martes, 3 de diciembre de 2013

Hermanos de Sangre - Alexis Brito Delgado y M.C.Carper

Entre los escritores jóvenes de temas fantásticos y aventuras tengo algunos hermanos. En el sentido de la visión, las temáticas y códigos narrativos. Puedo mencionar a Juan Manuel Valitutti, A Magnus Dagon y a Yoss que leyó mis cuentos de Sálvat cuando todavía eran bocetos. Por supuesto. Con muchos amigos nos hemos leído o tuve la fortuna de hacer una ilustración de sus cuentos. Cuando conocí por primera vez los relatos de Alexis Brito Delgado quedé fascinado con su prosa. Nos hicimos amigos y hubo intercambios de mails. Les aseguro que escribe cartas del mismo modo que relata los cuentos. Es super conocido su personaje Dorian Stark, el cyborg que odia serlo. Alexis escribió sobre muchos personajes del mismo apellido en diferentes épocas históricas, tiene una serie prolífica de cuentos. ¡Hasta un libro editado! Por mi parte he escrito veinte cuentos de Sálvat y entre charla y charla surgió la idea de hacer un crossover, un cuento con ambos personajes en una misma aventura. Fue un desafío, porque no había una idea pensada de antemano. Jugamos un pinball donde uno escribía un fragmento dejando libertad al otro para continuar la historia en cualquier dirección sin advertencias ni nada arreglado de antemano. El resultado fue Hermanos de Sangre, un cuento redondo que muestra a Dorian y a Sálvat en su mejor performance. Algún día será historieta.


HERMANOS DE SANGRE

“El futuro permanece sin escribir, aunque no porque no se haya intentado.”

Bruce Sterling


Por mucho que intente evitarlo, siempre termino a la deriva, luchan- do por huir de mis propios actos, acosado por un pasado que me repugna recordar. Tarde o temprano, mi porcentaje biomecánico me obliga a obrar de una forma despiadada, implacable, que escapa de mi autocontrol. Sin duda, mi personalidad ha sucumbido ante los implantes, no quedó gran cosa desde que los neurocirujanos me convirtieron en un ser monstruoso...
Dorian Stark   



1

INSTERESTATAL Nº 8


El alemán pisó el pedal de embrague mientras cambiaba a  quinta, apretó el acelerador y llevó el todoterreno a los doscientos kilómetros por hora. En la profundidad de la madrugada, los haces amarillentos de la luna bañaban los contornos de la autopista transcontinental, que se extendía a través del desierto interminable, como una cuchillada en la negrura. Incómodo, Stark apretó un botón y subió la ventanilla izquierda: el aire gélido de la noche lo molestaba. Después, conectó la calefacción y estudió las dunas de sal delineadas en el horizonte: la belleza del lugar no cesaba de sorprenderlo. A su espalda, quedaban los límites de la ciudad de Sonota, donde horas atrás, había eliminado a los miembros de la Hermandad Seri que tuvieron la osadía de provocarlo. Un suspiro escapó de sus labios, odiaba exterminar a sus semejantes, pero aquellos hombres no le dejaron otra alternativa: era su vida o la de ellos.

Dorian encendió las luces largas del Land Rover. La carretera quedó iluminada por los faros, mostrándole las líneas intermitentes, que se desvanecían en la oscuridad. Una corriente de aire hizo temblar el vehículo. Los primeros atisbos de la tormenta comenzaban a manifestarse, debía alcanzar Hermosillo antes de que amaneciera, de lo contrario podría perecer por el camino. No pensaba permitir que la naturaleza implacable rompiera sus planes: saldría de México costara lo que costara. 

Lentamente, pesadas nubes cubrieron la estela del deslizador que avanzaba a ras del suelo, suspendido sobre su colchón de gas. A la derecha, las colinas achaparradas ascendían en terrazas irregulares y se perdían en las faldas de las montañas de Table Top. En el cielo turbulento, estrellas aisladas rompían la monotonía del cosmos e irradiaban una belleza gélida, que empeoró sus emociones: sabía que la paz espiritual le estaba negada de antemano. 

El viento aumentó, arañó la carrocería del vehículo y chocó contra el parabrisas. El Agente Ejecutor entornó los ojos acerados e intentó distinguir los bordes imprecisos de la autopista en movimiento: los diminutos granos de arena estorbaban su campo visual. Poco a poco, las elevaciones dieron paso a una explanada de varias millas de longitud. Ningún ser viviente habitaba en aquella zona, a excepción de los animales salvajes, los Saguaros espinosos y los árboles de palo verde propios del ecosistema del desierto.

Una flema apretó su garganta, una sensación funesta hizo mella en su voluntad: intuía que algo terrible estaba apunto de suceder. El alemán tragó saliva, ignoró sus aprensiones y encendió la radio para distraerse: una antigua canción del Siglo XX atronó por las columnas Pioneer.

Now the time is here
For iron man to spread fear
Vengeance from the grave
Kills the people he once saved

Nobody wants him
They just turn their heads
Nobody helps him
Now he has his revenge...


El estruendo de la música lo deprimió. Aquel tema pertenecía a una época olvidada, era un anacronismo idéntico a su persona: ninguno encajaba en una era dominada por las grandes corporaciones, la privatización industrial y la tecnología cibernética. De inmediato, apagó el equipo de música, con una expresión amarga en el rostro, asqueado por sus tétricas reflexiones. Hiciera lo que hiciera nunca cambiaría, jamás se sentiría a gusto con nada ni con nadie, era un desarraigado por antonomasia. Inconscientemente, observó el asiento trasero por espejo retrovisor: la carretera estaba vacía. Sobre los sillones tapizados de cuero artificial, descansaban sus escasas posesiones materiales, las mismas que lo acompañaban a todas partes durante sus operaciones de exterminio: un maletín metálico donde guardaba su ordenador portátil, los frascos de anfetaminas y los cargadores de repuesto de las WPPK. Al lado, había tirado su mochila con los uniformes de la Orden de los Centinelas: cal- cetines, ropa interior, pantalones y camisas de kevlar; todas las prendas con el emblema de la Schneider grabado en un costado; la mano mecánica con el ojo humano impreso sobre la palma abierta. Stark sonrió con cinismo ante el volante.

Aries debería pagarme un plus por publicidad, pensó. Llevo una semana de vacaciones luciendo el logotipo de la Schneider.

Dorian redujo marchas hasta llegar a segunda, desconfiaba del estado de la carretera, no deseaba colisionar contra un coyote o un autoestopista incauto, si es que alguno se atrevía a afrontar la desolación del Desierto de Sonora a aquellas horas de la noche. De repente, el aislamiento del páramo, que hasta entonces le parecía reconfortante, le resultó aborrecible: cuanto antes llegara a la civilización mejor que mejor, los últimos días habían resultado un fracaso; necesitaba regresar a Los Ángeles para estabilizarse.

El Land Rover tomó una amplia curva bordeada por estribaciones arenosas. A unos quince kilómetros, la autopista trazaba un ángulo de noventa grados, traspasaba las lomas achaparradas y se introducía en un valle de paredes quebradas por las inclemencias del tiempo. A pesar de los estimulantes que había ingerido antes de salir del pueblo, no pudo evitar sentirse destemplado, su anatomía exigía reposo, llevaba más de 168 horas despierto: su parte humana comenzaba a resentirse por el terrible esfuerzo que implicaba tanto tiempo de vigilia.

La impresión de estar en peligro se intensificó hasta resultarle insoportable. Una punzada recorrió sus nervios, perforó su cráneo y lo obligó a rechinar los dientes: estaba seguro de que algo iba mal. El Agente Ejecutor volvió a mirar el espejo retrovisor, comprobó los límites del páramo y la extensión desolada que circundaba el deslizador: sus pupilas fotoeléctricas taladraron las tinieblas sin encontrar algo que se saliera de lo común.

Inesperadamente, una granada cruzó el aire cargado de ozono, trituró el maletero y levantó el vehículo por los aires. Stark lanzó un grito de estupor. Herido de muerte, el Land Rover derrapó sobre el alquitrán, dio varias vueltas, esparció sus restos en todas las direcciones y quedó inmóvil, bamboleándose a un lado de la cuneta. Magullado, Dorian se recuperó del impacto y propinó una patada a la puerta, arrancándola de sus goznes, con el rostro cubierto de sangre. A trompicones, apartó el airbag, emergió del deslizador y se desplomó de bruces sobre la autopista: tenía la impresión de que le habían roto todos los huesos del cuerpo. De forma instintiva, se puso en pie, desenfundó un arma y buscó a su oponente, dispuesto a exterminar a quien fuera necesario.

Su melancolía había desaparecido, dando paso al odio, a la sed de venganza que era incapaz de controlar, vencido por un porcentaje de máquina que borraba cualquier atisbo de humanidad en su interior. Su hombro palpitaba, seguro que estaba desencajado, lanzando punzadas dolorosas que lo hicieron estremecer. Sin pensarlo, guardó la pistola dentro de la funda de nylon, apretó la carne artificial con dedos firmes y lo devolvió a su sitio: un aullido de sufrimiento rasgó el ulular de la tormenta y se impuso al crepitar del motor aplastado. El alemán controló sus temblores, había recibido heridas peores que aquella, los injertos que deformaban su anatomía daban constancia de ello.

Entonces, un sonido metálico llegó a sus oídos y quebró las ráfagas cortantes de viento: pasos ominosos se aproximaban en su dirección. Dorian ignoró las corrientes de aire, el sudor que perlaba su frente, el efecto residual de los triángulos de anfetamina y el malestar de su miembro luxado: estaba en peligro. A lo lejos, un robotóide ganó terreno a gran velocidad, avanzó con movimientos mecánicos e hizo temblar la carretera con su avance implacable. De un brinco, Stark se refugió detrás de los restos del Land Rover. El monstruo lo localizó, levantó un brazo coronado por una ametralladora de cabeza rotativa y abrió fuego: la descarga de plasma picoteó el vehículo que le servía de parapeto.

¿Quién eres?, reflexionó con los nervios en tensión. ¿De dónde has salido?

Desesperado, abarcó su entorno con la mirada, intentando encontrar un resguardo alternativo, sin éxito. Bancos de arena se extendían hasta la infinitud, se encontraba al aire libre, la carcasa del deslizador era el único sitio donde podía esconderse. El Agente Ejecutor apretó los puños, desenvainó las cuchillas cibernéticas, se incorporó de un salto y atacó a su enemigo a pecho descubierto. Mientras corría, percibió que su táctica era una locura, pero no tenía más posi- bilidades, prefería morir luchando antes que ser cazado como una rata.

El engendro giró su exoesqueleto y envió un misil a su antigua posición. El Land Rover estalló en mil pedazos, dio una vuelta en campana y se derrumbó en el suelo, trasformado en un montón de chatarra. El estampido hirió sus tímpanos y lo ensordeció durante un momento: el zumbido de la explosión le llenó la boca de sangre. En quince segundos, Dorian alcanzó las piernas de su oponente, alzó los brazos y dejó caer las garras sobre los tobillos del monstruo. El robotóide se mantuvo unos segundos en vilo, osciló hacia un lado, perdió el equilibrio y se derrumbó de rodillas, soltando chispas por las incisiones que el alemán había efectuado. Una mano gigantesca descendió, lo agarró por la cintura, apretó sus costillas y lo elevó en el aire. Stark luchó por escapar, lanzó maldiciones y pataleó, pero la fuerza de la máquina era invencible. La presión le arrebató el aliento y cegó su visión. A través de la miríada de fogonazos rojos y plateados, percibió un destello de reconocimiento en los sensores ópticos de su enemigo: dentro del armazón metálico un cerebro humano gobernaba los actos del robotóide.

De improviso, una detonación golpeó al engendro desde atrás. Un rugido escapó del interior del monstruo, antes que se derrumbara de frente, arrastrando al alemán con su caída. Confundido, escudriñó las volutas de humo y distinguió a una poderosa figura, que se aproximaba con pasos elásticos en su dirección.

¿Hugo?, pensó. ¿Eres tú? 

El hombre era un individuo de dos metros de altura de puro músculo. Los cabellos rubios enmarcaban un rostro anguloso bronceado por el sol, donde brillaban dos atormentados ojos oscuros, en unas facciones elegantes y taciturnas. Stark experimentó un atisbo de irrealidad, su inesperado salvador no encajaba en ninguna parte, su figura parecía arrancada de un pasado remoto, o quizás de un futuro que estaba por llegar. Sus ropas atestiguaron sus sospechas: chaleco de piel sin mangas, pantalones de cuero negro y botas de caña alta con remaches de acero. En su diestra, resplandecía un lanzagranadas de extraño aspecto, un arma con la que no estaba familiarizado.


2

SÁLVAT


Dorian luchó contra el desvanecimiento, apretó los dientes decidido a no dejar que terminasen con su vida.
—Tranquilo. —dijo el recién llegado con un acento que jamás había oído. Sus párpados se cerraban cuando atisbó una portentosa motocicleta avanzando sin piloto hacia ellos.

Cuando despertó estaba encadenado por las muñecas y los tobillos a los restos del extraño robotóide que lo había atacado. El gigante de melena rubia se hallaba en cuclillas a su lado con aquella arma desconocida. Ahora podía estudiarla en detalle, un lanzagranadas con piezas de cristal. Siguiendo ordenes de sus implantes, el brazo artificial se contrajo probando la resistencia de la cadena. El desconocido se irguió de un salto, pero no para atacar sino para de- tener a la motocicleta que en ese momento activaba dos a- metralladoras adosadas al carenado.
—¡Déjame eliminarlo, amo! —Protestó la moto con voz de niño—¡Es un cyborg!   
El comentario hizo enrojecer de ira al alemán. Que una moto robot lo llamara así era peor que un insulto.
—¿Qué pesadilla de anfetaminas es esta? —gruñó Dorian.
—No será fácil de entender, Dorian Stark —dijo el que la moto llamara amo—. Mi nombre es Sálvat y vengo de otro lado, no estoy seguro si del futuro o de otra dimensión.
Aquella información no inspiró confianza en el alemán, menos aún que aquel extraño conociese su nombre ¿Sería alguien enviado por la Hermandad Seri? ¿O un Agente Ejecutor de la competencia? No, no tiene el tipo, pensó Dorian.
—Si pretendes que crea una sola de tus palabras, libérame. —dijo el prisionero tensando sus músculos orgánicos y mecánicos.
—¿No pensarás que soy tan necio? —Sonrió Sálvat—. Tu cuerpo es un arma letal. Tal vez consigas eliminarme en segundos, pero Sandy —señaló a la moto—, te llenará de plomo. Ya ha acabado con cyborgs antes.
—¿Y como sabes tanto, genio?
El rostro de Sálvat se oscureció antes de decir:
—Porque nací con la maldición de la telepatía, una mutación, entre otras que poseo —El hombre cambio de tema tratando de restar importancia a sus palabras—. ¡Vamos, Dorian! Sé que detestas a los cyborgs tanto como yo. La máquina que te atacó llegó aquí desde mi mundo con otra igual, necesito eliminarla para que no establezca una alian- za robótica entre mis enemigos y los tuyos.
El alemán estudió a Sálvat, tenía talento para reconocer a un adversario y lo que su captor inspiraba era compañerismo, a pesar de lo fantástico de su relato. Sin embargo un Agente Ejecutor no llega a ser tal por creer la primera historia estúpida que le cuentan, necesitaba comprobar la veracidad de los hechos.
—Quiero pruebas, Sálvat.
—Bien —respondió el otro haciendo un ademán a la moto. Desde el carenado frontal, justo bajo el enorme faro, partieron cuatro disparos láseres muy finos, calibrados para cortar con precisión las cadenas. Ya libre, Dorian flexionó sus piernas mecánicas poniéndose de pie de una forma que  ningún ser humano hubiese podido. A la distancia en que se hallaba, podía partir el cuello del otro sin dificultad, pero no fue la amenaza de la moto robot lo que detuvo su reacción. Sentía verdadera curiosidad por la historia.
—Es a dos kilómetros de aquí —informó Sálvat dirigiéndose a la moto. Dorian dio dos pasos, pero el otro lo detuvo con un ademán—. Montaré a Sandy primero, tiene un dispositivo de seguridad, si no reconoce el ADN de un usuario habilitado, genera una descarga eléctrica.
—Perfecto.
El otro le tendió un casco gris y negro, que sacó del porta-equipaje, al tiempo que se colocaba uno pintado con el mismo color de la moto robot. Pero más parecía un yelmo marcial, el protector bucal se alargaba como una quijada con dos aristas. El alemán no estaba seguro, pero sospechaba que aquel casco poseía algún sistema inteligente conectado con la moto.
Dorian estudió el armamento de Sandy, reconoció dos carabinas FNC a la altura de los estribos y un par de lanzamisiles anticarro TOW, con un sistema de giro para ampliar el radio de acción. Tocó el carenado, estaba seguro de que era una especie de kevlar. La pintura azul no parecía la ori- ginal del vehículo, pero era resistente al calor y los reflejos no favorecían un ataque con láser. Distribuidas a modo decorativo tenía celdillas solares, pero era evidente que el motor que impulsaba aquella motocicleta artillada era un pequeño reactor, por los escapes no percibía el olor característico de la gasolina. Otro detalle que llamó su atención era que las ruedas estaban sujetas por monobrazos del lado izquierdo, tanto la delantera como la trasera, más fáciles y rápidas de desmontar. Sin embargo las amortiguaciones eran poderosas, para resistir cualquier terreno y caídas de gran altura. Por último, notó que poseía unas articulaciones mecánicas para reducir la distancia entre ejes, adaptándo- las para las rutas o los terrenos accidentados, sonrió pensando que a la Schneider le agradaría tener ese tipo de unidades entre sus juguetes. Mientras cavilaba, un nuevo asiento apareció desde un compartimiento, detrás del lugar de Sálvat y lo ocupó sin demoras.
La moto arrancó, el tirón de la inercia fue acompasado de inmediato por sus piernas mecánicas. El desierto se deslizaba bajo ellos como una alfombra y admiró con sinceridad las prestaciones de Sandy, casi no provocaba sonido, apenas el rumor de piezas de relojería moviéndose para impulsarla. Sálvat se volvió en ese momento con una media sonrisa, evidenciando que su telepatía podía ser real, aun- que Dorian era reacio a creerlo.
Sobre la amplia espalda del piloto estaba colgado el extraño lanzagranadas.
—Unos amigos me instruyeron para armarla —dijo Sálvat de improviso—, es un injerto. Los cristales concentran partículas del aire, comprimiéndolas hasta la fusión, luego las envuelven en diminutos campos estáticos, a modo de proyectiles, cuando impactan el blanco desatan un enorme poder desintegrador, pero ya agoté la munición con ese robotóide, el Painkiller. Recargarse le tomará veinte horas.
—Entonces tu arma tiene una gran desventaja. —sonrió Dorian.
—El secreto está en saber aprovecharla. Mientras tanto —Sálvat extrajo de una funda junto a su pierna, una escopeta similar a las mossbergs que conocía el Agente Ejecutor—, me arreglaré con esta.
Minutos después se detuvieron en medio de la nada desértica.
Sálvat se apeó y tomó un guijarro del suelo.
—En mi mundo soy un nómada, un habitante del desierto, pero conozco la vida en la ciudad. Existen unas ciberlogias con nombres exóticos como Delfín Negro o el Aro Dorado, una ciber agente de esta última, una infiltradora llamada Liu, encontró esto —el Nómada arrojó el guijarro hacia adelante, donde el calor del desierto provocaba una fluctuación. Hubo un sutil destello y la piedra desapareció—. Es una brecha dimensional que une nuestros mundos, la usé para llegar aquí, persiguiendo a la hábil Liu y a dos Painkiller, el modelo que te atacó es un serie 707, de apenas cuatro metros de alto, pero el que conduce ella es un 991, el doble de grande y letal. No sé que planes tienen, pero no favorecerá a ningún humano en mi mundo o el tuyo.
Dorian se aproximó a la anomalía, si observaba con atención conseguía distinguir una intermitente ventana que daba a otro desierto, muy distinto al de Sonora.
—Esta cosa y el armatoste que me atacó, prueban casi todo lo que me dijiste… pero no me trago eso de la telepatía. —protestó Dorian.
—Claro, oye… ¿Quién es Hugo?


3

CRASH


Furioso, el Agente Ejecutor apretó las quijadas al escuchar su pregunta: odiaba que aquel hombre tuviera acceso a sus pensamientos más íntimos.

¿Cómo es posible?, reflexionó. ¿Serán verdad todas las locuras que me ha contado?

El gigante esperaba su reacción. Su perfil se recortaba a la luz de la luna, enérgico y majestuoso, con una irónica satisfacción en la mirada: Sálvat era consciente de su poder, de su superioridad ante el alemán.

—Era un antiguo compañero —suspiró—. Murió hace algunos años.
El nómada asintió:
—Lo siento —dijo—. ¿Cómo pereció?
A Stark le costó pronunciar la siguiente frase:
—Un misil lo destrozó en pedazos.

A pesar del paso del tiempo, la muerte de Hugo Müller aún atormentaba su conciencia, jamás había vuelto a tener una amistad: los estimulantes suplieron el vacío de su ausencia con sus bordes mellados. Al pensar en su soledad, un abis-mo de melancolía inundó su ser: había perdido a todos los seres queridos, nunca volvería a sentirse completo, aquella era la condena que debía soportar por sus pecados.

Sálvat le apretó el hombro:
—Te comprendo —dijo—. He pasado por lo mismo. 
Dorian retrocedió: detestaba que lo tocaran.
—¿Dónde podemos encontrar al segundo robotóide?
El hombretón se encogió de hombros:
—Esperaba que me dieras alguna idea —admitió—. Desconozco este plano.

El alemán sacudió la cabeza, confuso, todas aquellas experiencias eran demasiado extrañas de asimilar. Su mundo, la realidad que conocía, había sido alterada por el desconocido. Vislumbraba horizontes con los que nunca había soñado, una tecnología que escapaba de su entendimiento, hechos que era incapaz de asimilar en aquel corto espacio de tiempo. Era consciente de que el nómada le había salvado la vida, pero la desconfianza pugnaba en su interior: su estatus de Agente Ejecutor lo obligaba a distanciarse de sus semejantes, las barreras psicológicas creadas por su profesión le eran imposibles de franquear.

La motocicleta intervino:
—¡Estamos perdiendo el tiempo, amo! —profirió con urgencia—. ¡Debemos atrapar a Liu!
Stark sintió deseos de acabar con aquel engendro robótico: despreciaba cualquier muestra de cibernización.
—¿Puedes ordenarle que cierre el pico? —masculló—. Me está poniendo nervioso.
El gigante soltó una carcajada seca:
—Para ser medio máquina odias a los cyborgs con una intensidad fuera de lo común, Dorian.
El Agente Ejecutor fue implacable:
—Tengo mis motivos.
Sálvat sonrió con sarcasmo:
—Ya lo veo...

El Agente Ejecutor meditó que opción tomar. Por una parte, aquella no era su guerra, nada tenía que ver con los Painkiller que el nómada perseguía. Por otro lado, el deseo de luchar contra aquella máquina, de probar su valía ante un ad-versario superior en fuerzas, pulsaba una fibra sensible en su interior.

Nunca cambiaré, pensó. ¿Por qué disfruto tanto arriesgando el cuello?

Aunque intentara negarlo, había sido entrenado por los mejores maestros para el combate extremo, aquel era su don y su maldición: sólo encontraba la paz a través de la lucha, el derramamiento de sangre, los cadáveres tiroteados y el hedor de la pólvora. 

—Creo que tu enemiga ha ido hacia el sur —señaló con el índice el páramo interminable—. Los únicos aliados que puede encontrar en esta zona son la Hermandad Seri.
El gigante asintió, complacido, al conocer de antemano sus propósitos:
—¿La Hermandad Seri? —inquirió—. ¿Quiénes son?
Dorian decidió darle una explicación:
—Son los supervivientes de la radiación nuclear —comentó a su compañero—. Ladrones que asaltan a los viajeros incautos para conseguir botín.
Sálvat cambió el peso de un pie a otro:
—Por el tono de tu voz parece que los conoces.
Stark esbozó una mueca gélida:
—Eliminé a cinco de ellos hace unas horas.
Sandy volvió a entrometerse:
—Es un asesino— argumentó—. No te fíes de él...
El nómada ignoró las advertencias de la moto:
—Debemos partir lo antes posible —invitó al alemán a que tomara asiento—. A estas alturas Liu puede haber entrado en contacto con nuestros enemigos.
Stark desenfundó un arma y reemplazó el cargador vacío.
—Una última cosa, Sálvat.
El hombretón volvió la cabeza desde la motocicleta, sus ojos castaños destellaron en la penumbra, una interrogación brillaba en el fondo de su iris:
—¿Qué?
—No vuelvas a leer mi mente.

Veinte minutos más tarde, mientras descendían hacia Hermosillo a más de doscientos kilómetros por hora, una estela de humo llamó la atención de Stark.
—Debemos ir hacia el sudoeste —indicó a su compañero—. Parece que el Painkiller ha pasado por allí.
El nómada enarcó las cejas debajo del casco:
—Sandy no me ha dicho nada.
Dorian fue arrogante:
—No deberías confiar tanto en una máquina.
Sálvat replicó con ironía:
—Por ello he hecho una alianza contigo, Dorian.
El alemán se inclinó hacia delante, molesto:
—Muy gracioso, amigo.
Su compañero volvió a sonreír:
—No es nada personal.

El hombretón giró el manillar y cambió de rumbo. El vehículo abandonó la carretera, traspasó las dunas polvorientas y se adentró en la desolación del desierto. Con rapidez, ganaron terreno, pasando de largo vegetación marchita, estribaciones corroídas por el viento y colmillos de roca erosionados. La motocicleta anunció:
—Percibo vida delante de nuestra posición, amo.
Sálvat preguntó sin volver la cabeza:
—¿Cómo lo supiste?
Dorian replicó:
—Mis sensores fotoeléctricos me permiten ver en la oscuridad.

La fiebre de la caza apoderó de su ser y relegó a un segundo plano sus preocupaciones. El alemán inspiró una profunda bocanada de aire, agradecía aquel pequeño respiro, a veces pensaba que sus contriciones terminarían enloqueciéndolo, estaba cansado de sufrir por los errores cometidos.

Al llegar a su objetivo, ambos hombres descendieron de la motocicleta y estudiaron el siniestro: la carnicería podía revolverle las entrañas a cualquiera.

El Agente Ejecutor comentó con la voz estrangulada por la rabia:
—¿Qué te parece?
Su compañero apretó la culata del lanzagranadas. 
—Ha sido Liu.

La carcasa de un Toyota yacía aplastada sobre la arena. Una mano gigantesca había desgarrado la carrocería, arrancado las puertas y hundido el motor contra el suelo. Un hilo de humo escapada del radiador abierto: el mismo que Stark vislumbró antes de dirigirse a aquel lugar. Al lado del maletero, convertido en una pulpa, un cuerpo desgarrado agonizaba, sumido en una horrenda agonía. El gigante se inclinó ante la muchacha, apartó sus cabellos manchados de sangre y le susurró con cierta ternura:
—Somos amigos, pequeña.
La joven abrió los labios destrozados:
—Agua...
 
El alemán apretó los puños, furioso, deseaba aniquilar a su oponente: el sufrimiento de aquella mujer le resultaba insoportable. La imagen del hombretón inclinado ante la moribunda lo conmovió, el nómada le acariciaba la frente, intentando consolarla durante sus últimos minutos. El Agente Ejecutor hubiera sido incapaz de hacerlo: los implantes biónicos lo habían insensibilizado hasta un grado antinatural. 

¿Qué demonios me ha pasado?, meditó. ¿Acaso ya no soy capaz de sentir nada?    

La muchacha echó la cabeza hacia atrás, sus ojos oscuros se tornaron vidriosos, los despojos que formaron su cuerpo se estremecieron y murió escupiendo un borbotón carmesí por la boca. Sálvat se incorporó, sus rasgos marmóreos estaban contraídos por una cólera inhumana que amenazaba con consumirlo.
—Deberíamos enterrarla.
Stark fue pragmático:
—Quizá más tarde —dijo—. Primero debemos acabar con Liu.
El gigante analizó las enormes huellas que se perdían en la madrugada en dirección a las montañas de Table Top:
—Supongo que tienes razón.
Dorian sacó un puñado de anfetaminas del bolsillo interior de su destrozada gabardina. El efecto de las pastillas acrecentó su sed de venganza y su ánimo introspectivo: quedaban deudas por saldar. 
—Si ha entrado en contacto con la Hermandad Seri estaremos en inferioridad de condiciones. Lo sabes, ¿verdad?
Sálvat amartilló la escopeta:
—¿Crees que me importa? —La mirada hosca del nómada no esperó respuesta a su pregunta— ¡Sandy, a mí! —gritó y la moto obedeció—. Desde ahora considerarás a Dorian como aliado, no podemos dudar en medio de un combate.
—¡Me enseñaste a desconfiar de los cyborgs, Sálvat! —protestó la moto.
El Nómada miró al alemán y dijo:
—Éste no lo es, Sandy.
Dorian apreció aquellas palabras, no se había percatado de cuanto necesitaba ese reconocimiento.
—¿Puedes hacer que este aparato me obedezca? —preguntó a Sálvat.
—Yo sentí igual que tú cuando la conocí, pero Sandy salvó mi vida muchas veces y ha demostrado mayor lealtad que los humanos. Para mí es una amiga, no una herramienta.
Stark no hizo ningún comentario y se dedicó a estudiar la zona en busca de una pista. Sandy activó sus sensores.
—Te ayudaré un poco, humano incompleto. —murmuró.
EL brazo mecánico de Dorian se contrajo para catapultarse contra el carenado, pero se frenó a tiempo.
—Otro comentario de esos y verás quién queda incompleto.


4

LIU


El Painkiller se detuvo ante el farallón de roca, bajo la luz de las estrellas sus cubiertas blindadas le conferían un aspecto fantasmal. La pintura color arena había desaparecido por la erosión del desierto, de otro desierto. Su torreta se erguía a casi ocho metros del suelo, lo brazos articulados se mantenían en guardia, el derecho con un racimo de armas de guerra, el otro con cuatro dedos como tenazas. Emplazados en un hombro, seis lanzamisiles esperaban con su munición completa para entrar en acción. Liu se ubicó debajo del robotóide, entre las gruesas columnas que eran sus patas mecánicas.
La mujer vestía de negro, la única parte descubierta del cuerpo era el rostro. Bajo profundos ojos de ébano contrastaban una boca y nariz pequeñas, la piel carecía de color; enmarcada en la cabellera negra y brillosa por el fijador, poca humanidad lograba descubrirse. Y en verdad, a Liu le tenía sin cuidado. Cuando niña había conocido los antros más exclusivos del Aro Dorado, primero como ciber prosti- tuta y luego como transportadora de software, pero su realización llegó cuando la nombraron “infiltradora”. Los hackers famosos se pusieron en guardia, los virus creados por Liu burlaban uno tras otro los firewalls más intrincados, nadie podía con ella. Trataron de anularla de mil formas en la Red, sin ningún éxito. Si el mundo hubiese sido cibernético, Liu lo habría reinado, pero su humanidad la traicionó, precipitando su caída.
En aquellos días, cuando le demostraba a los hackers sus interminables trucos, tenía un compañero de alcoba que la convenció de realizarse implantes cibernéticos, estaban de moda los mecanismos de autodefensa en los brazos y las piernas, cosas como dagas en los antebrazos, filamentos microscópicos en las muñecas o bisturís láser en los dedos. Liu fue más allá, armó una terminal para estar todo el tiempo en la Red, dos láminas de silicio adosadas a los lóbulos parietales y conectados directamente con su cerebro. El mundo como lo conocía, se diluyó en una cortina de bytes. Dejaron de interesarle los hackers, tampoco la motivaba el sexo, su alimento desde ese momento fue software; si era necesario, mataba para obtenerlo.
La ciber mafia se enteró y la contrataban como mercenaria para los trabajos más sucios, pagándole con el software de descarte, programas viejos y desechados que para Liu eran tesoros. Así, se programó para mantener su físico, al que había descuidado al principio del cambio. Explorando antiguas bibliotecas virtuales halló la brecha dimensional y logró venderle la información a un cliente que le prometió un enorme paquete de programas si establecía un enlace con cyborgs en este plano. También le cedió dos Painkillers, dos Matadolores, para la tarea.
Había perdido la conexión del rastreador que envió hacia el norte, significaba que había sido anulado y sospechaba que su viejo enemigo nómada, el entrometido de Sálvat y su moto parlanchina, estaban siguiéndole el rastro.

Peor para ellos, pensó. No los recibiré sola.

Sobre la cresta rocosa del farallón aparecieron varias figuras, encorvadas, de andar tortuoso. Una de las sombras, la más voluminosa, se adelantó y gritó con voz cavernosa:
—¿Qué quieres, nena? ¿Tu juguete no es demasiado grande para ti?
Liu sonrió, no fue un gesto real, sólo una excelente imitación extraída de su banco de datos. Estiró el brazo para exhibir lo que traía: sujetadas por los cabellos, dos cabezas cercenadas chorreaban sangre.
—Esto es lo que queda del poblado que estaba en mi camino, no eran guerreros, por eso no tenían ningún valor para mí ¿Saben pelear? —Sus palabras fueron acompañadas por las armas del Painkiller activándose.
Los individuos salieron de las sombras, saltando frente a la Infiltradora.
—¿Y qué ganamos nosotros? —dijo el que parlamentaba—. Aparte de seguir vivos, claro.
—Tomarán todo lo que quede, excepto el software, eso siempre es para mí.
—De acuerdo, nena —dijo el otro invitando a Liu con una botella de aguardiente que fue rechazada por un brusco ademán—. La Hermandad Seri a tu servicio.


5

ASESINOS NATOS


Silenciosos, ambos hombres cruzaron las dunas, se detuvieron detrás de unos peñascos y estudiaron la escena que se desarrollaba delante de sus ojos. Enfrente, la luna llena bañaba los contornos de los edificios arrasados por las llamas. A contraluz, entre las viviendas agonizantes, figuras borrosas saqueaban todo lo que podían encontrar. Sálvat masculló lleno de odio:
—Hemos llegado demasiado tarde.
Stark fue incapaz de responder, una sensación abrasadora invadía su alma como un puño candente: sus enemigos pagarían sus crímenes aunque fuera lo último que hiciera. Sonota era un puñado de ruinas moribundas, los edificios que unas horas antes se erguían en el desierto habían sido ani-quilados por la Hermandad Seri. Durante un momento, el alemán fue consciente de que había cometido matanzas de igual o peor calibre durante sus operaciones de exterminio: no se diferenciaba en nada de aquellos individuos.

Soy un asesino, pensó con los labios apretados. No merezco vivir.

A su mente regresaron las misiones de los últimos años: el hedor de la muerte, la sed de sangre, los gritos de sus oponentes, los cadáveres destrozados, el rugido de los proyectiles... La voz del nómada lo apartó de sus negras elucubraciones:
—¿Te encuentras bien, Dorian?
El Agente Ejecutor fue cortante:
—¿Qué clase de armamento posee tu motocicleta?
Sálvat respondió:
—Todo lo que podemos necesitar.
Una vivienda se desplomó entre un rugido de cascotes y vigas rotas. Una imponente figura metálica recorría las calles, rematando a los supervivientes con sus ametralladoras pesadas, inmune al fuego o a la catástrofe que había desatado: el sonido de las ráfagas ahogó los alaridos de los habitantes del pueblo. El Agente Ejecutor recorrió con una mirada calculadora la superficie blindada del robotóide:
—¿Cuál es el punto débil del Painkiller?
El gigante desvió involuntariamente la vista hacia el lanza-granadas:
—El modelo 991 es igual que el 707 —indicó—. Tendremos que dispararle por detrás.
El alemán esbozó una sonrisa oblicua:
—¿Tan fácil?
Sálvat le devolvió el gesto:
—Claro.

Dorian experimentó una corriente de afinidad por aquel extraño individuo, una sensación de camaradería que pensaba que jamás volvería a experimentar: las barreras emocionales levantadas tras la muerte de Müller desaparecían sin que fuera consciente de ello. Sabía que podía confiar en el nómada, éste vigilaría su espalda cuando entraran en com-bate, mejor incluso que los Agentes Ejecutores de la Orden de los Centinelas. Ambos eran completamente distintos. El gigante, con su larga cabellera rubia, sus rasgos angulosos y sus mutaciones psíquicas, difería del alemán, de comportamiento taciturno, rostro pulcramente afeitado y hábitos de drogadicto. Sálvat recordaba a la dureza del desierto, al sol implacable que bañaba las dunas y a la supervivencia más elemental. Stark evocaba a la civilización, a la robótica que aniquilaba el presente y a la alta tecnología.

La motocicleta comunicó:
—¿A qué esperas para acabar con Liu, amo?
El alemán sacó una W-PPK del arnés y amartilló el arma:
—¿Tienes algún plan?
Su compañero preparó la escopeta:
—Nos superan por tres a uno —comentó—. Primero debemos eliminar a los miembros de la Hermandad Seri.
Dorian asintió: 
—¿Qué piensas hacer con el Painkiller?
—Sandy se ocupará de entretenerlo.
—¿Y después?
—Tendremos que conseguir que Liu salga del robotóide.
Dorian enarcó las cejas:
—¿Cómo?
—Ya se nos ocurrirá algo.
—Estupendo.
El hombretón ignoró el sarcasmo del alemán y se dirigió al vehículo:
—Ya sabes que lo tienes que hacer.
Sandy ronroneó:
—De acuerdo, Sálvat.

Sin más preámbulos, descendieron la empinada colina y se adentraron en la oscuridad. A medio kilómetro de distancia, la carnicería alcanzó su clímax: gritos agónicos, risas demenciales y voces ebrias llegaron a sus oídos entre el crepitar del fuego. El Agente Ejecutor torció el gesto, asqueado, detestaba aquel estúpido derramamiento de sangre, la necesidad que sentían los hombres por destruir, de aniqui- lar a sus iguales.

No tenía que haber matado a aquellos cretinos, reflexionó. Gracias a mí sus compañeros han tenido la excusa perfecta para asaltar el pueblo.

La culpabilidad apretó sus entrañas y lo obligó a rechinar las mandíbulas: estaba apunto de perder el control de sus actos. Después de quince minutos de marcha, llegaron a la entrada de Sonota. Las viviendas ardían siniestramente, enormes humaredas se elevaban el aire, devorando todo lo que encontraban a su paso. No quedaba ningún supervi- viente: los asaltantes se habían ensañado con los aldeanos. El ambiente caótico se tiñó de sangre, estriado por la cortina carmesí que convertía la noche en un crisol. El nómada se detuvo detrás de un todoterreno, se limpió el sudor de la cara y estudió la avenida coronada por las llamas resplandecientes:
—Debemos esperar —dijo—. No te separes de mí.
Stark se inclinó a su izquierda:
—¿Esperar? —inquirió—. ¿A qué?
En aquel momento, un misil destelló en el aire y chocó contra la cabeza del Painkiller. El engendro mecánico se volvió y buscó a su inesperado agresor. La motocicleta volvió a atacar y salió a toda velocidad del pueblo. El Painkiller abandonó su posición, atravesó una vivienda, aplastó los cadá-veres diseminados por el suelo y salió detrás del vehículo buscando venganza.
—¡Es mía! —aulló Liu—. ¡No os atreváis a tocarla!
El gigante rió sin humor:
—Terreno libre —dijo—. ¡Vamos!   
Una ráfaga de aire limpió la calle y arañó el rostro del alemán: faltaba poco para que la tormenta de arena barriera el desierto. Sálvat se incorporó, corrió hacia la derecha y penetró entre dos edificios con el dedo en el gatillo. Inesperadamente, tres enemigos doblaron una esquina, encarándose frente a Stark, borrachos como cubas. El hombretón disparó, los cuerpos saltaron hacia atrás, traspasados por balas de punta endurecida, y salpicaron una pared con sus entrañas. El Agente Ejecutor extendió la zurda, sus ojos biónicos taladraron la negrura y le voló la cabeza a un francotirador oculto al final de la avenida. El gigante sonrió, agradecido, mientras le arrancaba una ristra de granadas a una de sus víctimas:
—Te debo una.
Dorian no le dio importancia al tema:
—Estamos en paz.
De inmediato, salieron de la calle y avanzaron hacia el norte. Una figura abrió fuego entre las sombras. Sálvat se agachó, esquivó la andanada y le reventó el esternón a su adversario. Dorian alcanzó al cadáver, le arrebató la Kalashnikov y desfiló entre las casas con el arma rebotándole en la cadera izquierda. Tres oponentes salieron a su encuentro con las ametralladoras por delante. De una certera descarga, derribó a dos de ellos, arrojó el arma vacía y desenvainó las cuchillas retráctiles. El superviviente lanzó un chillido de terror antes que el Agente Ejecutor le rebanara el cuello de parte a parte.   
—¡Sálvat! —gritó—. ¡Detrás de ti!      
Un grupo de enemigos corría hacia el nómada. Sálvat quitó el seguro de una granada, la arrojó por un recodo de la calle y se refugió detrás de un muro. El fragor de la explosión hizo temblar la vivienda, los cuerpos saltaron en pedazos y se desplomaron entre el Apocalipsis que los cercaba. Stark desenfundó la otra pistola mientras recorría la calle con los cinco sentidos alerta, secundado por su compañero. Un adversario disparó desde una ventana. La detonación le rozó la mejilla. El hombretón devolvió el ataque y le abrió el rostro. El cadáver soltó el arma, se inclinó hacia delante y cayó con un crujido de huesos rotos. El alemán se volvió y agotó los cargadores con una mueca sádica: dos oponentes escondidos en un portal perecieron completamente acribillados. El gigante sintió un escalofrío: la expresión de su aliado le había puesto la carne de gallina.
—Disfrutas matando, ¿verdad?
Fríamente, Dorian recargó los tambores vacíos:
—Forma parte de mi trabajo.     
Continuaron adelante y se adentraron cada vez más en el pueblo: el humo les impedía ver con nitidez. Una mujer cruzó la calle, aterrada, aullando como una fiera. Un disparo la alcanzó por la espalda, le traspasó el esternón y la derribó por los suelos. Sálvat arrojó una mina dentro de un edificio, el estallido abrió la pared y arrojó a un oponente con su físico grotescamente contorsionado. Rodearon una vivienda apunto de venirse abajo. Las llamas recorrieron la fachada y propagaron un calor insoportable. El alemán localizó a cuatro enemigos a una manzana de distancia. Implacable, los fulminó sin darles tiempo a reaccionar. 

Aficionados, pensó con desprecio. Esperaba más resistencia.          

El nómada abatió a un oponente, la descarga le alcanzó en el estómago y casi lo partió por la mitad. Dorian se alejó unos metros, salió por el flanco del edificio y acribilló por la espalda a una pareja que intentaba huir de la carnicería: la guerra era la guerra. Un inesperado silencio cubrió Sonota. Espoleado por la curiosidad, Sálvat abandonó a su compañero: unos gemidos ahogados escapaban de una casa que no había sido alcanzada por el fuego. Con cautela, se asomó por la puerta desencajada que se balanceaba sobre uno de sus goznes y estudió el interior de la estancia. Un individuo de facciones grotescas torturaba a un muchacho con una barra al rojo vivo, demasiado ocupado para percibir que habían masacrado a sus camaradas. Furioso, el nómada profirió un rugido y cruzó la estancia con una mirada asesina. El hombre se volvió en el último momento pero fue demasiado tarde: el impacto de la culata de la escopeta le reventó los dientes, su cuerpo se desplomó soltando un reguero escarlata por la boca.

Exhausto, Stark ingirió varios estimulantes, se sentía deprimido y le dolían todos los huesos del cuerpo. Todo había terminado. La Hermandad Seri no estaba preparada para un ataque sorpresa, ni a la altura del Agente Ejecutor y de su compañero: habían tenido más suerte de la que merecían.

Aún falta el Painkiller, meditó. ¿Dónde diablos está Sálvat?
 
El Nómada salió de una vivienda. Su chaleco y su rostro estaban cubiertos de sangre. Una expresión funesta llenaba sus rasgos y un cuchillo enrojecido brillaba en su mano.  Dorian tosió por culpa del humo:
—¿Qué ha pasado? 
Sálvat se mostró desdeñoso:
—He encontrado a uno de estos bastardos torturando a un crío.
Stark no se molestó en inquirir nada acerca del incidente: la espeluznante apariencia del hombretón bastaba para explicar el destino del atormentador.


6

HERMANOS DE SANGRE


—Toma —dijo Sálvat entregándole el extraño lanzagranadas—. Ya debe tener munición suficiente para derribar al Painkiller, dos disparos, asumo.
El Agente Ejecutor comprobó el peso del arma y las lentes: el arma le agradó
—¿Y ahora? —quiso saber.
—Esperaremos a Sandy.

La moto robot ganaba terreno delante del armatoste que no podía alcanzarla. Liu era conciente de que Sandy detectaba que armas activaba el Painkiller y eludía con facilidad todos sus ataques. Buscó entre sus programas de inteligencia bélica algo que le sirviese para alcanzar a su presa. De pronto se dio cuenta que volvían hacia el poblado y al instante sintió el impacto.
Un proyectil había perforado el blindaje limpiamente, ella con gran destreza desprendió las cintas de seguridad que la unían al asiento en la cabina del Matadolores y puso la máquina en automático. Abría la portezuela de la carlinga cuando otra detonación estremeció al armatoste y cayó a la arena desde la parte inferior, entre las patas del robotoide.

A medio kilómetro de ahí, el alemán sonrió con suficiencia:
—¿Crees que aproveché las únicas dos balas, colega? —dijo al Nómada.
—Como nadie, pero esto no termina. Ahora estará en automático, con el programa “Mata a todo”. En la casa, donde terminé con el torturador, había una caja con granadas. Irás en Sandy, mientras me encargo de Liu ¿Estás de acuerdo?
—Desde ya, pero la moto…
—Si eliminas a ese Painkiller —opinó Sandy—, atropellaré a quién se atreva a llamarte cyborg.
—Hecho. —asintió Stark montando el vehículo, apenas se acomodó sintió el tirón de la aceleración. Recogieron la caja con granadas, diez en total y avanzaron al encuentro del robotoide.

Corriendo a velocidad inhumana, gracias a sus piernas de huesos y músculos cibernéticos, Liu llegó a la salida del poblado que daba a la interestatal. Vio a Sandy, piloteada por Dorian, al que no conocía, entonces percibió una sombra a sus espaldas. Se volvió con la agilidad de una pantera, pero sus piernas no alcanzaron a Sálvat, que bloqueó el golpe con el antebrazo, en el mismo llevaba su cuchillo de supervivencia. Quería terminar lo antes posible, Liu estaba armada hasta los dientes, cada minuto era una oportunidad para que ella esgrimiese uno de sus juguetes. Lanzó una finta, pero los reflejos de la mujer la eludieron. Así estuvieron un largo minuto lanzándose golpes y estocadas, hasta que de pronto, la hoja del puñal desapareció y Sálvat sintió que la empuñadura quemaba en su mano. Tuvo que soltarla cuando sintió el cuero de su guante fundiéndose en la carne, La Infiltradora reía, en la punta de sus dedos brillaban los filamentos de cuatro bisturís láser.

Mientras se aproximaban al Painkiller, Dorian colgó de su cinto utilitario todas las granadas, aunque antes de llegar, notó que los tubos de misiles anticarro, que flanqueaban el porta equipaje de la moto, se activaban colocándose en án- gulo de disparo. Sandy frenó y dos soportes se desplegaron para afirmarla al suelo.
—Tapate los oídos, med… Dorian. —advirtió la moto robot y al instante salieron dos proyectiles. Dieron de lleno en la cintura del enemigo blindado. Este se detuvo, parecía tener dificultades para moverse.
—¡Ahora, Sandy! —gritó el Agente Ejecutor—. ¡Gira a su alrededor! ¡A máxima velocidad! —Dorian no tenía idea a cuanto podía acelerar, pero su costumbre de desafiar a la muerte hizo que ignorase el peligro. El Painkiller también comenzó a girar, exhibiendo armas de su interior. Poderosas ametralladoras que destruían el terreno detrás de Sandy y el alemán.

El Nómada y Liu continuaban trenzados en lucha cuerpo a cuerpo, en todo momento, las nocivas puntas dactilares eran evitadas por Sálvat, pero esa contienda no podía ganarla la fuerza, ni la agilidad, la Infiltradora no transpiraba ni una gota de cansancio, mientras su contrincante estaba bañado en sudor y ya respiraba agitado. Sólo le quedaba utilizar sus facultades psíquicas.
La mente de Liu, todavía era en un noventa por ciento orgánica, al igual que su sistema respiratorio y digestivo. Sálvat utilizó un truco que lo había salvado antes, en combates contra cyborgs, robarle la vitalidad. Consistía en concentrarse en su victima y al igual que un vampiro, extraerle vi-gor hasta dejarlo exhausto, él en cambio se revitalizaba, lo único que le molestaba era que también hacia propios las angustias, anhelos y odios de su blanco.
El sistema de control, que Liu había creado para cuidar su parte orgánica comenzó a informarle de un agotamiento abrupto de los músculos y una disminución asombrosa de sus sentidos, se derrumbó a un lado, mientras Sálvat se sentía asqueado al verse sumergido en la podrida mente de la mujer. Se agachó, dispuesto a rematarla, pero olvidó que Liu comandaba sus armas desde sus computadoras parietales, cuatro finísimos rayos láser le atravesaron los bíceps. Gritó de dolor al tiempo que se derrumbaba de espaldas.

La estrategia estaba dando muy buenos resultados, Dorian se mantenía de pie sobre el asiento de Sandy, Las piernas biónicas tenían reguladores de equilibrio automáticos, un ser humano normal no hubiese podido mantenerse. La circunvalación al Painkiller se completaba por tercera vez, el terreno alrededor era montañas de escombros, humo y pólvora. Entonces, se sintió volar por los aires. La onda expansiva del último ataque del robotóide había hecho que las ruedas de Sandy mordieran el arruinado terreno provocándole un derrape. El Agente Ejecutor rodó sin lastimarse, gracias a su entrenamiento. De un vistazo, descubrió que estaban en los límites de la villa y detectó a Sálvat, peleando contra la mujer. El robotóide al parecer también lo había hecho, porque giró el torso hacia ellos, con un perturbador chirrido de metales. Dorian sopesó una granada en cada mano y las lanzó hacia la cintura dañada. La explosión lo catapultó a varios metros, pero vio con satisfacción como el monstruo artificial se partía en dos, la tierra vibró bajo sus pies y todo fue envuelto por un espeso manto de polvo

Liu se hallaba sobre el Nómada, dispuesta a calcinarle el cráneo, cuando el polvo la ahogó. Sálvat reaccionó de inmediato, lanzándole un gancho al mentón, pudo oír como el cuello se partía, antes de golpear el suelo. La visibilidad aumentó con rapidez, miró hacia el norte, Dorian caminaba despacio y Sandy apareció detrás del robotóide caído.
El Agente Ejecutor también lo miraba, levantó el pulgar, pero antes de que el Nómada le respondiese, escuchó el sonido característico de un arma al correr el proyectil de la recámara. No necesitó volverse para saber que de algún modo, el Painkiller dirigía la boca de una ametralladora contra Sálvat. No había tiempo para advertencias, ni siquiera para un pensamiento. Dorian reaccionó, nunca supo la razón verdadera, sólo se vio lanzando las últimas dos granadas e interponiéndose entre las balas y su nuevo amigo. En el fragor de los impactos, fue conciente de Sandy descargando sus ametralladoras contra el Painkiller y la munición candente que atravesaba su amada parte humana.

Sálvat corrió, gritando de frustración, alcanzó a Dorian en  dos minutos. Sandy continuaba disparando contra el armatoste, a pesar de que ya estaba por completo destruido. Stark era un estropicio de carne destrozada y sangre en abundancia, no podía hablar, tan sólo los ojos expresaban su desesperación. No le importaba morir, estaba preparado para eso, incluso muchas veces lo había deseado, pero te- mía que lo reconstruyesen los cibercirujanos, convirtiéndolo en su peor pesadilla.
Sálvat supo todo eso debido a su telepatía, pues no era una capacidad que controlaba a voluntad, eso hubiese deseado, oía las mentes de todas las personas como si fue- sen radios transmitiendo en distintos volúmenes, no podía evitarlo.
Se acuclilló junto a su amigo, Sandy se ubicó del otro lado. La mente del alemán gritaba: —¡Matame, amigo!
—No serás un cyborg, Dorian —aseguró Sálvat—, no esta vez.
Colocó las manos sobre el moribundo, el desierto alrededor se conmovió, los arbustos se marchitaron y las serpientes se secaron. Los zopilotes que rondaban la villa atraídos por los cadáveres se precipitaron al suelo sin vida, casi todas las alimañas, en un kilómetro a la redonda murieron o se sintieron agonizar. En cambio, las horribles heridas de Dorian se curaron a una velocidad asombrosa, cauterizándose y regenerándose sin dejar cicatriz. Diez minutos después estaba como nuevo, sin angustias ni cansancio. Se puso de pie y ayudó al Nómada a incorporarse.
—¿Qué hiciste? ¿Cómo…? —dijo anonadado.
—Es algo que jamás realizo. Te dije que tengo varias habi-lidades paranormales, con esta puedo curar, pero tiene la consecuencia de que toma la vida de otros seres, muchas criaturas murieron, hice mi elección.
—Gracias, Sálvat. No sé si valdrá la pena… —replicó Stark palpándose el torso.
—Yo hubiera hecho lo mismo si tuviera ese poder. —añadió Sandy, robándole una sonrisa extraña al Agente Ejecutor.
—Debo regresar a mi universo —dijo el Nómada montando la moto—. ¿Quieres que te alcancemos a alguna parte?
—Ya has hecho demasiado —replicó—. Estaré bien aquí.
—Claro —dijo Sálvat mientras giraba el acelerador para  perderse en el horizonte.
Stark dio la vuelta, sin perder tiempo.


EPÍLOGO


Horas más tarde, cuando hubo pasado la tormenta, Dorian emergió de la única vivienda que quedaba intacta en Sonota. Los acontecimientos del día anterior regresaron a su cabeza, irreales, todo parecía haber sido un sueño. El alemán ajustó la trinchera en torno a sus hombros y observó las calles aniquiladas del pueblo: la realidad no admitía excusas, aquellas personas habían muerto por su culpa. Apartó los remordimientos de su mente, dejó el cadáver del muchacho atrás y cruzó la avenida desierta. En el cielo nublado, unas siluetas negras giraban sobre las ruinas de la ciudad, espe-rando la ocasión propicia para llenar sus tripas. 

Buitres, pensó. No han tardado mucho en aparecer.       

A pesar de no haber dormido, el Agente Ejecutor se encontraba fresco y relajado, las heridas provocadas por el Painkiller sólo eran un mal recuerdo: una imagen tenebrosa anclada en el fondo de su subconsciente. Una ráfaga de viento tremoló los pliegues de la gabardina y le hizo entrecerrar los ojos: extrañaba sus gafas de sol. En derredor, los incendios habían sido apagados por la tempestad, espirales de humo escapaban de los cascotes ennegrecidos y teñían la mañana de cenizas en suspensión. Stark hundió las manos en los bolsillos, traspasó la calle cubierta de escombros, marchó ante las casas aniquiladas y se dirigió hacia la salida del pueblo. Por alguna razón que desconocía, no deseó partir con el nómada, las experiencias sufridas desde la noche anterior aún lo perturbaban, prefería estar solo para poder reflexionar. Al rememorar el ataque del robotóide, sintió como un escalofrío recorría sus circuitos biosensitivos y le ponía la piel de gallina: un misil le arrebató su humanidad y lo convirtió en una máquina hacía más de una década. Dorian suspiró, esbozó una mueca amarga y se dirigió a uno de los vehículos de la Hermandad Seri aparcados en el linde de Sonota. Al llegar al coche, comprobó que se trataba de un modelo arcaico del Siglo XX que funcionaba con gasolina. Divertido, estudió el Plymouth Fury blanco y rojo de 1958: aquel vehículo debería estar en un museo. Revisó el motor, las ruedas y el combustible que restaba en el depósito: todo estaba en orden. Tomó asiento, ajustó el sillón,  los espejos retrovisores y agarró los mandos con los que no estaba familiarizado. El alemán arrancó la cubierta plástica situada debajo del volante, cogió los cables e hizo un puente: el motor arrancó al segundo intento. Oprimió el embrague, metió la primera marcha y apretó el acelerador: las calles destrozadas quedaron atrás.

Por lo menos salvé su vida, meditó. Ojalá hubiera hecho lo mismo por Hugo.



FIN



Alexis Brito Delgado y M.C. Carper




  
        

     




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