lunes, 28 de enero de 2013

Para ver un Camión - Relato fantástico



La segunda historia que escribí sobre Sálvat surgió por el título de una canción de Spinetta. “Yo quiero ver un tren”. La canción aludía a un niño que había oído sobre los trenes en un futuro imaginado donde ya no existían. Bien, ese fue el punto de partida. Cuando le mostré el relato a Manuel Burón de la desaparecida Aurora Bitzine, no se mostró muy animado. En su revista solían publicarse cuentos que desbordaban acción, muchas luchas cuerpo a cuerpo. Para que aprobara su publicación vi como agregar una escena más o menos adecuada a su revista. Hoy, al leerlo, pasados unos años, me resulta acertada aquella adición.
                                 Para ver un Camión

                        M.C.Carper


Sabemos desde el principio
Si somos malditos o divinos
Somos los últimos de la lista

(Ronnie james Dio)



En el mundo de Arena no había tiempo para pensar en el futuro. De hecho no había futuro, ni esperanzas, ni deseos de mejorar nada.
La libertad había perdido el sentido antes de producirse el holocausto ecológico. Nada tenía significado, sólo comer y dormir, o tener sexo como un desahogo de la frustración.
Las Ciudades Estado eran iconos de nostalgia que resurgían en los escombros de la barbarie mientras los sobrevivientes recuperaban las fuentes de energía y reactivaban la red satelital; poco a poco, la civilización se reorganizaba. Los orfanatos se llenaban, había miles de chicos abandonados y madres muertas por hambre. Muchas veces se tenía un hijo para vender como conejillo de indias o como comida. Sólo se conocía la realidad de la lucha por sobrevivir, aunque todo indicase que no valía la pena.
Sálvat se adaptó rápido, protegiendo a su hermano Dlanki en todo momento. Como ocurre con todos los prisioneros, se hicieron de amigos. A los doce años es más fácil tener amistades. Néstor, Rossiter y Farias formaban parte de su grupo. A veces, incluían a otros niños en las correrías, pero los únicos confiables de verdad eran su hermano y Néstor, el bajito, su mejor amigo. Sálvat podía percibir los pensamientos de sus camaradas con naturalidad y sabía que Néstor y Dlanki lo querían de verdad, tal como era.
A pesar de vivir una infancia opresiva, los niños se aferraban a la inocencia. El primer año en el orfanato, Sálvat confesó su capacidad de leer la mente a Néstor. Su amigo lo creyó con la simplicidad de los niños, guardando el secreto con firme lealtad.
Las monjas los ignoraban, prefiriendo esconderse bajo el único ventilador de techo del establecimiento donde se la pasaban contándose chismes. En el patio de la Casa Grande la arenisca giraba como un torbellino, víctima de las apuestas de los aburridos que trataban de predecir su rumbo. Desde el cuarto de Sálvat se dejaba oír el rumor del “Jevi Metal”, muy bajito para bendición de los siesteros y nada más acontecía dentro de esas viejas paredes.
Así transcurrían las calurosas horas después del mediodía.
Sudor y pesadumbre en las esquivas sombras de los rincones. Los ojos de Sálvat siguieron el andar de un ciempiés caminando por el muro del fondo. Siguió mirando como el bicho recorría seis metros de concreto macizo, del revoque castigado por lluvias y soles despiadados. A medio metro, Néstor practicaba su puntería con bolitas de vidrio. Nadie lo igualaba, su destreza le había servido para ganarle dos aceritos al Chungo. Uno de los grandes de quince años. En un principio, Chungo se había negado a entregar lo apostado, pero cuando Sálvat y Néstor lo apremiaron a cumplir su palabra, se acobardó. Los otros huérfanos grandes lo castigaron con burlas.
El “pac” seco del impacto entre las bolitas desconcentró la contemplación del muro, Sálvat codeó sin fuerza a su amigo.

—¿Qué hay detrás de eso, Nes?

El bajito dirigió sus oscuros ojos a la pared. Tenía cejas anchas y el cabello rebelde aclarado en las puntas, desteñido con lavandina robada, sonrió con una mueca y dijo:
—La calle —a Néstor no le asombraba que su amigo le hiciera ese tipo de preguntas. Podía leer la mente, se lo había demostrado en muchas ocasiones, pero también había muchas cosas que no podía descubrir con esa capacidad—, alguna vez escuché un camión pasar por ahí.
—¡Un camión! —sonrió Sálvat, acomodando una pila de revistas viejas. Casi todas con portadas coloridas de los músicos que habían desaparecido dos siglos atrás. La gente las cuidaba como reliquias. Incluso había museos donde las protegían, pero los huérfanos ignoraban eso. Sólo un par, sin carátulas, eran sobre vehículos. Los chicos soñaban con las motos y los autos. En la Casa Grande usaban dos camionetas, siempre que podían se ofrecían para lavarlas. De tanto curiosear, Sálvat, entendía cómo funcionaban los motores. La posibilidad de ver un camión encendió su osadía.
—¿Alguna vez viste uno? –dijo
—Tendría que subir al techo pero eso se castiga en la fosa de la capilla. Podríamos robarle la escalera a “Peluca”, pero tiene el buche muy grande, es un bocón —agregó con gesto cómplice Néstor—. Aunque me parece que no serviría, es muy alto.
—¡Cómo me gustaría mirar más allá de ese paredón! ¡Salir! —dijo Sálvat rascándose el cabello claro, desaliñado y cortado con aspereza por tijeras oxidadas. Los usaba sobre el cuello desafiando a los celadores, estos ya habían agotado sus amenazas para que lo usara más corto.
—Los grandes se escapan. —murmuró Néstor.
—¡Qué! —Esta vez Sálvat se sorprendió de verdad. La mayor parte del tiempo evitaba los grupos de personas, la avalancha de pensamientos era muy molesta, hasta insoportable, la música metálica a máximo volumen acallaba el rumor lacerante de los pensamientos cercanos.
—No sé como lo hacen pero sé que es así —continuó diciendo Néstor—. ¿Recuerdas los ipods y las zapatillas de los “Eyis”? No vinieron en ninguna encomienda, las trajeron de afuera.
Los “Eyis” eran los gemelos jefes de los grandes. Tan iguales de rostros como diferentes de carácter, pero sus códigos eran los mismos. La mayoría de los celadores no se metían con ellos ¡Tenían dieciséis años!

Dos horas después de tragar el mazacote de cosas recalentadas que la Vieja Buitre, llamaba cena, Sálvat seguía despierto en la penumbra del dormitorio, con sus pensamientos afuera, en la calle. Usaba La cama superior de la cucheta. Debajo se ubicaban Juanca y Dlanki. En el otro extremo dormían Farias, Rossiter y Néstor que por supuesto usaba la más elevada, para estar a la altura de su amigo.
Un sonido apagado desde abajo lo alertó. Sonrió al reconocer que Juanca se estaba masturbando. Con una bolita de vidrio lo golpeó llenándolo de insultos. El aludido se paralizó debajo de las frazadas y al cabo de un rato volvieron a oírse sus ronquidos.
—¿Qué tienes? —preguntó Néstor desde su camastro.
—Quiero ver un auto o un tren —suspiró—. No quiero esperar a tener dieciocho años para salir de aquí, Nes
—Sí —sonrió el otro—. Cómo la canción de Bon, que escuchamos en la radio: ¡Sixteen years in Hell! Dieciséis años en el Infierno. Yo creo que los Eyis les consiguen cigarros a los celadores, a los del turno noche. Además, que les importa, si dentro de poco van a salir.
—Si ellos se escapan, nosotros podemos hacerlo.
—Claro ¡Como cuando nos peleamos con la banda de Juanca y Gonito en el otro patio! ¿Recuerdas? ¡Éramos treinta peleando! Lo único malo fue que nos comimos el castigo sólo nosotros dos.
Sálvat sonrió con todos los dientes haciéndoles pocitos en las mejillas. Miró hacia abajo.
—¡Juanca! —Gritó— ¡Juanca! Ya no te hagas el dormido que estás escuchando todo.
—¿Qué quieres? —replicó el otro. Era un muchacho tostado por muchos soles, uno de sus trucos favoritos era esconderse en las sombras.
—¿Cuando tienes que ayudarle a Lucy con la bolsa de mandados? —murmuró el chico rubio.
Esa era la ley en la Casa Grande, Los más chicos tenían que asistir a los mayores. Generalmente se daba la situación por inercia. Rara vez era a la fuerza, eso sólo se reservaba para los rebeldes y los tontos. Lucy era la marica de Walt, el Eyi más accesible. Era un flacucho demasiado bonito para aquel lugar. El primer día, los grandes lo violaron. Los siguientes continuaron del mismo modo, nadie notó en qué momento dejó de ser Luis para ser Lucy. Era de los pocos que los celadores permitían dejarse el pelo largo. Tenía ciertas concesiones como salir de compras con ellos. Walt tenía recelo de eso. Celos, se oía decir.
Pues bien, Juanca era él que llevaba las bolsas de Lucy. Nada difícil ni peligroso, nada más una obligación.
—Pasado mañana. —contestó a la pregunta de Sálvat.
Juanca conocía únicamente dos cuadras hasta la proveeduría. Comentaba que la calle le daba miedo y al poco rato sentía ganas de volver a la Casa Grande.
—Algo debe tener —replicó Sálvat—. Tiene que haber avenidas llenas de autos y motos.
—Nunca vi algo así. —negó rotundo Juanca.
—Eso era en otros tiempos, Sálvat —agregó Néstor—. No hay nafta ni agua para eso. Sí, habrá muchas bicicletas.
—Sí una vez oíste un camión, todo es posible, tenemos que averiguar cómo se fugan.

Por las noches, la rutina de los celadores era conocida hasta por los nenitos de cinco años. La mayor parte del tiempo la pasaban en la cocina jugando a las cartas y tomando café. A las once de la noche y a las cuatro de la madrugada daban una vuelta. Entre esos horarios se podía deambular, siempre y cuando no se hiciera ruido.
En la noche, Sálvat y Néstor, se ocultaron bajo la escalera que daba a los cuartos de los mayores. La oscuridad y los mosquitos los acompañaban. De vez en cuando les llegaban los rumores de los dormitorios, respiraciones, ronquidos y algunos jadeos. Néstor miró suplicante a Sálvat señalándole una constelación de picaduras en sus brazos. En la cara redonda del otro se dibujó una amplia sonrisa. No sabía por qué, pero los mosquitos lo ignoraban. A veces argumentaba que su sangre era tan rara que no les gustaba.
De repente le llegó un flujo de pensamientos, hizo una seña a Néstor para advertirlo.
Sintieron la madera del descanso, sobre ellos, hundirse por el peso de personas. El polvo que cayó en sus narices por poco los delata. Unos seis muchachos “de los grandes” caminaron sigilosamente bajando por la escalera. Iban Los Eyis, Tronco, Pit, el Negro Cartoon y Kio. Siguieron recto hasta la lavandería.
No bien cerraron la puerta, los dos pequeños corrieron, descalzados para no hacer ruido. Sin mediar palabra se metieron en aquel lugar prohibido, ninguno de los internos entraba a la lavandería. Vieron sogas colmadas de sábanas. Tres enormes lavadoras automáticas cerca de una gran plancha a vapor. Todo lo demás eran cestos para ropa y un par de piletones. Había agua por doquier, la humedad del sitio les escocía en los huesos. Mas, nada de esto les interesó. Los grandes se habían esfumado, no existía duda, la salida secreta estaba en ese lugar. Sin perder de vista el rumbo de los otros, descubrieron tras una lona, una pared de madera. El tiempo y la humedad habían podrido las tablas. Era fácil removerlas y colocarlas de nuevo en su lugar. El hueco dejaba espacio suficiente para un adulto. Sálvat quitó una, por ahí asomaron sus cabecitas.
Vieron la calle, una ancha línea de piedras en pendiente con una hilera de pinos del lado opuesto. Eso era todo, pero para ellos significaba muchísimo. La brisa del aire fresco les acarició el rostro y lo agradecieron sonrientes, hasta el aroma era diferente.
Totalmente tentador.
Néstor palmeó la espalda de Sálvat.
—¡Vamos! Ya pasamos mucho tiempo aquí.
—Sí. —conminó el otro cayendo en la cuenta de que si los descubrían jamás podrían hacerlo otra vez.
Con sigilo retornaron a sus lechos, sus compañeros de cuarto los esperaban despiertos para atacarlos con preguntas.
—¡Shhh! —les ordenó Sálvat imponente—. Duérmanse. Por la mañana les contaremos todo. —el tono perentorio lo usaba con todos los de su edad, a excepción de Néstor. Con él, su trato siempre era grato; de igual a igual. En una única ocasión habían jugado a pelear. El chico bajito demostró ser más hábil e incluso más fuerte que Sálvat. Eso había pasado hacia tres años y desde entonces se convirtieron en grandes amigos.
Feliz como hacía tanto tiempo que no conseguía recordar. Ya acomodado en su cama, llegaron a su mente pantallazos de su infancia, en lo que parecía un hospital, un lugar donde siempre le extraían sangre. Su memoria le traía las nebulosas imágenes de camillas y paredes blancas, montones de parches adheridos a su cuerpo con algo pegajoso. Trenzas de cables y monitores unidos a él. Al igual que a su hermano. Sin embargo, allí, se sentía querido, lo atendían con mucha consideración. Tenía un patio de juegos llenos de juguetes.
Hacia muchísimo tiempo, antes de la Casa Grande. El agotamiento de las emociones fuertes lo dominó y se quedó dormido.

Sabiendo que el tiempo es un terrible enemigo del papel, Sálvat desplegó con sumo cuidado el póster que mostraba a “Halford” sobre una moto enorme. Halford era uno de esos vocalistas de alto registro que parecía cantar desde las alturas. Al joven muchacho le gustaba mucho, aunque tenía otros preferidos como “Dickinson” o “Hughes”. Todos ellos personajes de una época que no regresaría jamás. En una actualidad llana y vacía como la que le tocaba; esos recuerdos ajenos eran el único consuelo que uno podía digerir.
El brillo del sol se apagó cuando alguien se detuvo frente a él. Era Lucy, un mal presagio. Era una ley muy clara que los grandes no hablaran con los chicos, Sálvat casi dejó de respirar.
—¿Qué haces, negrito? Ven conmigo.
No pudo más que obedecer. Fueron hasta los baños del patio, con grises paredes manchadas y las puertas llenas de grafitis. Sergio, el peor de los Eyis, estaba ahí con casi toda su banda, fumaban formando ese humo espeso que hace picar los ojos y la garganta.
—Pon el grabador. —dijo el Eyi a Lucy. La música que se dejó oír le era conocida: “Smoking in the boys room”. La voz de Vince y los acordes de Mick crearon un muro entre el exterior y el fondo del baño. El Negro Cartoon se movió para descubrir que aferraba con fuerza el pescuezo de Néstor.
Los grandes lo rodearon.
—Ustedes dos se pasaron de la raya. Uno les da la mano y se agarran del miembro —empezó Sergio—. Les falta mucho, tienen que aprender a respetar. —le alcanzó un cigarrillo a Sálvat indicándole que se lo metiese en la boca. El chico aspiró. Inmediatamente comenzó a toser sintiendo como el piso se mecía de un lado a otro. El “Eyi” le dio un fuerte palmazo en el estómago con lo que todos estallaron a carcajadas. Después, un sopapo en la cara le dejó la oreja colorada.
—Necesitan un correctivo. —El Eyi sonaba como un celador, sin duda obtendría trabajo en el orfanato con la mayoría de edad.
El sucio zapato comprimió la cabeza del chico contra el piso húmedo. Los olores de la orina y el tabaco se mezclaban. Oyó gritar a Néstor, alguien subió aún más el volumen del grabador. El negro Cartoon, sádico como ninguno, le apretaba los testículos. La amplia boca de labios carnosos sonreía cada vez más.
—¿Querías salir? —el Eyi acercó su cruel rostro, los ojos oscuros eran ranuras, la nariz y la boca diminuta en una mueca despiadada. El olor de su transpiración le llegaba junto al pútrido aliento.
—¿Podemos hacerle dos amigas a Lucy? —dijo uno de ellos.
Sálvat se retorció con furia. Un par de patadas en las costillas lo paralizaron. Todas sus esperanzas se desvanecieron. Su adaptabilidad le hizo considerar, en medio segundo, las probabilidades con que contaba.
Pocas…
… y sombrías.
—¡¿Qué pasa aquí?! —se escuchó una voz fuerte entre la música. Todos pararon lo que estaban haciendo. Walt, el otro Eyi, se adelantó desde la puerta.
—Deja a estas pulgas —dijo a su hermano. El ceño fruncido de los dos creaba una imagen descabellada. Un reflejo que se desafiaba a sí mismo—. Son chicos, pero nunca nos delataron. Estos dos conocen las reglas y además —les echó un vistazo. Ambos doloridos en el suelo no eran ninguna amenaza—, saben bien lo que les conviene.
Sergio respiró hondo.
—Tá, bien —dijo y agregó dirigiéndose a los chicos—. Hagan menos ruido la próxima vez.
Todos los grandes salieron. Ninguno se animó a moverse hasta que volvió el silencio absoluto.
Néstor se arrastró hasta su amigo.
—¿Y bien, Sálvat? ¿Ahora qué?
—Ahora que tenemos la aprobación de los grandes… Vamos a hacerlo.

Pasaron diez días.
Los asuntos se calmaron. No hubo ningún “apriete” más. Se dieron cuenta que para salir se necesitaban más de dos. Las elecciones obvias eran Rossiter y Farias pero como Juanca era el único que conocía algo de la calle se desligaron de Farias. A Dlanki lo descartaron desde el principio por ser demasiado chico.
A medianoche se escabulleron hasta la lavandería. Los corazones de los cuatro eran tambores retumbantes. Temerosos a pesar de saber que nada tenían para perder. Las maderas estaban allí, tan flojas como siempre. Lo diferente era que esta vez iban a hacerlo. Sería la primera vez en sus cortas vidas que deambularían fuera de esas paredes. Cuando todos estuvieron del otro lado, sus piernas se petrificaron. Los ojos devoraron todo, por inercia, como sonámbulos que no desean despertar, avanzaron lentamente junto al muro. El cuarto creciente que atisbaba entre los pinos derramaba ante ellos una esquiva luz. Era cierto que un repentino miedo pujaba en la garganta compitiendo con la enorme curiosidad, la maravilla de ver aquello que sólo existía en sueños o en viejas revistas.
Las calles estaban dominadas por el mutismo, apenas roto por el croar de alguna rana o el chiflido de un súbito murciélago. De repente Sálvat se dio cuenta que el rumor constante de los pensamientos era apenas audible, las mentes de sus amigos no le molestaban, estaba acostumbrado a oírlas y las conocía a la perfección, sólo demostraban asombro.
Colándose entre las roturas de la vereda, pastos altos, poblados de luciérnagas, formaban una pared en el sendero. Tentados por la sensación de verse rodeados por los luminosos insectos, se perdieron durante fatigosos minutos para caer repentinamente en un terreno abandonado. Armatostes de hierros oxidados apuntaban en la oscuridad a las estrellas. Eran escaleras que no llevaban a ningún lado. Ruedas o volantes que giraban sin trasmitir ningún movimiento. Reconocieron algunos bancos ferrosos casi sepultados entre la maleza. En ciertos lugares quedaban vestigios de una vieja madera podrida atornillada con oxido.
El primero en descubrir los muñecos bajo un mugriento toldo fue Néstor.
—¡Sálvat! ¡Eh, vengan! —llamó.
Los colores habían desaparecido en pequeños autos con asientos y animales de cuatro patas de fibra plástica. Representaban caballos y los conocían por las historietas y las canciones. Poco quedaba de ellos. La delicadeza de la pintura aún se adivinaba a pesar de la erosión. Jamás habían visto esos animales, hasta dudaban si habían existido.
—¿Qué? —frunció el entrecejo el joven Sálvat.
—Es…Era una calesita. Son juegos para niños. Debe llevar décadas abandonada.
Los objetos alrededor los llenaban de una tristeza ajena. Eran fósiles de una época pérdida, los cadáveres de un mundo donde los niños eran niños. Allí, en las tinieblas de la noche, mostraban su desencantada melancolía resistiéndose al olvido. Sin quererlo, guardaron un minuto de silencio.
Con ojos taimados, Rossiter estudió los aparatos. Ensuciándose de rojo, quitó las capas de oxido de un pequeño volante. Al tratar de girarlo, el chirrido sobresaltó a todos.
—¡Shhh! —chistó Néstor al tiempo que salían corriendo.

En la huída se hundieron en fríos charcos de agua estancada, pero eso no los detuvo. Atravesaron un descampado hasta llegar a un ancho camino de asfalto. Los niños se miraron diciéndose con los ojos: ¡Una ruta! ¡Una avenida! Al otro lado les guiñaban unas luces. Un viejo temor les hizo pensar que tal vez algunos celadores los esperaban ahí. La sola expectativa de los misterios de la otra vereda disolvió cualquier recelo. Los pies daban pasos cortos, renuentes a abandonar la vista panorámica de las líneas de la carretera uniéndose en lontananza.
Ya del otro lado les llegaron los vozarrones de los borrachos, Sálvat lo había sentido antes en su mente, pero no dijo nada. Alguna cantina se mantenía abierta, oculta en una calle aledaña, una de tantas afluentes sombrías de la avenida. Escondiéndose en cada hueco, caminaron estirando sus cuellos sobre vidrieras, precarios jardines o enrejadas ventanas. Sólo el chillido de los insectos, duros sobrevivientes, era constante en la noche. No parecía que hubiera muchas casas. Todas estaban maltratadas. Sin pintar, con humedad subiendo en las paredes. Aún así, a sus ojos, eran hermosas. Alcanzaron una esquina ocupada por malezas. Un sitio lleno de rincones umbríos. Oculta en el fondo se veía una casa en ruinas. Las paredes se alzaban para terminar en tirantes podridos de un techo desaparecido. Los cuatro avanzaron a hurtadillas hacia ese prometedor campo de juegos. Sálvat contempló maravillado, el tizne en los ladrillos desnudos, mirando extasiado las ruinas de ese baldío. El hueco, sobre ellos, dejaba ver las estrellas como nunca antes. Entonces lo percibió. Su especial talento para detectar el peligro le hizo erizar los cabellos de la nuca.
Había algo ahí.
En ese momento surgió de la oscuridad un bulto enorme. Cayó sobre ellos en una confusión de arañazos, golpes e imprecaciones. Cualquier otro niño de doce años no habría reaccionado, pero ellos conocían la violencia y el odio. Sin perder un segundo devolvieron los golpes. El loco de Rossiter pulverizó un ladrillo sobre el agresor. Un momento después tenían ante sí al despojo de un ser humano. Un viejo desdentado que olía a muchas cosas desagradables, jadeaba con un brazo en alto para proteger su ajada existencia.
—¿Qué ibas a hacer? —rugió Sálvat con los puños apretados. En su mente se reprodujeron imágenes obscenas de toda índole. Deseó matarlo, pero a la vez le inspiró lástima, había lugares peores que la Casa Grande. El viejo chilló algo incomprensible y huyó rengueando hacia las sombras. Permanecieron un rato sin decirse nada. Ya era tarde y la distancia les provocó temor, hacía mucho rato que habían dejado el orfanato. Como si tuvieran el mismo pensamiento, iniciaron el camino de retorno, todos a la vez.

Había desilusión en Sálvat. Su esperanza de ver un vehículo motorizado acababa en nada, ni siquiera un carro tirado por animales.
Con un andar pesado y mudo volvieron cabizbajos. Fueron los vivaces ojos de Rossiter los primeros que descubrieron al enorme camión aparcado a unos metros del boquete de maderas podridas.
Un monstruoso vehículo de carga pesada con dos acoplados. Las tres aristas de la marca brillaban sobre el parabrisas abovedado del morro. Las gruesas llantas eran bajas pero poderosas. Sálvat no resistió y corrió hacia los estribos de la cabina. Sus ojos embelesados con todo, desde los altos escapes a los parachoques y la parrilla de ventilación. ¡La pintura y los espejos! La tentación de meterse fue irresistible.
Sin embargo se hallaban a escasos metros del hueco en el muro que les había servido para fugarse.
Sálvat saltó con presteza a la vereda para dirigirse con paso decidido hasta las puertas traseras del acoplado. Los otros trataron de hacerlo desistir aunque conocían el espíritu inmutable de su amigo. Néstor no habló, cualquier palabra era un desperdicio en ese momento. Sálvat forcejeó con rudeza en la manivela hasta que cedió con un seco ¡Clanc! Y la puerta se abrió apenas, revelando un resplandor blancuzco en el interior. La ansiedad del chico era visible en cada gesto. Dentro, el aire estaba acondicionado a una temperatura inferior a dieciséis grados. En contraste con la exterior de cuarenta y dos, les pareció un glaciar.
—Vengan —murmuró Sálvat.
—No —replicaron los otros—. Nos quedamos de campanas, no te demores.
Néstor saltó detrás de su amigo, no por curiosidad sino por amistad.

Pegada a las paredes había cortinas plásticas transparentes. Unos peculiares trajes blancos equipados con escafandras colgaban del lado izquierdo. Para cruzar el cubículo era necesario abrir una cremallera en la división de plástico transparente. Sálvat le dio un tirón y pasaron. El interior del acoplado no tenía nada que ver con algo conocido para ellos. Una fila de monitores estaba adosada en la pared del fondo de los cuales partían mangueras y cables. Todo era blancura y transparencia. Había muchos recipientes de cristal con líquidos y cosas flotando dentro. De pronto el olor del ambiente atrajo oscuros recuerdos a la nariz de Sálvat.
—Oh, oh. —su piel comenzó a erizarse. Imágenes fugaces de enormes agujas clavándose en su carne y los sollozos inconsolables de su hermano le asaltaron la mente.
—¡Mira esto! —dijo Néstor con un temblor en la voz. Su índice señalaba unos frascos con formas blancas dentro. La visión los horrorizó, eran bebés diminutos, algunos con colas, otros con extremidades apenas desarrolladas.
—Embriones y células madres —leyó Néstor—. Aquí lo dice —tomó un talonario colgado en la pared—, destinados a Progreña, un país lejano. Es para usar los tejidos… No entiendo nada.
Sálvat se encogió de hombros, volviéndose hacia el conducto que unía al siguiente acoplado.
—¿A dónde vas? —Dijo su amigo—. Este lugar me da escalofríos.
Si lo oyó, Sálvat no dio muestras de ello. Al entrar en el otro cubículo halló una mesa con instrumentos de cirugía. Dos grandes estanques burbujeaban con una sopa negra. La cabeza de Néstor asomó por sobre el hombro de Sálvat. El olor que provenía del líquido era nauseabundo, de esos que invitan al vómito.
—¿Qué mierda? —dijeron acercándose a los piletones. La oscura sustancia no permitía identificar que contenían a simple vista. Atisbaron a través del cristal. Los ojos se les salieron de las orbitas, el susto les hizo perder el equilibrio y caer. Estaban aterrorizados, tanto que sus miembros parecían embotados. Se apoyaron uno en el otro para levantarse.
Aquel caldo estaba formando por cuerpos de niños. Niños que ellos pudieron reconocer, pues habían vivido en la Casa Grande. A esos chicos, supuestamente, los habían trasladado a otro lugar. Ambos se abrazaron con fuerza cuando vieron en las repisas unas latas apiladas. Iguales a las que recibían aquel caldo por medio de manguerillas.
—¡Malditos sean! —la ira y el miedo de Sálvat crecieron a la par. Cobró ánimo para empujar a su amigo en dirección a la salida.
Abrían el último cierre cuando el sonido metálico de la manija desde el exterior los paralizó. Quién fuera, no les permitiría irse para contar lo que sabían. Acabarían como los otros niños en el asqueroso caldo. Sálvat envió de un suave empujón a su amigo al hueco de la otra puerta. Luego se agazapó como un felino bajo la mesada de los monitores. Una sensación de odio se apoderó de su cuerpo, la misma que lo asaltaba en los momentos críticos. No lo atraparían, ni a Néstor. Buscó con la mirada algo que le sirviera de arma, pero nada había de utilidad.
El contorno de un sujeto pesado se perfiló en la entrada, enseguida lo reconoció. Era “Cráter de Pus”, el gordo estúpido que conducía a veces las camionetas. Conocía bien a Sálvat por lo que este no podía fallar. Corrió con toda la rabia de la que fue capaz, lanzándose de cabeza al estómago del hombre. Sintió un sonido apagado cuando le quitó todo el aire. Los ojos del gordo se dieron vuelta. Sálvat tomó el brazo de Néstor tan bruscamente que casi se lo arrancó. Se arrojaron al suelo empedrado lastimándose las rodillas. Desde luego; ni Juanca, ni Rossiter seguían ahí.
Corrieron como posesos para meterse enloquecidos por el hueco de la lavandería. Al cruzarlo sus remeras se rasgaron, el filo de algún clavo lastimó un hombro de Sálvat causándole un morado rasguño, anduvieron sin pausa hasta su habitación. Treparon con presteza sin tener un respiro para cerciorarse de la presencia de Rossiter o Juanca. Ya bajo las sábanas, el calorcito de su familiar refugio les dio algo de seguridad. Cuando la respiración se fue acompasando escucharon la voz de Dlanki.
—¿Y? ¿Los descubrieron? —en un murmullo.
—No.
—¿Cómo? ¿No los vio Cráter de Pus? —era la voz ladina de Rossiter.
—Creo que le desinflé la panza —comentó Sálvat—. Hay que negar todo. Sobre todo tú, Juanca, que tienes una bocaza.
—¿Yo? —protestó el aludido.
Entonces les llegó el estruendo de los cucharones golpeando las ollas por los pasillos. Eran los celadores, había una requisa.
Con rapidez se cambiaron de ropas, poniéndose otras para tapar las lastimaduras de las rodillas. Sálvat no tenía otra camiseta, tomó un viejo pulóver de su hermano que le quedaba chico.
Una mirada mortal de Néstor a Juanca le advirtió a este último que le esperaba si se le escapaba un suspiro.

Las luces del patio se encendieron. Como era usual, los hicieron formar en filas de a uno. Frente a ellos, en el otro extremo, estaban los “Eyis” dirigiéndoles el mismo tipo de mirada que recibiera Juanca instantes antes.
Todos temblaban intentando disimular los amplios bostezos. De pronto apareció la Vieja Buitre con Cráter de Pus. La cara de este hecha un despojo y la de ella un mapa de arrugas agrietadas. Tenía cierta dificultad para desplazarse aunque en sus ojos brillaba la energía de un espíritu de hierro.
Ignoraron a los más chicos y fueron directo a la fila de doce años.
—¿Esta acá? —la voz cascada de la directora le llegó a Sálvat mezclada con aliento a té con leche.
Un verdadero asco.
Cráter de Pus los miraba con mil dudas en su mente. Se tomó más tiempo frente a Néstor, los ojos impasibles del niño le devolvieron la mirada y el gordo frunció la boca.
—No sé. Estos no son, tal vez eran mayores. —dijo.
—¿Se da cuenta que son casi las cuatro de la mañana? —sentenció la Vieja Buitre con la voz cargada de un reto ominoso.
—No sé…
—Tal vez lo tomó desprevenido un ladronzuelo. Sólo a usted se le ocurre descuidarse.
—Necesitaba descargar la vejiga… —se defendió estúpidamente Cráter de Pus, las carcajadas del grupo de los mayores apoyaron su comentario.
—Es un pedazo… —escupió la vieja entre los dientes podridos y ordenó—: ¡Se acabó! ¡A sus camas!

Al día siguiente todo transcurrió sin el menor comentario, Néstor y Sálvat esperaron la pesadumbre del mediodía para hablar.
—No has dejado de pensar en ello ¿Verdad? —comenzó Néstor.
—No, Nes. A veces es preferible no saber algunas cosas. La Casa Grande nunca me pareció un lugar lindo, ahora estoy seguro de que tenemos que huir, pero no tengo idea a donde.
—Sí. Aquí hay monstruos y afuera hay otros monstruos. —comentó Néstor mirando los ladrillos desnudos del muro.
—¿Y qué haremos? —suspiró Sálvat.
—Sobrevivir, creo. Es lo único que sabemos hacer. No sé para qué, pero lucharemos para sobrevivir.



1 comentario:

  1. Una historia interesante que sigo verla terminada, no en esbozo es muy linda y mas seguirla :)

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