; criaturas de plata, pequeñas y escurridizas. Mi cuerpo reaccionó bien, no sentí nauseas o mareos. Resolví un par de ecuaciones mentalmente para asegurarme de que no estaba sufriendo narcosis de las profundidades, pero aún faltaba mucho, apenas comenzaba a disminuir la visibilidad.
Los rayos solares de Aguand penetraban el agua límpida del océano. Me hallaba muy lejos de la plataforma continental del único arrecife de ese mundo, allí se erigen las ciudades de los aguandeses. Los machos, llamados Balliam, son robustos de fuertes brazos, pero con la mitad del cuerpo parecida a un manatí. En cambio, las féminas, las algunsas, son antropomorfas. Los escasos viajeros que han logrado verlas dicen que embelezan con sus sensuales cuerpos. Por supuesto, la química es incompatible, pero conozco a muchos para los que eso no es ningún impedimento. Es poco probable que me tope con ellas, mi objetivo son las fosas abisales.
 Cuando la oscuridad comenzó a envolverme, activé los faros del casco. Di un vistazo al profundímetro: Doscientos metros. Las fibras entrelazadas de plastiamianto, elaboradas en las minas de Quarzo C, de mi traje, ignoraron la presión.
Encendí las miniturbinas, colocando mi cuerpo lo más hidrodinámico posible y avancé. No conseguí ver el lecho marino, hasta transcurridos veinte minutos. Cambié mi postura e hice unas cuantas cabriolas, era la última revisión de mis condiciones físicas. Ya había sentido el PLOC en mis oídos, así que podía considerarme adaptado al medio. Apagué los motorcitos y permití a mis botas afirmarse en el fondo. Esperaba hallar una extensión de arena pero, a pesar de la oscuridad reinante, había algas. Escarbé con mi cuchillo para estudiarlas. Tenían unos filamentos luminosos, alguna especie de mezcla química que provocaba una luminiscencia azulina. Veinte pasos después, descubrí una colonia de corales, su color variaba en diversos tonos violáceos; debo admitir que aquel lugar me encantaba.
Desde la caída de la nave, no había encontrado otra cosa, aparte de colores y serenidad, pero no podía dejarme engañar. Para que eso funcionase, tenía que existir algún depredador. Es así en todos los planetas, la xenóloga lo repetía a menudo. No examiné los corales. En una ocasión, fui atacado por una alimaña ponzoñosa oculta en formaciones coralinas. El recuerdo me hizo sentir comezón en un lugar que no podía rascarme. Continué unos cien metros para contemplar una ladera de arena hundiéndose en la negrura, allí la temperatura descendía. Tal vez una corriente de salinidad o un río submarino, pero no interesaba con mi traje.
Vi la arena era blanca y finísima antes de iniciar el descenso por la Fosa Abisal. Era comparable a los cráteres de Arcturo, llenos de taludes escabrosos cayendo a pico hacia valles planos como un campo de deportes, la diferencia era la escala. En Aguand, todo era cinco veces mayor. En aquel negro abismo, la vida se hacía presente cada tanto. Un par de pulpos con aletas, un solitario pez ciego parecido a un armadillo que estaba provisto con algo muy semejante a una caña de pescar y varios pepinos marinos luminosos.
Al alcanzar el terreno llano, avisté formaciones rocosas. Tenían la apariencia de haber sido carcomidas. No se trataba de erosión, pero no podía entender que había triturado de esa manera la roca. Quizás, supuse, eran restos de alguna manufactura aguandesa. Los reportes afirmaban que los nativos usaban aglomeraciones de un organismo unicelular llamado Nuuzba, como embarcaciones. Analicé aquella materia y comprobé que se trataba de algo orgánico. Toneladas de Nuuzba muerta, aunque no estaba seguro, podía quedar vida entre toda aquella cantidad de materia. Mi intención fue rodear la formación, pero no tuve otra opción que atravesarla o perdería un tiempo valioso. Recorrer un laberinto sin salida, hubiese sido menos agobiante; aunque no debía preocuparme, el señalizador me indicaba constantemente la posición donde, estimaba, se hallaba la fuente del manto protector del planeta. ¡Bendita sea la tecnología!
Abandoné aquellas paredes fósiles para encontrarme ante el arco de entrada de una caverna, el camino seguía esa dirección, podía ser el pasaje hacia una estación bélica de los aguandeses. Encendí la cámara del casco para mi reporte, el paseo no tendría el mismo encanto a partir de ahí. Cambié los objetivos para visión nocturna, no hallé señales de manufactura artificial, ningún sensor o cable. La cueva era muy irregular, plagada de vericuetos. Torcer en una u otra dirección era constante.
 A los cien metros, las paredes laterales se abrían dejando un espacio enorme. Allí presencié un espectáculo inefable: el cadáver de un cetáceo, una variedad de ballena gris. Doscientas toneladas de carne devorada por minúsculas criaturas emparentadas con los crustáceos, entre la arena y el cuerpo se arracimaban diminutos equinodermos. Era evidente que habría otro acceso para permitir que aquel animal llegase hasta allí a terminar sus días. Me alegré porque la idea del retorno a través de la Nuuzba, no me emocionaba para nada.
¡De repente, mi detector se volvió loco!
Algo se aproximaba a gran velocidad, era grande. Busqué un buen lugar para esconderme, resultó fácil encontrarlo. La pistola lo eliminaría de seguro, pero en el régimen nos instruyen sobre los desequilibrios ecológicos, matar a un ser civilizado y conciente de una especie que tiene miles de congéneres en la galaxia me es más fácil que eliminar una criatura inocente que cumple su rol en esta ecología, tal vez lograría amedrentarlo con el arpón. Me parapeté tras una roca mientras cargaba el arpón gravítico, activé el gatillo para cambiar la polaridad de la vaina que impulsaría el proyectil. En ese momento apareció una langosta de ocho metros de longitud, las enormes pinzas podían partir mi cuerpo sin esfuerzo. Era un Krak, con una decena de antenas en la cabeza para reemplazar la ausencia de ojos. El animal avanzó lentamente hacia mí, era posible que el arpón no fuese muy eficiente contra el crustáceo gigante después de todo. Maldije en silencio y opté por la Pixie de doce mil calendas. La criatura me había percibido sin duda, lo tenía a menos de diez metros; si le permitía aproximarse más, sus pinzas me atraparían y sería mi fin. Apunté y descargué un haz invisible de calor. El cuerpo anaranjado se tornó rosa y después blanco en el punto de impacto, la carne se deshacía provocándole una terrible y dolorosa herida. No quería matarlo, detestaba la idea, pero era él o yo. Por fortuna, la criatura reaccionó, se apartó alejándose en dirección a la entrada de la caverna.
 Salí de mi escondite para continuar la misión, estaba a pocos pasos del sitio que buscaba. Fue entonces que sentí un terrible malestar, una mezcla de desazón y apatía, algo muy semejante a un ataque de pánico. Tomé un calmante. Pero no sentí ninguna mejoría. Razoné que era el mismo síntoma que creaba el manto protector —estaba siendo atacado por los aguandeses—. Resistí con todas mis fuerzas. Ante cualquier ataque psíquico, la técnica más eficaz es ocupar la mente con algo. Un recuerdo, un problema matemático, son buenos elementos para contrarrestar ese tipo de influencias. Por supuesto, el truco sirve ante una telepatía leve como la que experimentaba, calculé mentalmente los periodos de rotación de los planetas de mi Sistema solar natal basándome en las distancias de las órbitas. Poco a poco, el malestar fue disminuyendo. Hacia delante, me atrajo un resplandor blanco. Pensé en un generador submarino, sin embargo encontré algo muy diferente. Se trataba de valvas con conchas luminosas, su fosforescencia encandilaba. Aquellas ostras eran gigantescas, entre cincuenta y ochenta metros de envergadura. Apenas las vi, sus carcajadas atronaron en mi mente, se reían sin pausa. La sensación era insoportable, aunque tenía la convicción de que no se burlaban, estaban alegres, tal vez me consideraban un juguete nuevo. `
Las risas se incrementaron, aturdiéndome y les pedí a gritos que se detuvieran. Rogué e imploré, pero no fui escuchado. Su capacidad psíquica podía lograr muchas cosas, si hasta defendían a todo el planeta.
He ahí, el secreto de Aguand: había otra raza inteligente en el océano, unas Valvas paranormales que lo protegían de cualquier intruso.
Caí de rodillas sin poder resistirme a su jocosidad. Luché para no desvanecerme, pero mi pelea estaba perdida desde el principio, sólo era un humano de treinta años enfrentado a unas criaturas poderosas que podían tener la edad del planeta Aguand. Mi casco se hundió en la blanda arena, intenté inyectarme una dosis para hibernar, pero me fue imposible moverme. Algo inutilizó mis baterías de litio y me quedé sin aire; antes de que mi corazón dejara de latir, perdí el conocimiento.

Pero no morí.
No lo entendí al principio, sólo tenía conciencia de toda la vida de Aguand latiendo como un solo corazón y a la vez dividida en millones de individuos, mi mente había sido absorbida por las valvas durante su sondeo. Descubrieron los planes de conquista del Régimen Dobo, toda chance de dejarme en libertad se esfumó. Pero ellos prefirieron no matarme, al menos en el sentido que ellos opinan sobre la vida —quién sabe donde estará mi cuerpo—, ya no importa.
Creo que el tiempo que pasé en la incertidumbre lo dedicaron a estudiar, conocer a través mío todo lo referente al Régimen, luego me preguntaron que deseaba. Traté de sonreír en pensamiento, pero aún tenía presente el recuerdo de las carcajadas mentales. Me explicaron que no sería difícil capacitar a mi mente para recrear un entorno a mi gusto, puesto que no podían liberarme. Estaba condenado a existir en el laberinto de sus impresiones psíquicas y no era una experiencia dolorosa, todo lo percibía como real: Olores, sabores, recuerdos…
Tenía la oportunidad de hacer lo que siempre soñé sin pagar por ello, bueno para todos los que me conocen estaré desaparecido, pero rodeado de un mundo virtual creado a medida para mí, no voy a extrañarlos mucho.
En fin, unas vacaciones eternas en el mundo paraíso de Angra, me harán soportable esta existencia.


viernes, 3 de mayo de 2013

Continum Pi - M.C. Carper - Cuento de CF



Uno de los personajes más interesantes de la Historieta Argentina es sin duda “El Eternauta”. Hacía tiempo que rondaba en mi mente una manera de reunir varios conceptos con la idea de un número infinito que se repite. Necesitaba un protagonista que tuviese tanta experiencia que la vida entera de una persona común fuese solo una partícula de sabiduría para él. Podía haber sido Gilgamesh, el inmortal de Olivera y Grassi, pero la primera y terminante opción fue el personaje de Hector G. Oesterheld. Empecé a escribir con el mayor respeto a la obra original. Mi principal preocupación estaba dirigida a no desvirtuar al personaje, a mantener la esencia de su autor. Hubiese sido muy fácil hacer una versión libre, cosa que detesto en tantas remakes, versiones y remasterizaciones de otras historias. Entonces volví a leer El Eternauta. Esta vez no dejándome llevar por la historia sino explorando la narración desde el punto de vista del guionista y ¡BUM! El Eternauta Segunda Parte contenía un montón de conceptos fatalistas y oscuros sobre la lucha y el sacrificio que no había notado antes. Además de coincidir con pensamientos muy actuales, podría decirse eternos. Continum Pi fue publicado en Axxón gracias a los redactores y en especial a Silvia Angiola. Bueno los dejo con el cuento.

Continum Pi
M.C. Carper


Juan Salvo apareció entre un segundo y otro en un lugar donde cualquier medida de tiempo era un disparate. Cuando su mente consiguió adaptarse, entendió que estaba de bruces en un terreno familiar, la tierra violácea perdiéndose en un hipotético horizonte no le dejó dudas
“Un Continum espacio temporal”
Se incorporó sobre las rodillas, entonces descubrió que llevaba la cabeza cubierta y la escafandra puesta, distinguió las manos enguantadas a través del visor. El olor de la tela engomada fue un consuelo, un resabio de aquella vida donde los colores eran más nítidos y la certeza de un futuro próspero era tan real…
Se trataba del mismo traje que había usado durante la invasión a la Tierra de mil novecientos sesenta y tres. Confeccionado por él mismo para moverse bajo la nevada mortal que aniquiló Buenos Aires.
Ahora, todo eso no significaba nada.
Aparecer con aquel traje puesto era algo que ocurría cuando alguien se desplaza por la Eternidad. A veces las realidades se confunden, la historia y el futuro son juguetes al capricho de las resonancias inimaginables de un Cronomaster en funcionamiento.
¡Maldita mierda de máquina, el Cronomaster!
Una alteración del cosmos, una aberración del universo, el producto de lo que suelen llamar inteligencia.
Juan Salvo estaba atrapado. Era, mejor dicho es, el Eternauta. El errabundo obligado a recorrer la Eternidad en medio de los ecos producidos por un Cronomaster. Sus ojos habían sido testigos de la ascensión y la caída de civilizaciones, del florecimiento y extinción de faunas y floras que desafiaban la imaginación. La vida se habría paso en los sitios más imprevistos, peleando para sobrevivir, adaptándose al calor, al frío o lo que sea y no siempre se hacía inteligente. Claro que después de caer en una decena de realidades para descubrir lo mismo, nada de eso tenía relevancia.
Se irguió y empezó a andar, las piernas respondieron a la perfección, sin ninguna sensación de cansancio, apenas un hormigueo en los pies. El cuerpo nunca recordaba dolor o agotamiento después de la transición. Se sentía como nuevo entre eternidad y eternidad. Bueno, con la desagradable excepción de su mente que podía recordar cada pena, humillación y muerte que había presenciado.
La muerte, esa curiosa válvula de equilibrio de la naturaleza. La razón de querer ser alguien mientras el tiempo se escabulle y alzándose como una roca negruzca, manchada y repugnante, la omnipresente Injusticia.
Suspiró, alejando ese tipo de pensamientos de su cabeza, para matar el hastío, arrastró los pies concentrado en el dibujo que se formaba en el suelo polvoriento. Continuó así por un rato, mirando sin ver las carcomidas formas de las piedras, un paisaje sin colores ni movimiento, muerto, pero que a la vez transmitía armonía. Respiraba paz.
Sonrió ante el pensamiento.
¿Respirar? ¡Cómo si el Eternauta necesitase oxigeno para vivir!
Vivir no, se corrigió, existir y con un brusco movimiento se quitó la escafandra con la máscara de goma para arrojarla lejos.
“Existir…”, repitió en pensamientos.
—Existes, amigo, eso es seguro. —dijo alguien en medio de aquella nada y no le sorprendió. Allí, a un costado, confundiéndose entre las rocas, estaba sentado un viejo. Era un “Mano”. Uno de aquellos sirvientes que los “Ellos” habían esclavizado por medio de una glándula de miedo. El miedo los hacía callar, los obligaba a cometer perversiones por completo opuestas a su filosofía. Pero si estaba en un Continum significaba que había logrado escapar de la siniestra esclavitud de los “Ellos”.
Juan contempló el rostro apergaminado, las protuberancias en las articulaciones. Solía encontrar este tipo de seres en los Continum. Buscó su mirada, pero los ojos eran invisibles en la sombra de las cuencas huesudas, cubiertas de arrugas imposibles de contar, como si apareciesen nuevas en cada vistazo.
—Hola, viejo —dijo el Eternauta—. Así que podés leer mis pensamientos.
—Leer no, escuchar —aclaró el anciano—. Este Continum tiene sus propias reglas.
Juan estuvo tentado de preguntar si estaba anclado ahí o en transito, pero se contuvo, sólo un iluso podía afirmar algo en la Eternidad y aquel viejo no tenía un pelo de tonto.
—Haces bien en pensar así, Juan Salvo, el Eternauta —sonrió el “Mano”—. La única certeza es el Espíritu Cósmico.
—¡Oh! —Fingió asombro Juan—. Ya oí eso antes —no estaba con ánimos de escuchar un discurso cursi, prefería información practica sobre aquel lugar—. ¿Dónde estamos, viejo?
—Este es el Continum Tres, catorce dieciséis…
—¿Pi? —de pronto aquello despertó su curiosidad. Con todo lo pasado seguía habiendo sorpresas—. ¿Por qué ese nombre?
—Pi —repitió el “Mano” alzando los hombros—, una sucesión fractal infinita de todo. El número clave de la creación.
El Eternauta se tomó el mentón analizando esas palabras. La frase se prestaba a diferentes interpretaciones, pero a la vez estaba llena de sentido. Cualquier cosa que recordaba podía ser una sucesión infinita de todo, como si los sucesos de una vida fueran desembocando en el mismo final en un embudo insaciable. Ante sus ojos desfilaron la ansiedad y la desesperación de tantas batallas. Cruentas campañas donde había participado sin ninguna posibilidad de elección más que defenderse de la esclavitud o la aniquilación.
Explosiones, toscos vehículos con orugas, gigantescos gurbos, repulsivos cascarudos convertidos en asesinos. Rayos mortales, zarpos salvajes y los “Ellos”.
El recuerdo dolía, en todos predominaba la muerte. Jóvenes sacrificándose. Soñadores que creían en la posibilidad de un cambio. Niños que habían oído sus palabras con ilusión en los ojos, llenos de euforia imaginando un mundo sin tiranía.
Todos muertos y desaparecidos de la memoria.
No podía olvidar la mirada de Germán, aquel insólito compañero que se vio arrastrado a seguirlo. Los ojos recriminándole por aquellas vidas truncadas. Al principio no compartió sus ideas. Luego se embarcó en su propio desafío, contra “Ellos” más sádicos y perversos. Esos usaban “Manos” y zarpos que tenían la apariencia de hermanos y vecinos. En esa aventura personal,  Germán repitió la misma historia con idéntico desenlace. Todos muertos.
“Pi”.
—Tus razonamientos están enturbiados por el dolor. —opinó el viejo.
—¿Hay otra manera de oponerse a los “Ellos”? —prorrumpió el Eternauta, exasperado por el comentario del “Mano”.
—Vos lo dijiste —replicó el anciano, esta vez pudo adivinarse un brillo en aquellos ojos en sombras—. Oponerse viene de “opuesto”. Hablas de los “Ellos”, lo que implica un “nosotros”. Ese tipo de definiciones siempre conducen a la violencia, la guerra y por ende a la muerte.
—La primera vez que oí sobre los “Ellos” fue de labios de uno de tu especie. —dijo Juan para defender sus palabras.
—¿Especie? ¿Raza? —Indagó con seriedad el viejo—. ¿Me considerás diferente en algo?
Esta vez el Eternauta guardó silencio. Si algo había aprendido en el eterno vagabundear era a respetar la sabiduría de los viejos, no hubo palabras durante un rato.
Como un torrente se agolparon en su mente recuerdos aleatorios, experiencias vividas  entre los Continum. Se esforzó para colocarse como un observador ajeno a todos esas visiones, fuera de las corrientes impetuosas que dominaban a todos los mundos. Contempló ese futuro donde ni la nevada mortal, ni la guerra nuclear habían sucedido. La vida había continuado sin intervenciones extraterrestres, pero ahí estaban presentes los “nosotros” y los “ellos”. En el pensamiento diario, en cada acción y conversación. En los discursos políticos, en la publicidad, en la moda, en lo cotidiano.
Negros y blancos, feos y lindos. Machistas y feministas, creyentes y ateos, homosexuales y heterosexuales… Ricos y pobres.
Nosotros y ellos. Y al mismo tiempo, bajo un manto de hipocresía, unos y otros proclamando su repudio a las diferencias, mostrando una abierta preferencia por los exitosos, los mediáticos, los ojos claros o los cuerpos delgados. Políticos y Obispos reclamando compromiso ante la pobreza al tiempo que visten, comen y viven en la más obscena riqueza.
Gobernantes parecidos a artistas que representan en imagen a minorías de género o raza para rematar el engaño. Los nosotros y los ellos armados de la sutileza, miméticos y carismáticos.  En la guerra había conocido a los hombres robot, aquellos desdichados prisioneros controlados por un teledirector clavado en la nuca, esto era igual, pero sin el teledirector.
Mentiras repetidas como ecos, confundiéndose con otras mentiras pronunciadas en voz alta. Gritadas una y otra vez, como agujas al rojo clavándose en su cerebro. Una y otra vez, y otra vez. Sucediéndose…
“Pi”.
Juan cerró los ojos en un vano intento de hacer desaparecer esas peroratas de falsedad. Las palabras retumbaban remarcando en cada sílaba la idea de los “Ellos” y los “nosotros”.
—¿Es un círculo? —musitó al fin con los ojos brillosos—. ¿Siempre va a ser así?
—¿Sabés que no podés frenar el viento con una sola mano? —Sonrió el viejo—. Tampoco juntar el océano con una cuchara, es como querer contar las estrellas.
—¿Me decís que renuncie a defender la justicia?
—¡Ya dejá de pensar en absolutos! —Pidió el viejo y en ese momento se distinguió sin dudas el brillo de los ojos—. Sentate y calmate.
El Eternauta buscó una roca de la altura apropiada y se sentó. Los hombros se le curvaron como liberados de un gran peso y de pronto se sintió humano, una persona sencilla con una casa en Beccar. Mirando a su hijita, Martita hurgando en la caja de herramientas. Preguntando el nombre de cada una. Desde la cocina le llegaban los rezongos de su amada Elena que renegaba con las hormigas.
—No sos diferente, amigo —murmuró el viejo ser—, nadie lo es.
—Pero… ¿Quiénes eran los “Ellos”? —dijo el Eternauta, el viejo se limitó a mirarlo, apenas sonriendo, arrugando aún más el rostro si eso era posible. Ya le había indicado la puerta, ahora le correspondía a él cruzarla. Juan meditó un momento—. Los “Ellos” antes eran nosotros —musitó—. ¡Nosotros somos los ellos! —descubrió.
—¡Así es! —Festejó el viejo—. Siempre fue así. Pueden morir miles o sacrificarse millones y nada habrá cambiado si continuamos pensando en “ellos y nosotros”. Todo es uno, el Espíritu cósmico nos es común. No discrimina. La única manera de contrarrestar a los ellos, es sacando al ello que llevamos dentro. Una batalla difícil y solitaria que debemos librar cada día.
—¿Pi? —dijo Juan seguro de la respuesta.
—Sí, alguien que se ganó el nombre de Eternauta debería comprenderlo bien,
—¿Sabés, viejo? —Dijo el viajero poniéndose de pie—. Cuando era sólo Juan Salvo, leía en los diarios sobre guerras, hambre y pestes. Pensaba entonces que al llegar a anciano, esos problemas se habrían solucionado. Luego me convertí en el Eternauta y superé en tiempo varias veces a mi propia vejez, pero el genocidio y los demás flagelos seguían presentes. Ahora veo que la naturaleza no nos deja tiempo para aprender de nuestros errores y repetimos una y otra vez todo desde el comienzo… —Estaba por hacerle una pregunta al Mano cuando el entorno fluctuó, deformándose, el Cronomaster lo enviaba a otro lado, giró el rostro hacia el viejo antes de desaparecer. No lo escuchó, pero leyó los labios con facilidad.
—Pi.