martes, 26 de febrero de 2013

Intuición y Libros - M.C. Carper - Cuento de Ciencia Ficción


Hace años, la revista NM de Santiago Oviedo, publicó mi cuento “Incursión en Aguand”. En esa historia narraba las peripecias de un espacionauta naufrago en un planeta océano. ¿Qué hubiese ocurrido si en su lugar hubiese naufragado una chica? Esta es la versión femenina de aquella historia ambientada en el Universo de mi saga EdlD. Nunca ha sido publicado antes.

Intuición y libros.

Incursión en Aguand.2 – Lori.





 Cuando  el planeta Aguand apareció en los visores de nuestra astronave, hablé con el capitán Oysten para oficiar de intérprete con los nativos y así demostrar que nuestras intenciones eran totalmente pacíficas.  Habían pasado dos horas desde que el Alto Mando alertara a todas las patrullas sobre los ataques síquicos de los aguandeses. Todos los miembros del equipo estábamos nerviosos.
Como lo supuse, Oysten rechazó con tozudez mi pedido. Muchas veces había realizado comentarios despectivos por el color claro de mi cabello.
—Doctora Grimaldi —después de un carraspeo, agregó: —, Loretta — me miró fijo haciendo ese tipo de silencio que usan algunos para generar atención. Pero ya lo había echado a perder dirigiéndose hacia mí con dos nombres que odio; quienes me conocen saben que me ganan llamándome Lori. El capitán expuso que un oficial de rango sería más adecuado para representar al Régimen, que una xenóloga no tiene el entrenamiento adecuado y cosas así. No insistí, por experiencia sé que es inútil razonar contra la necesidad de demostrar hombría que tienen algunos miembros de mi especie. Podía seducirlo, claro, pero su falta de predisposición me quitó ganas para eso.
 Me recluí en el camarote para imprimarme todo lo que se sabía en  el Régimen sobre los aguandeses. Cargué en el imprimador el pack completo de archivos de la Enciclopedia Galáctica más otras cosas que encontré en Hipernet. Apoyé el mentón en la almohadilla para que mis ojos quedasen en posición e inicié la operación. Duró siete minutos, sentí el característico escozor en el nervio óptico que viene siempre después de una recarga. Los especialistas recomiendan que uno duerma a continuación para que la mente se acondicione, así que me acomodé en el nicho con los precintos antiaceleración en posición a esperar que pasasen las maniobras que realizaría la espacionave para iniciar el descenso. Estiré las piernas, pero no logré encontrar ninguna posición relajada. Estaba nerviosa, mi intuición me alertaba sobre algo, pero no conseguía saber de que se trataba y no necesité esperar mucho. De repente la espacionave comenzó a sacudirse. El giroscopio de mi pulsera enloqueció. La integridad del casco había disminuido a un treinta por ciento, el fuselaje se mantenía apenas por los tensores del campo estático. No me quedaba más alternativa que abandonar la nave. Alcancé con esfuerzo el compartimento con  el equipo salvavidas y tiré de la palanca de emergencia para colocarme el traje espacial. Salí como pude del camarote. A mí alrededor se habían disparado las señales de alerta como histéricas luces rojas. De un salto me acomodé en la cápsula de evacuación. Hice la operación mil veces durante el entrenamiento y esa vez no fue diferente. Hubo una leve sacudida y comenzó la caída libre. Estos aparatos del Régimen están automatizados, sabía que al llegar a la superficie habría una maniobra de frenado y se desplegaría la unidad de supervivencia. Claro que este planeta es casi todo agua y había un ochenta por ciento de posibilidades de que impactara en el mar.
Así fue.
Después del planetizaje, verifiqué mi estado físico y mental. Comprobé que mi unidad  funcionase. La cápsula tenía forma de cuña, un verdadero vehículo anfibio con  techo de textura maleable, el agua me rodeaba hasta el horizonte hacia donde mirase. Deseando que mis conjeturas fuesen erradas, verifiqué en mi unidad inteligente de pulsera si aún aparecían los signos de vida de mis compañeros, pero excepto la mía todas estaban apagadas.
Suspiré.
¿Y ahora?
Loa aguandeses son una civilización importante que ha transpuesto los límites del planeta y tienen varias colonias mineras en el sistema, aunque son un poco herméticos. Es seguro que han detectado mi caída, o sea, saben que estoy aquí varada, que vengo del Régimen y que soy humana por el diseño de mi vehículo. Ahora tienen dos opciones, venir hasta mí para rescatarme o venir hasta mí para rematarme. Me tendí boca arriba para estirar los brazos y las piernas, dispuesta a esperar. Como ninguna otra cosa podía hacer, me quedé dormida.

El rumor de la alarma me volvió a la realidad, tomé la pistola pixie de doce mil calendas, pero al instante pensé que eso me condenaría y la dejé en la cartuchera sobre el camastro, de todos modos no podía ganar enfrentando a un planeta entero. Me asomé en dirección a la proa, ahí en cuclillas, apenas cubierta por una malla semitransparente estaba una criatura aguandesa, Su aspecto era humanoide con pies y manos palmeadas. El color de la piel era de una tonalidad azulada con brillos verdosos. El cabello consistía de algas que le rozaban los hombros. No había ninguna arma a la vista. Yo sabía bien que era una algunsa, una hembra. Los machos de la especie se llaman Balliam y tienen un aspecto semejante a los manatíes. Por mis nuevos conocimientos imprimados, sabía que los aguandeses de diferentes sexos viven en comunidades distintas la mayor parte del tiempo y sólo se juntan para los ritos de apareamiento, por lógica las que llevan adelante la civilización eran las chicas.
—Hola. —dije en la lengua Standard.
Me estudió unos minutos y respondió.
—Usted no estaba autorizada a venir aquí.
Usó el femenino en Standard, también se había dado cuenta de mi sexo. Traté de identificar alguna arma, pero no encontré nada parecido a la vista. Sabía que estas aguandesas producían al contacto una descarga eléctrica, así que estuve alerta.
—Mis intenciones son pacíficas —dije—. Vengo en nombre del Régimen, soy la xenóloga Lori.
—Yo soy Aryel Natrown, la Intérprete, te llevaré ante mis superiores, pero te advierto que debes demostrar tus intenciones si quieres continuar con vida. —anunció la algunsa.
—Desde luego. —afirmé poniéndome el traje de inmersión.  Observé su cuerpo cuando saltó hacia el agua, estilizado y elástico. Solían llamarlas chicas cetáceas en el Instituto.
Sin más preámbulos me sumergí, siguiéndola hacia las profundidades, pero no hizo falta ir muy lejos, aparcado a unos cien metros bajo el agua, nos esperaba un vehículo con forma de escualo con el tamaño suficiente para que ambas viajáramos en dos asientos en fila. Aryel operó los mandos y la nave tomó gran velocidad. Hay poco que pueda contar sobre el trayecto y tampoco hablamos mucho, Aquella aguandesa era muy parca.
—¿Cómo me hallaste? —Dije para comenzar una charla—. ¿Fue un escrutinio satelital?
—No usamos eso en océano —explicó la aguandesa—, tenemos muchos sensores naturales, hay peces sensibles a las perturbaciones en el mar. Tienen pelos en las escamas que son más eficaces que los sonares, apenas tocaste al agua, me llegó la noticia.
—¿Peces? —sonreí—. ¿Están siempre alertas por si cae un espacionauta?
—No —contestó ella cortante—. Su tarea es prevenir maremotos.
Y eso fue todo, no cruzamos palabra  por casi una hora. El paisaje submarino, a esa velocidad, tampoco es muy entretenido. Me distraje con el interior de la nave, desde mi asiento apenas veía su nuca, pero me sorprendió ver en la guantera un libro.
¡Antigüedades! ¡Soy fanática de ellas! Desde que aprendimos a imprimar, cargar conocimiento en nuestro cerebro con un simple enlace, están obsoletos. Hace cuatro generaciones que el hábito de la lectura desapareció de la civilización, los únicos libros que existen quedan en museos o en las escuelas especializadas. Había visto otros cuando me enlisté, un año atrás
Para ocupar el tiempo en ese trayecto, recordé la oficina de mi entrevistador del Partido. Tenía el típico mobiliario del Régimen, lustrosos muebles grises y negros con estantes vacíos y cajones sellados. Sin embargo sobre el escritorio había dos voluminosos libros.
—Bienvenida, señorita Grimaldi. —me había saludado el funcionario, un tipo joven que no llegaba a los cuarenta, de cutis blanca y pelo rojo, pero insulso. Esa clase de hombre que puede resultar bonito en la descripción pero que en persona no motiva ninguna hormona femenina—. Tiene usted licenciaturas en xenomorfología —continuó, mirando la pantalla de su computadora—. También ha estudiado Ecología y tiene dos pasantías en Argio Assor como intérprete de los insectos…
—¡Insectoides! — recuerdo que corregí.
—¿Perdón?
—Insectoides, los assorianos perdieron muchas de sus actitudes primitivas cuando desarrollaron el intelecto. —expliqué.
—Claro —fue su respuesta automática—. Estos conocimientos son vistosos, pero no tienen ninguna relevancia si no se usan en cuestiones prácticas ¿Me entiende?
—¿Necesita que demuestre que he realizado esos cursos?
—No, nadie duda de estos documentos —carraspeó el funcionario—, pero el Régimen necesita gente con personalidad, valiente y leal. Sin presiones sobre el carácter y que crean realmente en lo que hacen.
Sonreí, nunca me gustaron los burócratas y menos aún que alguien que no tuviera idea sobre mi profesión, me cuestionara. Estaba a punto de irme, pero antes quise calmar mi curiosidad.
—¿Y esos libros? ¿Los han puesto de adorno? —dije.
—¿Perdón? —Pestañeó el pelirrojo sin entender mi pregunta— ¿Qué son libros?
—No importa. —repliqué dirigiéndome a la puerta. Estaba por salir cuando se oyó una voz, proveniente de un intercomunicador
—¡Señorita Grimaldi! Espere un momento, por favor. —pidió la voz, tenía un tono masculino, firme y cordial. Regresé a mi asiento buscando con la mirada el visor que me estaba monitoreando desde otra parte de la base, o tal vez desde otra parte de la galaxia.
—No se moleste con la situación —prosiguió la voz—. Es nuestra forma de evaluar su carácter, le aseguró que ningún fanfarrón, adulador o adicto al servilismo logra ser aceptado en esta oficina. Usted ya lo ha conseguido. Así que me presentaré, soy el Graff Ajhab.
¡El Graff mismo!
Después del Primario Dobom, la persona más renombrada del Régimen era Ajhab, corrían rumores de que no era del todo humano, pero la devoción que inspiraba era legendaria, me sentí un poco cohibida.
—¡Es un gusto, Graff!
—Comenzará un periodo de adaptación a las costumbres del Régimen que incluirá cursos de supervivencia y doctrinas militares, pasado esto encontraremos un destino acorde a sus preferencias.
—¡Gracias! ¡En verdad, muchas gracias! —dije a la nada, sintiéndome un poco ridícula. Entendí que la entrevista había terminado y me dispuse a retirarme, cuando volví a oír su voz.
—Las revistas son un toque personal —explicó—, en mi planeta natal, todo el mundo escribía sus propios libros, siento afinidad con los que aún prefieren los libros a las imprimaciones de conocimiento.
Nunca olvidaré que sonreí y salí de ahí contenta como pocas veces en mi vida.

Mientras recordaba mantuve los ojos cerrados. Salí de mi ensimismamiento y entonces apareció delante de nosotros una maravillosa colonia submarina. Pocos en el Régimen habían visto una ciudad aguandesa, fue emocionante contemplar ese complejo de avenidas que se trenzaban como arterias bajo monumentales cúpulas transparentes, aunque la mayoría estaban acondicionadas con aire respirable y secas por completo, había también algunas llenas de agua, donde se veían niños aguandeses haciendo cabriolas imposibles fuera de ese medio. Descubrí extensas granjas piscícolas y campos de corales con todos los colores imaginables. Aryel guió el vehículo por un compartimiento estanco en la parte inferior y lo subió hasta una plataforma sin una gota de humedad. Allí me indicó que descendiese guiándome por unos pasajes tubulares, su rápido andar no me dejaba tiempo para admirar el paisaje que nos rodeaba. De repente empezó a gritarme en su idioma cetáceo, demoré unos segundos en entender que me estaba advirtiendo algo. Miré hacia arriba, a las planchuelas que sostenían los filamentos de luz, entre ellas algo se movía. Era una criatura que imitaba los colores de su entorno.
Un erizo- catapulta, famoso por su ponzoña. No tenía oportunidad de efectuar ningún movimiento, contuve la respiración esperando que saltase hacia mi rostro, clavándome sus espinas cuando Aryel se interpuso alzando sus manos. Las pulseras de sus muñecas se desplegaron  como pequeñas pantallas. Vi como sus manos despidieron arcos voltaicos que achicharraron al erizo, de la criatura no quedó más que un despojo humeante. Después de todo, ella iba armada.
          Continuamos la marcha hasta unos edificios con paredes de un material que me recordó al mármol pero poroso, la iluminación era escasa y pude notar que había muchas puertas en las paredes de esa sala, pero no traspusimos ninguna. Fuimos hasta el centro de una bóveda circular,  a un pedestal coronado por un símbolo parecido a una ostra. Aryel se detuvo para mirarme.
—Espero que tus intenciones sean buenas —advirtió—, de lo contrario nunca volverás con los tuyos.
—¿Qué puedo hacer para convencerte? —dije bastante incómoda con su actitud.
—Yo soy la Intérprete, la que entiende a los dioses —Afirmó la aguandesa con total naturalidad—. Sólo los que entienden ganan la aprobación de los dioses.
Aryel retrocedió dos pasos expectante, como si dándome espacio me facilitara razonar. De pronto sus pulseras se activaron, cargándose de energía, con un resplandor azul que me intimidó, más aún cuando sus manos se alzaron apuntándome.
Aquello era un acertijo y no podía fallar si quería seguir con vida. No era una pregunta directa, pero se me requería “entender”. Me mordí el labio inferior buscando respuestas.
 Datos… ¿Qué es lo que sé sobre este planeta? Ella mencionó dioses…
Piensa, Lori. Piensa, piensa…
—¿Dioses? —murmuré recordando los debates en el Instituto, todas aquellas veces en las cuales el concepto de dios se había cruzado en nuestros razonamientos. Volvían a mí las viejas preguntas: ¿Qué es dios? ¿Cuál es realmente el sentido que le damos a esa palabra? ¿La definición que diferentes culturas alienígenas encuentran para esa condición? La imprimación sobre la cultura aguandesa que hice antes de abandonar la nave, no estaba sirviendo de mucho… Pero en mi memoria había muchos recuerdos, libros leídos, ilustraciones contempladas, tenía que establecer relaciones entre los datos.
Reprimí el impulso de caminar de un lado a otro como es mi costumbre, para seguir escarbando en mis conocimientos.
Si los aguandeses no hubiesen alcanzado las estrellas de seguro su Dios sería el cielo o el mar… Pero Aryel dice ser la que traduce a los dioses, tal como hacían los antiguos sacerdotes en muchísimas culturas, Sin embargo, la mayoría era fruto del liderazgo de los machos, no como en Aguand. Así que tenemos una sacerdotisa y varios dioses ¿o diosas? No, ella dijo dioses, y apostaría que estos no tienen sexo. No vi símbolos fálicos en la arquitectura de la ciudad, esas cúpulas me recordaron más bien otra cosa. Por estadísticas, las féminas suelen tener más contacto con el ecosistema que los machos, prefieren lo táctil y reconocible a lo etéreo y desconocido. Por lo tanto estamos hablando de seres vivos, presentes. Además tuvimos que sumergirnos, lo que significa que estas deidades no tienen su altar en la superficie, luego no conocen el fuego… ni la luz… Las criaturas a las que Aryel se refiere son acuáticas y viven en las profundidades abismales. Otra cosa, necesitan de alguien que las interprete, que escuche un lenguaje sin sonido y eso me recuerda a los ataques que sufren las naves intrusas, de naturaleza psíquica. Entonces, mi amiga Aryel es una telépata.
Ahora, ¿Qué clase de organismos pueden ser estos dioses?
Sin ojos, puede tratarse de anélidos como los setenbelinos o algo parecido a los crustáceos de Yumix… ¡Ah, claro! Tienen que ser pelecípodos de la familia de los moluscos y por pura intuición diría que bivalvos, Bueno lo apostaré todo.
—Lo que entiendo —dije acentuando las palabras—, es que estoy lista para aceptar la voluntad de los dioses telépatas bivalvos.
Si bien nunca antes había visto a una aguandesa, puedo jurar que reconocí la expresión que tienen cuando están asombrados, la chica cetácea era una cabeza más baja que yo y alzó el mentón para estudiar mi rostro, como si tratara de descubrir algún truco o engaño. Sin duda había acertado con mis especulaciones.
—Entiendo. —dije suavemente.
—Sí —musitó ella—, los dioses están conformes con tu mente. Dicen que concederán un permiso a tu gente para asentar una base científica en uno de nuestros mares.
Tenía ganas de gritar, pero no lo hice por las dudas.  Aryel a partir de ese momento, se mostró mucho más amable y me condujo hasta una oficina donde pude comunicarme con el Régimen. Luego me llevaron a recorrer la ciudad y me ubicaron en el hotel más lujoso.

Al día siguiente, llegó una respuesta desde el Alto Mando, el Graff en persona me contestaba. Como la vez anterior ninguna imagen acompañó a la voz que salía del comunicador.
—Lo ha hecho muy bien. Doctora Lori —comenzó el Graff Ajhab—, el Régimen la compensará por esta victoria diplomática.
—Le agradezco, señor. —contesté.
—Las autoridades aguandesas dicen que usted posee una mente deductiva.
—Sí —sonreí—, en realidad me valí también de la intuición. Mientras estaba allí vinieron a mi memoria las imágenes de un  libro que solía mirar junto a mi padre —me detuve pensando que un tono tan confiado no era el adecuado para dirigirme a uno de los líderes del Régimen.
—Adelante, Lori. —me animó el Graff.
—Mi padre no acostumbraba leer, pero yo siempre estuve intrigada por saber de que trataba ese libro. Cuando tuve edad suficiente, pedí una imprimación para saber leer, se rieron, pero consintieron mi pedido. Descubrí que el libro trataba sobre formas de vida marítimas y me fascinaron las fotografías de las ostras y los caracoles. El éxito de esta misión se debe a esa experiencia de mi infancia.
Ajhab tardó en volver a hablar, como si estuviese meditando o tal vez ocupándose de otro asunto mientras conversaba conmigo.
—En verdad fue culpa de un libro —dijo al fin—, y eso me convence para hacerle un obsequio que sé, valorará. Tiene una semana para disfrutar de la hospitalidad aguandesa antes de que llegue el transporte para buscarla y llevarla a Dobómica donde la espera una biblioteca con miles de ejemplares auténticos de la literatura humana, coleccionados por mí desde hace años. Usted es la indicada para poseerlos.
Me quedé sin poder articular palabra, era como un sueño convertido en realidad, Y él tenía razón, fue la afición a aquel libro lo que me salvó.
—Disfrútelo, doctora Lori. Que continúen sus éxitos







martes, 5 de febrero de 2013

Es la Abuela - Cuento de M. C. Carper





En una ocasión el taller Forjadores propuso realizar un cuento colectivo con diferentes escritores donde cada uno inventaría un personaje viajando en el vagón de un tren. Todos nos pasaríamos las descripciones y con esa información haríamos un cuento con la única condición de que nuestros personajes estaban pasando por un túnel, no sabían que hacían allí y no podían ver nada del exterior. La idea era un desafío y al finalizar todas las historias se armaría el cuento. Como suele ocurrir a veces, una buena idea que  depende de más de dos personas tiene reveses, contratiempos y no consigue concretarse. Así fue que me quedé con este cuento en un cajón con el único destino de quedarse allí. Hoy me animo a mostrarlo. Es algo simple.





¡Es la Abuela!

M.C. Carper





¡Eh! ¿Y esto?

Estoy viajando en un tren, o eso parece…

¡Mierda, afuera no se ve nada! Esto se mueve, está andando. Y no veo casi nada porque llevo puestas las gafas negras, son buenas para ocultar las sombras oscuras en los párpados y las pupilas dilatadas. Bajo un poco los lentes y comprimo la cara contra la ventana, pero nada, sólo el reflejo de un rostro demacrado, el mío.  Las canas son una mancha blanca en el vidrio. Vuelvo a refugiarme detrás de los anteojos. Entonces la siento, rozándome en el suelo. La mochila, ahí, entre mis piernas. El sudor me cubre. Intento pensar en otras cosas, esperando que mi corazón se tranquilice, que nadie note mi presencia. Respiro hondo,  el alcohol en el estómago me sube a la nariz, confirmando que eso que recuerdo es verdadero. Tengo presentes todos los detalles. La habitación del hotel, el whisky, la droga y las tres…

¿Y después?

¿Cómo carajo llegué aquí? ¿Alguno de mis compañeros me metió en este vagón?

No. No me hubiesen dejado con la mochila.

El traqueteo es continuo acompañado de un bamboleo irritante, avanzamos en línea recta. Miró alrededor, tal vez algo me indique donde estoy. Pero no hay carteles de publicidad, ni planos de estaciones. Nadie sentado a mi lado. Bueno, esa es mi costumbre, no soporto a los desconocidos.

¿Quiénes más viajan en este tren?

Estiro el cuello para descubrir al resto de los pasajeros y lo que veo no me tranquiliza.

Una tipa de melena roja, con una rosa y una pluma negra en las manos, vestida de oscuro, una bruja sin duda. Por culpa de ellas mi vida se fue al caño. No fue por los mp3s, ni las descargas piratas de internet, fueron ellas.

Antes, recorría todo el país con la banda, recogíamos el dinero de las ventas y ya. Ahora estoy obligado a dar un show tras otro, en los lugares más recónditos del mundo para conservar las casas y los autos. Y las putas tarjetas de créditos para todos los vagos de mi familia.

¡Y me metí en un maldito tren! ¡Odio los transportes públicos!

Los que viajan conmigo parecen salidos de un manicomio. Ahí está esa otra perra, vestida como bailadora de flamenco, aunque su aspecto es desaliñado. Está mirando el infinito. Sin duda es otra perversa mujer meditando su brujería.

Porque todas son así, lo sé. En las giras se te cuelgan del cuello, llegan de todas las edades. “Sin compromisos” te dicen, hasta que logran enroscarte. Yo caí tres veces. Oh, sí, porque los estúpidos repetimos errores. Me llovieron juicios de divorcio y las malditas terminaron haciéndose amigas.

¡Brujas!

Quiero sonreír y al instante me doy cuenta de mi insensatez. No debería mostrarme feliz, es mejor para mí no demostrar ni un ápice de alegría. Miro como distraído a los otros, no puedo confiar en ninguno. Un tipo andrajoso y alto mueve las manos dentro de los bolsillos de su gabardina, un loco; me codeo con los de esa clase todo el tiempo. Un viejo de gris camina por el pasillo y se acomoda en un asiento fuera del alcance de mi vista. Su aspecto indica que debe estar en las últimas.

Esto es muy raro. La droga del hotel era la de siempre, me digo, y entonces me siento observado. Giro el rostro para encontrarme con una mujer vestida de jean que me mira con un par de ojos oscuros, enormes. Me arrebujo contra el lado de la ventana. Estas brujas tienen poderes hipnóticos. No voy a dejarme engañar por el aspecto sencillo de su ropa.

Con el movimiento del tren, uno de los bultos de la mochila, golpea en el piso. Clavo el mentón contra el pecho, imaginando que todos los pasajeros se vuelven a mirarme. El corazón me traiciona, martillándome en las costillas,  mis sienes se abultan e imagino mi cara roja como un tomate. Sin soltar la bolsa, llevo mis manos hacia el tórax, haciéndome un ovillo. El ardor en la garganta me ahoga. Pienso que tiene que pasar. Ya más tranquilo, respiro como me enseñó el médico.



Cuando empiezo a serenarme, recuerdo las risotadas de mis ex, allá en el hotel —El idiota del conserje les había dado el número de mi habitación, juntas podían sobornar a cualquiera—. Cuando abrí la puerta y las vi, me di cuenta que el infierno no puede ser tan malo. Pero la suerte no me había abandonado del todo. Ellas llegaron con papeles que necesitaban mi firma, mostrando desprecio, criticando mi estilo de vida. Haciendo comentarios mordaces o irónicos sobre mis muebles, mi ropa y todo lo que tuviese relación conmigo.



El tren disminuye de velocidad y una luz al frente aumenta, un resplandor plateado. De repente, como siempre, el corazón recupera su ritmo normal, suspiro. Quisiera putearlos a todos. Detesto a la gente, pero más odio a las mujeres. Ah, y a los maricas, son igual de histéricos. Los bultos de la mochila pesan. Los acomodo con hábiles movimientos de las rodillas, para que nadie se fije.

¡Qué puta noche de brujas! ¡Nunca fue más adecuada la fecha!

Cómo disfruté cuando las perras se enteraron de que la cosa era en serio, cuando las sonrisas se esfumaron. La habitación estaba preparada para reducir el ruido desde que la usamos para los ensayos, nadie escuchó los gritos. ¡Qué fácil se hunden los cuchillos de cocina en la carne! La única cagada fue la alfombra, pero siempre estoy provisto de bidones de lavandina. No lo planeé, se dio. Después me bajé todo el whisky y me clave la aguja, riquísima. A veces parece que alguien te ayuda desde el más allá, uno de los plomos se olvidó una sierra en la sala. ¿Para qué mierda usará eso? Lo ignoro, pero sí que es buena para descuartizar a unas brujas. Metí todos los pedazos de basura en bolsas de residuos. Los años en el hotel me enseñaron varios secretos: sé que el ascensor de servicio es manual, una reliquia y el ignorante del empleado termina su turno a las ocho, el mismo tonto me enseñó las calderas durante la última gira. Bajé al último subsuelo con las tres bolsas y encontré al viejo de mantenimiento roncando. Estaba tan borracho que parecía muerto. Metí los trozos de las brujas en aquel pequeño infierno, el olor fue insoportable, todavía lo siento en mi ropa y el pelo, pero me aguanté, mirando fascinado como se consumían. Claro que me guardé unos suvenires y después…



Después, me encuentro en este vagón lleno de locos disfrazados. Miró quién más está acá: ¡Júas!, ¡Un cura! ¿Un jesuita? Claro, si seré boludo: es Noche de Brujas...

¡Había quedado en visitar a mis nietos y llevarles calabazas para festejar Hallowen!

Después del largo túnel, la claridad empieza a inundar el vagón. Pero por el resplandor es imposible distinguir nada del otro lado del vidrio, ya debemos estar llegando a la estación. Me preparo para descender, con manos inseguras palpo el contenido de la mochila. Exhalo con alivio. Tengo que cortarla con la falopa, me está comiendo la cabeza. ¡Casi me creo que soy un asesino! Deliré mal. Esa mierda me trastornó la memoria. Al menos tomé el tren correcto.

Se detiene. Me arrimo a la puerta, en el andén veo a mi hija con sus tres críos. La encuentro muy flaca y ojerosa, con pliegues oscuros debajo de los ojos. Los chicos me descubren y se abalanzan para abrazarme gritando mi nombre. El más chiquito y osado tironea la mochila, pero la retengo con fuerza. Saludo a mi hija. Evito mencionar al padre de las pequeñas bestias mientras ella rebusca en la cartera alguna moneda, seguro que no le sobran, así que hurgo en mi bolsillo. Con la distracción, mis nietos me quitan la mochila. Sonrío y me encojo de hombros, de todos modos iban a tener las calabazas le digo a mi hija. En ese momento nos llegan los gritos espantados de los nenes. No me atrevo a mirar, no hace falta. El más chiquito se aproxima balbuceando, sosteniendo algo entre las manos, con ojos desorbitados que nunca conseguiré sacarme de la cabeza. Entonces comprendo lo que repite sin cesar. ¡Es la abuela! ¡Es la abuela!