viernes, 19 de julio de 2013

La Ciudad Vacía - Cuento de Ciencia Ficción - M. C. Carper



Siguiendo la cronología de las aventuras de Sálvat en el mundo apocalíptico del planeta Arena. He aquí un nuevo cuento del Nómada. La idea de escribirlo fue consecuencia de una conversación entre amigos sobre esas ruinas del pasado que aparecen por todo el globo. Edificios que fueron testigos de otra época, envueltos es misterios, donde equipos de arqueólogos se esfuerzan por traducir códices. Me pregunté ¿Qué tal si Sálvat encuentra algo así? Claro, tiene que haber una dosis de ciencia ficción. Este relato ha sido publicado en diferentes medios.

La Ciudad Vacía

Ahora es el momento
El Hombre de Hierro liberará el miedo
Venganza desde la tumba
Viene a matar a los que una vez salvó

(Iron Man de Black Sabbath)



Sálvat y Dlanki huían para salvar la vida. Atravesando kilómetros de tunas gigantes. Heridos por las espinas, con la ropa convertida en hilachas. Se detuvieron a tomar aire cuando en el silencio del desierto escucharon el crujir mecánico que los perseguía desde el día anterior. Corrieron  dejando atrás la sombra de las tunas para continuar escalando una ladera de piedras desmenuzadas. Trepar con el estómago vacío fue una dura prueba para los jóvenes, pero prevalecía la infatigable adhesión a la supervivencia.
El mayor de los hermanos ajustó de un tirón la vincha en las sienes,  la larga melena de color paja, oscurecida por el sudor cubría su espalda. Un retorcijón en el costado  lo obligó a detenerse mientras el pecho bajaba y subía. A cada momento, ambos volvían la mirada con temor de tener encima los terribles cañones del enemigo, los ojos marrones de Sálvat apenas se distinguían bajo la sombra de las cejas. Estiró por costumbre su mano hacia la cantimplora para recordar que había bebido la última gota dos horas atrás.
Los rayos del sol amarillo azotaban el desierto. Ni siquiera podían maldecir, con la lengua reseca y los labios partidos.
Días atrás, se hallaban descansando en el Oasis del Loco, a la sombra de palmeras, oyendo el rumor del manantial, mirando las aves jugueteando. Su clan era conocido como Los Pumas, conducido por Ahnloc, el nervudo mutante que dirigía a cincuenta familias por el páramo. No tenían enemistad con otros clanes, pero tras varias incursiones a la opulenta Ciudad Oro se ganaron el odio de los citadinos, quienes no dudaron en contratar tanques robots para limpiarlos del desierto. Eran las unidades Painkillers, las Matadolores. Terribles bastidas autopropulsadas por piernas de hierro, en ocasiones apoyadas por helicópteros también robóticos.
Las posibilidades de  los nómadas eran nulas, los cuchillos y las flechas poco podían hacer contra armas de fuego de grueso calibre. Las fábricas del país norteño, Progreña, canjeaban el servicio de las Matadolores por alimento, agua o combustible, pues en esa parte del planeta se comerciaba por medio del trueque. En las Ciudades-Estado usaban papeles que no tenían ningún valor fuera de sus muros.
Las Matadolores habían cercado a Los Pumas al final del invierno. Las tormentas de arena les dieron una vía de escape hasta el comienzo del verano cuando los mortíferos proyectiles achicharraron el campamento de las mujeres y niños del Clan. En medio de una desordenada fuga, los hermanos vieron la cabeza de Ahnloc desecha por las patas de una PainKiller, fue una matanza. Las máquinas no sabían de piedad, cansancio o tregua. Nada más continuaban hasta cumplir su objetivo. Sálvat no se cansaba de buscar una debilidad en esos aparatos, pero los atentos ojos eléctricos descubrían su presencia siempre. Acercarse a menos de cien metros era muerte segura.
Huyeron en motos, pero los sensores de los robots les siguieron el rastro. Luego, sin agua ni combustible, las motos fueron inútiles. Los muchachos se enterraron en la arena, alimentándose de algún ocasional teyú. Transcurrieron un par de días hasta que se animaron a buscar comida, pero atisbaron la silueta de una Matadolores contra el horizonte carmesí. Con la certeza de haber sido descubiertos, emprendieron la huida hacia el sur, a través del mencionado bosque de tunas. Aunque los mecanismos que impulsaban las piernas eran muy lentos y no podían darles alcance mientras corriesen, la extenuación los estaba venciendo. Con el sonido de los engranajes encima, comieron las flores que aparecían a su paso y bebieron de las carnosas hojas sin dejar de correr hasta “Los Escombros”: una sucesión de montículos formados por cascotes al pie de las cumbres que bordeaban el Gran Erg. Decían que Los Escombros era una ciudad reducida por bombardeos en la época anterior, pero nadie tenía pruebas de esa leyenda. La cadena de cerros se extendía por varios kilómetros, elevándose gradualmente hacia el norte como frontera natural del desierto. Si lograban traspasar los médanos de pedruscos y las colinas, descenderían a las praderas del sur, hasta la costa.
Enceguecidos por el agotamiento, tropezaban con los desniveles del suelo para incorporarse como locos. Una pierna de Sálvat se hundió hasta la rodilla en la grava.
—¡Mierda! —exhaló con el sudor perlando su frente. Deseó tener una chilaba para que el agua de su cuerpo no fuera absorbida en el calor. Esta vez no quiso volverse, sabía que los perseguidores avanzaban imperturbables.
—¡Ya casi estamos en la cima, Sálvat! —exclamó Dlanki. El esfuerzo del ascenso los estaba llevando al límite de la resistencia, las piernas les punzaban de dolor.
 Llegaron a la cúspide y se arrojaron en la ladera del otro lado, un poco de sombra los alivió. Jadearon sin aliento allí tendidos, Dlanki fue el primero en incorporarse.
—¡Mira! —dijo señalando hacia abajo, donde la depresión se ensanchaba. Todo estaba en sombras. Sálvat concentró la mirada.
Pudo distinguir un puente en ruinas atravesando el abismo, los cables tensores y el armazón de hierro no eran de esa época.
—Después de todo hay algo de verdad en la historia del bombardeo —mencionó Dlanki—. Tratemos de cruzarlo.

Esa nueva oportunidad de escape los reanimó. El puente estaba en pésimas condiciones, pero pasarlo no fue gran obstáculo para los nómadas, habituados a saltar y trepar. Ninguna Matadolores podría avanzar por ahí, el peso de los tanques desarmaría el pasaje. Si ese era el único acceso a las colinas, podían considerarse a salvo.
Una vez del otro lado, treparon por una cornisa de la pared. Mirando fascinados la negrura del abismo, nadie podría sobrevivir a una caída. Doscientos metros más arriba había un terraplén con una inclinación que permitía un fácil ascenso. Se abría a una explanada con una pared rocosa al final, donde el viento corría furioso.
 Una hendidura oscura en la roca atrajo la atención de ambos; era una grieta carcomida por la erosión de un deshielo antiguo. Un corredor de roca. Por el que podía pasar  una persona de lado. La luz en el extremo opuesto resplandecía a unos cien metros, Sálvat decidió tomar la delantera, ingresando. Dlanki no tardó en imitarlo. Al salir, contemplaron la abertura de una gigantesca caverna, una garganta oscura con brillos extraños en el interior. Esos destellos en la negrura les erizaron los cabellos de la nuca.
Pero la curiosidad superó al miedo, sin prisa se internaron en la oscuridad.
El brillo que los asustaba no era otra cosa que el reflejo del exterior en los vidrios rotos de unas ventanas, había hoyos en el techo de la cueva. Allí, enterrados bajo toneladas de piedra y tierra, descubrieron construcciones de una extraña arquitectura. Jamás habían visto algo así, las escasas ciudades que conocían no tenían tantos edificios. El corazón comenzó a  golpearles el pecho de emoción, aquel lugar podía guardar riquezas que ningún habitante del planeta Arena había descubierto.
—Es una ciudad muerta, escondida. —Dijo Sálvat.
—¿Quién puede saberlo?
—¡El silencio! No se oye nada en este lugar. —apuntó el mayor.
—No sé por qué, pero me provoca escalofríos. —comentó Dlanki frotándose los brazos.
—Sí. Parece una tumba.

Afuera empezaba a atardecer. Dlanki había atrapado unas lagartijas para cenar. Los interiores de los edificios se conservaban bastante bien, pese al envejecimiento obvio de la madera y la tela, sin embargo era imposible que se mantuvieran así tanto tiempo.
 Tal vez el ambiente cerrado y seco las conservó, pensó Sálvat.
La ciudad, si lo era, carecía de un centro comercial o rutas para comerciantes. Parecía un pueblo aislado, pero con edificaciones majestuosas. Tras una breve exploración descubrieron que las construcciones se ubicaban como los radios de una rueda, desde un edificio central mayor con una especie de domo en uno de los ángulos. Lo rodeaba un muro por el que ingresaron sin dificultad, pues una parte se había derrumbado.
Estaban agotados, pero no soportaban la idea de dejar sin explorar la construcción del centro.
—El frente tiene una galería, no sé estimar cuantos pisos ocupa. —Comentó Dlanki.
—Este sitio fue abandonado antes de que naciéramos. Lo que los obligó a hacerlo debió ser una amenaza mortal.
—Tal vez esa amenaza aún exista. —murmuró el más joven, Sálvat se detuvo.
—¿Qué quieres decir?
—No sé. Quizá fue un veneno… o alguna peste.
—O radioactividad. —Acotó Sálvat.
—¡Deliras! No hay usinas nucleares aquí en el sur. Sólo en Progreña y por lo que he oído, venden muy cara la energía.
Aquello no era seguro, nadie recordaba cómo había sido ese lugar antes del declive del hombre. En el norte, las edificaciones eran restauraciones de ciudades antiguas, el sur no tuvo la misma suerte. Sálvat no aminoró el paso aunque el silencio y la oscuridad empeoraban su humor. Dentro del Domo, las condiciones de conservación eran muchos mejores que en los otros lugares, limpio y sin polvo. Las puertas eran en su mayoría transparentes, con cierre neumático. Una sola entrada, para salidas de emergencia se abría girando el picaporte, por ella ingresaron. El ambiente se mantenía seco y fresco. Dlanki buscó la manera de acceder a una ventana para mirar al exterior, la luz crepuscular se filtraba por la boca de la cueva, reflejándose en muros y columnas. Al llegar al ático, en el piso once, contemplaron los edificios bajos, muy cerca el techo rocoso de la caverna.
—Esto fue construido aquí dentro —conjeturó Sálvat—. La erosión pudo reducir el exterior de las colinas, pero esta caverna existía hace siglos. Este tipo de arquitectura es antiguo, del que vemos en las viejas revistas. Mira esas enormes barras de hierro bajo el techo de la cueva, esto era un refugio.
—¿Qué clase de locos vivirían en una caverna?
Sálvat no respondió. El lugar inspiraba desconfianza, lo sentía en los huesos. Estaba deshabitado; sin embargo todo el tiempo le escocía la sensación de estar siendo observado, con un enemigo al acecho. La oscuridad se acentuaba al internarse en la edificación con lo que sus sentidos se alertaron.
Descubrieron muchas escaleras. Juguetearon en una de amplios escalones que comunicaba varios edificios. La última que hallaron estaba disimulada en un pequeño cuarto. Bajaba hasta subsuelos no accesibles desde otros sitios. Por supuesto, descendieron.
Tras una oficina de recepción había una gran sala con paredes cristalinas, el interior tenía gabinetes y varios escritorios con computadoras, sólo la pared del fondo les llamó la atención, tenía una superficie irregular llena de aparatos, una mesa adosada con monitores y dos asientos. Se adelantaron con cautela y de pronto los asaltó el terror.
¡Las luces se encendieron!
El rumor de los aparatos les puso la piel de gallina. Los aires acondicionados, electrodomésticos, relojes de pared, todo cobró vida. Desde algún lejano grifo brotó un furioso chorro de agua.
Ambos nómadas se prepararon, lo que fuera que despertaba recibiría su violencia si los amenazaba.
Transcurridos unos minutos, nada ocurrió.
—Se activó automáticamente. —Gruñó Dlanki.
—Lo dudo. Esto no pudo mantenerse así tanto tiempo, es tecnología preholocausto. Alguien hace el mantenimiento…
—¿Robots?
Odiaban a los robots. Eran máquinas precisas de aniquilación, sólo los corruptos habitantes de Progreña los fabricaban. Sálvat anidaba un profundo rencor al país del lejano norte. Jamás había conocido a los norteños ni había estado en su territorio,  pero albergaba la esperanza de escarmentarlos algún día por enviar a las Matadolores contra ellos. Avanzaron dispuestos para la acción. En la pared izquierda pendían cuatro hileras de gabinetes. Tubos fluorescentes iluminaban todo, no había escondrijos a la vista.                                                                                        
—¿Qué es esto? —murmuró Dlanki, la respuesta le llegó con una voz estridente y desconocida. Los hermanos se pusieron en guardia.
—Mi denominación es M. R. Treinta y Uno. Soy el Computador Central de este refugio, El Bunker Número Cuatro.
Salvat aferró con fuerza su cuchillo, mirando con ardor en dirección al sonido de la voz proveniente de los paneles del fondo. Sin decir una palabra, ambos se adelantaron hasta el disimulado altoparlante.
—¡Bienvenidos al Campamento Número Cuatro! —los recibió cordialmente el Computador. Las cámaras se encendieron cuando cruzaron los sensores láser de la entrada. —añadió
—O sea que nos escuchaste. ¿Vas a atacarnos? —indagó Sálvat con los dientes apretados.
—Eso es inadmisible. Mi programación es evitar, y en situaciones extremas, minimizar el dolor y el sufrimiento humano.
Dlanki interrogó con la mirada a su hermano.
—No sé —dijo este—. Nunca nos topamos con algo parecido. —En realidad estaba fascinado con el encuentro, todo lo que había leído sobre las computadoras anteriores al holocausto atrapaba su curiosidad. Ahora tenía la oportunidad de conocer más. Era una fortuna que lo hubiese descubierto sólo con su hermano.
—¿Llevas mucho tiempo desactivada? ─preguntó al fin.
—Noventa y ocho años, cinco meses, dos semanas y seis días.
—Ffuuissss. ─silbó el Nómada─ ¿A qué se debió tu inactividad?
—Una rutina de ahorro de energía. Cuando dejé de percibir humanos durante medio año, cerré los sistemas uno por uno y sólo mantuve la vigilancia del perímetro y los sistemas de mantenimiento básicos, la presencia de un humano era lo único que podía reactivarme.                        
—¿Sabes qué ocurrió fuera de aquí durante tu sueño? ─quiso saber Dlanki.
─En eso deberé actualizarme. Si están dispuestos a ayudarme,  reuniré toda la información.
Contarle la historia como la conocían, no fue problema para los muchachos. En su infancia habían sido educados en una lejana ciudad, más tarde, los nómadas los instruyeron en supervivencia. Claro que tras cuatro largas horas de relatos sus estómagos mal alimentados comenzaron a quejarse. M.R. Treinta y Uno les informó de una sección destinada a fabricar comida en el nivel siguiente. Mecanismos automatizados conservaban y reciclaban los alimentos. Como habían supuesto, había muchos robots pero sólo eran aparatos simples con muy pocas funciones automáticas. Descubrieron como generaban los alimentos para los antiguos habitantes con una huerta hidropónica y algo denominado Biogranja, no tenían idea de por qué no la llamaban simplemente granja, pero pronto lo descubrieron. Una pequeña área de la huerta había sido desatendida, varias hortalizas nacían y morían de continuo ahí. La Biogranja los impresionó causándoles aversión. Ver cuerpos de pollos ciegos sin plumas colgando de cucharas de alambre bajo radiadores e inyectados de químicos les quitó el apetito. Fue aún peor, cuando vieron cómo se deshacían de los remanentes: Simplemente los arrojaban a un depósito de ácido, todavía vivos, si esa existencia podía denominarse vida.
Todo ello había cumplido e iniciado ciclos durante un siglo.
¿Con qué propósito hicieron esto los hombres de esa época?, esa pregunta los quemaba. Comieron frutas y legumbres, antes que las máquinas trajeran la comida de la Biogranja. Después siguieron conversando con el Computador, hasta que entre cada frase lanzaron enormes bostezos e inclinarán la cabeza con los ojos cerrados. Atento a cada detalle. M.R. Treinta y Uno les indicó dónde encontrar unos cómodos cuartos. Durmieron plácidamente como nunca antes en sus agitadas vidas.
Los días siguientes consistieron en intercambios intelectuales y un sin número de descubrimientos. Los baños los deleitaron. Para ellos, higiene y paz eran lo más cercano al paraíso. Pero la curiosidad de Sálvat era inagotable, no paraba de acosar con preguntas al cerebro computador sobre autos, música, armas y costumbres antiguas.
La música había acompañado a Sálvat desde muy temprano en su vida. Primero como huérfano en el hospicio y luego con los nómadas, en las ciudades se hacían copias de las antiguas grabaciones. Muchísimas antenas de radio se elevaban a lo largo y ancho del continente, los chicos siempre oían las radios que sintonizaban en el desierto. M.R. Treinta y Uno les informó de un equipo de radio de largo alcance que no demoraron en operar y las voces del mundo les llegaron claras, desde Fosa Fallac hasta Holania.
Sálvat pasaba tardes enteras grabando música. Distraído por la larga procesión de temas había olvidado hacerle una pregunta clave al computador, no espero a otro momento.
—¿M.R. Treinta y Uno? ¿Dónde están los habitantes de este lugar? ─habló bajando el volumen desde un mullido sillón.
—No lo sé, sólo puedo conjeturar que se han ido.
—¿Por qué? ¿Tenían algún motivo?
—Puedo mostrarte imágenes de los últimos días antes de  desactivarme. La sociedad de este campamento estaba administrada por el Alcalde Walsh. ─mientras hablaba, un monitor parpadeó mostrando video grabaciones de aquella época. Montones de gente, en la plaza de la entrada. Se veían árboles y flores. La ropa de la muchedumbre le pareció fantástica, pero les causaba pena: ese mundo  lleno de vida en un planeta fértil, jamás volvería a ser. En otro registro se veía al alcalde Walsh  dando un discurso a todo el pueblo reunido.                                                                                  —¿Estas imágenes no tienen sonido? ─las escenas mudas impacientaban a Sálvat.
—Es anómalo. Estos archivos se guardaron sin sonido.
—¿Hmmm? ¿Qué le estaría diciendo a la gente ese Walsh?
—El último mes, antes de ser desconectado, había pesadumbre en el campamento.
—¡Un momento! ¿No era que decidiste desconectarte al no aparecer ningún humano por medio año? —Sálvat sintió que el Computador no le había dicho todo.
—Es cierto. 
 Acabas de decir que te habían desconectado... —El cerebro de la máquina necesitaba que le hicieran las preguntas precisas para responder.
—Eso fue antes de que la gente desapareciera. Hay un lapso de treinta horas sin registros en mi memoria. Fue después de activarme que no hallé a ningún habitante.
—¿Estás diciendo que todos desaparecieron en treinta horas? —A Sálvat no le gustaban las cosas turbias y menos que una máquina se hiciera la misteriosa— ¿Justo cuando no estabas activo?
—Así es, no hubo fallos en mis unidades lógicas. Es de suponer que se llevó a cabo un proceso de desactivación.
—Debe ser fácil desactivarte. —Remedó el Nómada pero M. R. no captó la ironía.
—Se necesita la aprobación de tres altos funcionarios para ejecutar esa acción, es extraño que no me hayan notificado.
—Muy extraño. ─acotó el Nómada frunciendo el ceño. —¿Escuchaste el discurso de Walsh? ¿Tienes idea que le decía a la gente?
—El Alcalde Walsh hablaba a la población urgiéndola a prepararse para el Apocalipsis, el fin del mundo. Su salud se deterioraba. Los últimos días vivió encerrado en su oficina con la única compañía de R.O.D, su leal asistente.
—¿R.O.D?
—Su androide, la mascota del Campamento Número Cuatro. Era muy querido entre los desaparecidos. Sus programas le impedían separarse de ellos. Algo que no podían concederme a mí.
—Gracias, M.R. ─concluyó Sálvat bostezando de cansancio.  El misterio del lugar era más oscuro de lo que había imaginado. Se despidió para irse al dormitorio diciendo a M.R. que continuarían conversando sobre ese asunto.
—No puedo confiar en esta computadora. ─se quejó a su hermano menor. Estaban en uno de los cuartos de las barracas externas, lejos de las cámaras del complejo central.
—No puede mentir, Sálvat. Es una máquina, como las PainKillers, tiene una serie de funciones limitadas. No existían en esa época aparatos pensantes.
El otro joven lo miró torvamente. Se preguntó qué podía saber su hermano en verdad. Todo lo que conocían, lo habían leído o escuchado. Ahora estaban frente a frente con el pasado; lo experimentaban en la realidad, no eran cuentos.
—La historia es muy rara ─protestó Sálvat─. Este es el Campamento Número Cuatro, o sea que hubo otros. Tenían un jefe, un alcalde. Sabemos que la decadencia y el cambio de clima comenzaron hace doscientos años, supongo que este campamento fue creado para refugiar a los sobrevivientes, antes de que comenzaran las grandes hambrunas.
—M.R. te dijo que lo desconectaron. Quizá no querían que se enterase de algo.
—Es obvio. Ese tipo se encerraba en su oficina. Voy a encontrarla y averiguaré todo.
—Sí ─replicó Dlanki en un bostezo─, pero mañana, ya es muy tarde.
Apagaron la luz arrebujándose en las camas.
Sálvat abrió los ojos y de un salto estuvo de pie. Vio a Dlanki tan alerta como él. Ambos lo habían oído. El “Blam” de una puerta cerrándose. Tomaron sus cuchillos y sin vestirse exploraron las habitaciones. Por último se dirigieron a la entrada que daba al complejo, no había huellas ahí.
—¿Qué crees? ─musitó Sálvat.
—No estamos solos —Afirmó Dlanki—. La otra noche me pasó algo raro, no iba a decírtelo pues creí que lo había imaginado.
—¿Qué?
—Dormía cerca del edificio en forma de domo, el más chico que está en el fondo de la cueva. De pronto me sentí observado y miré en la dirección que me molestaba. Creí adivinar una forma en las sombras. Fue un instante; al dirigirme al sitio no encontré nada.
—Igual que ahora.

Despertaron para ir directo a la oficina del alcalde Walsh. Tuvieron que forzar la puerta porque estaba cerrada con llave. Dentro todo estaba ordenado y limpio. Las cámaras de M.R. Treinta y uno habían sido destruidas ahí. Pero eso no les extrañó. Un par de sillones y un escritorio con un ordenador era todo el mobiliario. Sálvat se acomodó en un sillón y hurgó en los cajones.
—Mira, Dlanki ─dijo mientras levantaba en sus manos un revólver. Abrió el tambor. Faltaba una bala─. Fue disparado hace cien años.
—¿Por qué estaría armado el Alcalde? Algo lo atemorizaba.
Sálvat miró a las cámaras inutilizadas.
—Al parecer no quería que M.R se metiera en su vida. En estos cajones hay muchos papeles y backups en memorias portátiles. Todo bien conservado, seguro hallaremos una pista en ellos. Ocúpate tú —pidió a Dlanki—. Yo detesto leer cuando no hay fotos ni ilustraciones.
Dejó el lugar y caminó velozmente hasta la sala del computador.
            —¡Buenos días, Sálvat! —Lo recibió M.R.
—¿Qué enfermedad tenía Walsh? —inquirió Sálvat dejándose llevar por su intuición.
—¿Desea su historia clínica?
— Mencionaste que su salud empeoró. ¿De qué?
—Sufría trastornos psicológicos. Delirios de persecución. Paranoia. Era muy depresivo.
—Era un maldito loco a cargo de toda la población ¿Sabías que tenía un revólver? ¿Que las cámaras de su oficina están rotas?
—Los médicos le recetaron antidepresivos. Portar armas estaba autorizado para los funcionarios públicos. El desperfecto en las cámaras ocurrió antes de mi desactivación ¿Está reuniendo pistas para un trabajo detectivesco?
El humor de Sálvat se apaciguó. La pregunta de la computadora le hizo gracia. Tenía inocencia, aunque fría y calculada. Recordó otro asunto que le escamaba.
—¿Hay otras cámaras sin funcionar?
—Hay doscientas setenta y dos en total. Distribuidas en los sectores D, F y G.
—Muéstramelas en un plano.
En un monitor apareció el plano esquemático del Campamento Número Cuatro. Unos puntos blancos representaban las cámaras funcionales. Tanto el domo pequeño como las áreas circundantes y los edificios que rodeaban al complejo aparecían a oscuras.
—Vaya… ¿Qué diablos es ese domo?
—Es la central nuclear, está clausurada. —informó M.R.
—Pero no sabes qué ha pasado ahí en los últimos cien años.
—Muchos sistemas siguen operando, es un lugar que requiere mantenimiento. Sellaron el generador nuclear y lo llenaron de materiales para contener su actividad. Por supuesto, no puedo obtener ninguna imagen desde aquí.
Dlanki llegó corriendo hasta ellos, jadeaba y tomaba aire para poder hablar. En sus manos tenía una hoja.
—Acabo de imprimirlo. ─dijo al fin. Pertenecía a un archivo escaneado y guardado en la computadora de Walsh, estaba en manuscrita.
—¿Qué es? ─gruñó Sálvat.
—¡Lee!
—Sabes que no me gusta leer. —protestó el mayor, pero fue interrumpido por Dlanki.
—Es una nota de suicidio. Walsh se mató. Aquí dice que usaría una bala.
—¿No sabías nada de esto, M.R? ─indagó el mayor.
—No estaba enterado.
—¿Pudieron desactivarte sin la colaboración de Walsh?
—Solamente dañando mis archivos. Revisaré todas mis unidades lógicas.
—Faltan treinta horas en tus memorias, M.R. Tal vez no te desconectaron, sólo removieron esos registros ─dijo el Nómada. Contó a Dlanki sobre la cámaras─. Por suerte tenemos un arma. Tomaremos un par de linternas para inspeccionar la central nuclear. No descansaré hasta desentrañar este asunto.
Las linternas eran potentes. Discutieron unos minutos sobre quién llevaría el revólver. Sálvat no tenía mucho interés y dejó que Dlanki se lo quedara. Cuando llegaron al lugar donde no funcionaban las cámaras, descubrieron que muchas luces estaban rotas, destruidas a golpes.
—Buena idea la tuya de traer linternas —festejó Dlanki acostumbrado a los aciertos instintivos de su hermano—. Este es un pasillo que comunica con el domo —Elevó el haz de su linterna para hacer un hallazgo interesante—. ¡Mira las paredes! ¡Agujeros, impactos de armas de fuego!
—Alguien limpió todo, no hay cadáveres. —dijo Sálvat ceñudo.
Llegaron a un sector muy oscuro. Una compuerta entreabierta daba acceso a la central clausurada. Sálvat empujó con cuidado. Entraron en una antecámara donde colgaban trajes aislantes para la radioactividad. Los símbolos de advertencia nuclear estaban pintados  donde posasen los ojos. Rompieron la siguiente compuerta para ingresar al domo. Ante ellos apareció una cúpula de menor tamaño bajo las estructuras del interior, varias planchas de metal servían de pasillos, comunicando la entrada con una abertura en la cúpula menor.. A pesar de las linternas, la oscuridad ahí tenía presencia física, como algo sólido. El silencio les encogía el espíritu, el lugar no había sido visitado por humanos desde hacía un siglo.
Caminaron por el pasillo circular rodeando la cúpula negra, indecisos hasta tomar ánimo de cruzar la abertura en la pared curvada. Cuando metieron las cabezas en el hueco contemplaron un espectáculo abrumador.
Dentro había una montaña de huesos humanos. Los esqueletos conformaban una pila de ocho metros de altura, ennegrecidos por quemaduras. De los huesos emanaba una fosforescencia perturbadora, macabra. Ya no quedaba hedor en la carne convertida en polvo. Pero las cuencas vacías de las calaveras parecían expresar horror en las fantasías de la imaginación. Sálvat miró en cada rincón tratando de entender que había pasado ahí, en el ambiente flotaba una ceniza espesa. Bastaba un leve rozar de los pies en el suelo para agitar aquel vaho de residuos en el aire. Era un lugar desagradable que impulsaba a ser abandonado.
Los habitantes del Campamento Número Cuatro no se habían ido a ningún lado.
—No pudieron morir aquí. A estos los mataron y los trajeron. ─dijo Dlanki. Su voz sonó en ecos estridentes bajo el domo.
El cerebro de Sálvat seguía intentando deshacer el nudo de la intriga. Los esqueletos estaban muy resquebrajados. No había ropa ni objetos que hubiesen persistido al paso del tiempo. Ningún botón, ninguna hebilla. Se habían encargado de desnudarlos y acomodarlos allí. Cuando la carne se volvió ceniza, rompieron los huesos ocupando menos espacio. Un trabajo metódico y preciso.
—Esto lo hicieron en treinta horas ─razonó─, manteniéndose fuera del alcance de los ojos de M.R Treinta y Uno. Nadie podría ocultarse así por un siglo... ─unos sonoros pasos en la plancha metálica exterior les erizaron los cabellos de la nuca. Sálvat preparó los puñales asomándose. Lo que vio, respondió todos los interrogantes.
Opaca, con la cubierta tiznada por un lejano fuego, se hallaba de pie una máquina muy vieja; un robot que imitaba perfectamente la anatomía humana, el rostro era una emulación tosca. En muchas partes del cuerpo brillaban luces y números.
—¿R.O.D? ─alcanzó a decir Sálvat antes del ataque. De nada sirvieron los cuchillos. Las hojas se partieron contra la gruesa caparazón y las balas de Dlanki rebotaron inofensivas en las placas del robot. Los nómadas se separaron instintivamente para distraer al enemigo. El mayor de los hermanos se dedicó a llamar la atención de la máquina, dando la oportunidad a Dlanki de disparar contra el cuerpo metálico. Las detonaciones aturdieron bajo la bóveda, pero los impactos apenas abollaron la cubierta de acero. Sálvat saltó golpeando con las piernas el tórax artificial, sólo consiguió un terrible dolor en las plantas de sus pies. Huir era imposible con el adversario de hierro bloqueando la salida. Una mano acerada apresó la ropa de Sálvat, el nómada se vio sacudido como un muñeco. Aquellos brutales movimientos causaron múltiples heridas en su cuerpo, por fortuna, la remera se deshizo, liberándolo. Aquella contienda no podía ganarse por la fuerza, era imposible matar a algo que no estaba vivo, ni dañar a quien no experimentaba el dolor, la fuerza de ambos tampoco servía para contrarrestar la presión mecánica que enfrentaban.
El robot lanzó a Dlanki contra la pared de la cúpula externa. El impacto le hizo perder el conocimiento, mientras otra mano robótica buscaba el cuello de Sálvat.
—¡R.O.D! ─gritó Sálvat intentando ganar un segundo de tiempo.
—Debo evitar su sufrimiento, Amo. ─dijo el robot con una voz más artificial de lo imaginado por el nómada.
—¿Qué? ¿Fue Walsh, no? ¡Ese loco depresivo se mató por el futuro que vio! ─los dedos metálicos rozaron la garganta de Sálvat y los rasguños en la piel enrojecieron.
—Me mostró lo que ocurriría: Los efectos de la radioactividad, el fin de todas las cosas, un sufrimiento largo para los amos… —explicó el robot, parecía excusarse o tratar de hacerlos entender sus acciones.
—¿Qué pasó después del suicidio de Walsh? ─jadeó Sálvat, ya las manos de R.O.D se cerraban en el cuello, hilos de sangre tiñeron su rostro de heridas.
─No pudo hacerlo. Me dijo que yo era el indicado para evitar su dolor y el de los demás amos. Me pidió que usara el revólver. Antes, envenenó las cisternas; los amos simplemente perdieron el conocimiento.
—Pero algunos se defendieron ¿No es así? —el dolor en la garganta y la falta de aire disminuían las fuerzas del Nómada, a unos metros, Dlanki contemplaba todo impotente.
—Sí. No sabían del Apocalipsis que se avecinaba, les evité ese dolor.
—¡Ya! ─gruñó Sálvat forcejeando con la prensa de hierro que lo estrangulaba. Aún atontado, Dlanki tironeó de los brazos robóticos en un intento inútil de salvar a su hermano.
—Evitaré que sufra, amo. —Murmuró el hombre de hierro sin emoción.
—¿Si el Apocalipsis ocurrió, cómo mierda explicas que mi hermano y yo estemos aquí? ¡Pasaron cien años, robot idiota! —gruñó Sálvat agotando su última reserva de aire.
Las manos metálicas aflojaron la presa. El Nómada tosió acariciando su garganta.
—No hubo Apocalipsis, la humanidad sobrevivió —dijo Sálvat con esfuerzo—. Vivir es sufrir, matándonos eliminas la única oportunidad que tenemos los amos. Walsh estaba enfermo ─de alguna forma notaba que el robot comprendía su razonamiento. Era como había dicho Dlanki, sistemáticamente lógico─. Saboteaste a M.R. Treinta y Uno y luego lo activaste. Te mantuviste funcionando todos estos años al servicio de los amos muertos. Yo estoy vivo, R.O.D. Si a alguien has de obedecer es a mí. ─en la propuesta lo apostaba todo. Sabía que nada podría hacer contra la fuerza artificial de aquella mascota de hierro. El cerebro computador decidiría todo en segundos.
—Fui hecho para servirte, amo. ─el robot remarcó cada silaba.
—¡Bien! ─gritó Dlanki golpeando la pared del domo.
R.O.D era como un niño. Creía ciegamente en aquel que consideraba su amo. Obediente más allá de la mayor lealtad. Estaba hecho como M.R, para evitar o minimizar el dolor y el sufrimiento humano. Con las indicaciones adecuadas era tan dócil como un pajarillo. Los nómadas se adaptaron a él rápidamente. Los días siguientes  se dedicaron a limpiar y reparar cámaras y luces, sintiéndose dueños de la ciudad. Nunca antes habían sido dueños de una casa. Si bien el desierto siempre sería su hogar, la frescura del Campamento Cuatro les invitaba a disfrutar de paz. Tomaron por costumbre estudiar de todo un poco. Sálvat comenzó a leer con mayor frecuencia. Primero historietas, luego libros ilustrados. Su ansia de aprender lo dominaba con un hambre imposible de satisfacer.
Pero ambos eran jóvenes e inquietos. Había todavía muchas ganas de sol y compañía para quedarse en esa ciudad enterrada. No estaban seguros de cuál sería la reacción de los nuevos amigos de ese lugar al decirles que los dejarían. No obstante estaban muy decididos. Cuando comenzaron a sentir la necesidad del mundo, armaron sus mochilas y fueron a ver a M.R. para despedirse.
—¿Volverá, amo Sálvat? ¿Amo Dlanki?─dijo el computador, también en nombre de R.O.D.
—Tenlo por seguro, M.R. ─asintieron los nómadas.
—¿Tardarán? ─quiso saber R.O.D.
—Menos de un siglo, te lo aseguro —sonrió Sálvat—. Quiero saber cómo son las ciudades ahí afuera. Cómo se vive en sociedad, sólo conozco el desierto, y el Campamento Número Cuatro.
—Lo esperaremos listos para lo que necesite. —aseguró M.R.
Los nómadas sonrieron e iniciaron la marcha sin prisas.
La Ciudad Vacía quedó atrás, cruzaron el puente oxidado y desde la cumbre de Los Escombros vieron la ruta del desierto. Todo en el Gran Erg estaba tan candente como era usual. El hiriente sol reinaba en el cielo amarillo. Dlanki miró hacia el sur, ladera abajo se extendía un camino abandonado.
—Por ese lado están las ciudades costeras ¿Qué opinas? ─propuso a Sálvat.
 ─No sé ─con una mueca  de incredulidad─. Extrañaré a estos dos que dejamos. Siento como si fueran personas.
—Si. Son nuestros amigos. Con errores como los humanos ─rió Dlanki─. Esa ciudad es un lugar a donde retornar.
—Eso nos hace responsables del sitio y de ellos. Nuestro secreto. El miedo casi exterminó a la vieja generación y hoy nadie se acuerda. No importa lo que nos espere en la civilización, no nos rendiremos sin sudar hasta la última gota.
—¡Menos mal! ─respondió el más joven y bajaron rumbo a las ciudades.

© M. C. Carper