lunes, 20 de mayo de 2013

El Monstruo - M. C. Carper - Ciencia Ficción


El Monstruo ha sido un cuento con mucha suerte que ya ha sido publicado en tres sitios diferentes con versiones distintas. Hasta fue usado en un especial sobre la discriminación.  La última publicación fue en la revista Axxón donde por sugerencia de los editores se realizaron algunos cambios. Me gustó mucho esa versión. Tiempo después cuando leía el cuento original, encontré que me resultaba igual de efectivo. Por eso presento la versión original del cuento. Se puede leer el publicado en Axxón aquí.

El Monstruo
M. C. Carper





Con la mano tensa apretando el picaporte. Los nudillos blancos  y la frente transpirada. Tomás se armó de valor para salir.  Esperaba que la calle estuviese vacía. Pero siempre había algún vecino, algún turista.
 Sacó el pequeño espejo del bolsillo para cerciorarse por enésima vez, pero el maquillaje no podía disimular su apariencia, nada ocultaba esos kilos acumulados. La tintura era una bendición, aunque la frente estaba ganando terreno y ser calvo era tan detestable como tener canas.
Tomando aire abrió, la luz del sol alegró su espíritu por unos segundos hasta que las miradas horrorizadas de los primeros transeúntes empañaron su regocijo;  a veces usaba una capa con capucha, pero se sentía muy estúpido.
Lo había intentado todo; el cielo era testigo de sus esfuerzos.
Ignoró como pudo las exclamaciones de las personas que se cruzaban en su camino. Verlos apartarse con expresiones de asco, tampoco fue una sorpresa. Creía que con los años terminaría acostumbrándose. ¡Qué iluso y optimista había sido!
No les prestó más atención y continuó, a paso lento por la vereda. Ya casi llegaba a la esquina. Esa donde estaba el cartel enorme con la chica en ropa interior. ¡La modelo! ¡La de cuerpo perfecto!

La civilización había logrado hacer realidad las aspiraciones básicas de los seres humanos. La escasez de alimentos era un recuerdo, la guerra no era otra cosa que un conjunto de fechas y nombres que se memorizaban  en los exámenes escolares. Claro, las escuelas, esos sitios llenos de aulas, maestros y alumnos, desaparecieron para ser reemplazados por los cursos vía internet. Los habitantes del planeta no socializaban como en la era pre informática;  para Tomás eso era lo único bueno que tenía la sociedad en que vivía.
El Control Natal llegó de la mano de la fertilización artificial, muy pocos excéntricos preferían la vieja usanza del sexo crudo. Un hábito que se consideraba asqueroso. Menos aún eran las mujeres que elegían la gestación natural, para eso estaban las incubadoras o los úteros substitutos que cuidaban robots pediatras. Todo riesgo de un cuerpo deformado por la maternidad era cosa del pasado.  Los niños nacían perfectos, previniendo aspectos indeseables, antes de la concepción. Los conocimientos en genética, anulaban cualquier posible anomalía.
Y las diferencias eran anécdotas del siglo pasado.
Todos parecían copias: los mismos cuerpos estilizados, idénticas sonrisas. Cabellos dorados y ojos azules perfectos. La mayoría de las personas prefería la pigmentación del bronceado caucásico; en África, casi no se encontraba gente con rasgos autóctonos, pero siempre cambiaban las tendencias, Tomás soñaba a escondidas que la moda volviese a los tiempos de Goya.
A pesar de este control sobre los prenatos, los individuos no habían conseguido erradicar la vejez, aunque tenían una forma de conservar la apariencia con la magia de las cirugías estéticas.
Nadie aparentaba más de treinta años y muchos preferían lucir  un aspecto inalterable de diecisiete años toda la vida.
La tendencia había comenzado cincuenta años antes, durante los días de la gran agorafobia, una costumbre que generó el uso permanente de internet. Al principio fue la corrección digital de arrugas y signos de vejez, la gente tomaba como modelos a actores y conductores de los medios, con mayor producción en la imagen. Ser delgado fue la aspiración del humano común y no serlo fue el suplicio del resto. Comenzaron a proliferar los gimnasios, sin embargo demandaban mucho tiempo, dedicación y dinero. Las tortuosas dietas y la gran variedad de laxantes fueron una solución aceptable para algunos, aunque no permitían que uno se descuidase. Los casos del efecto “rebote” cuando se suspendía la medicación eran muy difundidos en las redes sociales, abundantes de videos caseros.
Se argumentaba que los alimentos contenían hormonas u otro tipo de sustancias que hacían robustecer, Tomás reía con amargura ante esta teoría, pensaba que hacer engordar a las aves y a los mamíferos que se convertían en alimento era tan aberrante como el desprecio que la sociedad le demostraba a él día a día.
 El presidente de “Delgadez es Salud”, el nuevo centro estético, había declarado a los medios que el ser humano normal no podía excederse de cuarenta y dos kilos. Bastaba con mirar a la chica en ropa interior del cartel y un poco más abajo, en letras enormes, el logo de “Delgadez es Salud” parpadeando con luces de neón.
 Tomás pesaba setenta kilos. Sus padres lo habían concebido a la antigua, a través de una relación sexual. Todo pareció marchar bien, hasta que la diferencia comenzó a notarse. Fue en su décimo cumpleaños, todos los niños vecinos le llevaban una cabeza, incluso las niñas eran más altas. Para peor, no había heredado los hermosos ojos verdes de los padres. Ahí estaba el vergonzoso gen del abuelo Martín con sus odiosos ojos cafés.
No tuvieron mejor idea que ocultarlo en la casa y practicarle cirugías estéticas antes de que la sociedad lo descubriese. El encierro y la frustración de sus padres torturaron a Tomás desde niño, no sabía que pasaba, todo indicaba que era por su culpa,  la desgracia se abatió aún más sobre la familia cuando se enteraron que el organismo de Tomás reaccionaba muy mal a las intervenciones. No aceptaba ni siquiera la anestesia. Gastaron fortunas en tratamientos hasta que los mismos médicos se dieron por vencidos. Regresaron con el niño a la casa, ocultándolo con una capucha; fue la primera vez que se cubría con una y le dio cierto alivio. Adoraba poder mirar las caras de sus padres a través de la tela, sin que la expresión les cambiase.
Pero el trato cariñoso y las palabras amables de todos los días desaparecieron, antes de aceptar la vergüenza, descargaron su infortunio culpándolo de todo: De no poder recibir visitas, de tener prohibido los paseos dominicales y de ser considerados los creadores de una aberración.
Lo encerraron en el sótano. Dejaron de pagar la escuela y cortaron su conexión a internet. Una vez al día, un robot le llevaba comida. Había pasado de ser un niño amado a ser un inválido, una persona que no tenía la perfección genética prenatal. Uno de los desechados, esos individuos considerados de clase inferior, destinados a tareas de servidumbre: mozos, cocineros, mayordomos y cadetes. En otra época podrían aspirar a ser vigilantes o barrenderos, pero ya no existían los crímenes, el gen de la ira estaba anulado y la limpieza la realizaban máquinas.
 A los catorce años, Tomás huyó.

Deambuló por muchos lugares, pero ningún sitio aceptaba a un chico como él. Ni siquiera los desposeídos lo veían con buenos ojos. Se burlaron, tildándolo de monstruo. Un epíteto al que terminó por acostumbrarse.
Desesperanzado y sin voluntad para continuar llegó a las ruinas de una parroquia. Un solitario anciano le dio de comer. Mientras servía la mesa, le contó sobre una costumbre antigua llamada religión, hablaba de igualdad y amor, pero pronto lo aburrió. Tomás descubrió que no era muy diferente en reglas y conceptos a Delgadez es Salud, pero aquel hombre no lo había rechazado.
 El viejo tenía una conexión a internet que pudo utilizar. Además conocía muchos trucos para burlar los programas de seguridad de los docentes, quería que Tomás se educase y consiguiese un titulo. Con una identidad falsa, el chico ingresó a los programas de educación de la red. Se especializó en Ciencias Económicas y Matemáticas. Su intelecto era elogiado en el anonimato de los correos electrónicos. En esos años fue feliz, mientras se mantenía oculto dentro de la casa.
Al tiempo que estudiaba, consiguió ser columnista en una publicación del ámbito bursátil. Asesoró a muchos inversores que llenaron su cuenta bancaria con suculentas comisiones.  Muchos le ofrecieron trabajos y firmó varios contratos. Cuando los clientes se enteraron de su aspecto ya era muy tarde para volver atrás y anular los papeles firmados.  De cualquier modo, en los negocios las ganancias son lo más importante.
Disfrutó de esta pequeña fama, ocultándose entre cuatro paredes durante mucho tiempo. Cuando el anciano falleció, le dejó el terreno en ruinas y la casa a su nombre. Tomás construyó una bella vivienda y evadiendo los controles del Medio Ambiente, se consiguió compañía: un autentico gato de Bombay. El animal no se molestó por su barriga, ni por sus arrugas. Sólo le retribuyó cariño, recostándose a su lado cuando estaba triste o jugando con sus dedos sin otro interés que divertirse. Además era muy buen compañero, no había día que no se levantara a saludarlo al verlo despertar y anduviese por donde anduviese por la casa, ahí lo seguía el felino. Por si algo pudiera ofrecérsele.
Pero había días en que necesitaba sentir el sol en el rostro, visitar las plazas y contemplar obras de arte como el resto de la humanidad. Caminaba muchas cuadras hasta el Museo de Bellas Artes, pagando sobornos a los encargados, entraba fuera de los horarios de visitas. Le fascinaban muchos pintores, pero amaba la estética de Goya. Podía pasar horas contemplando aquellos cuerpos abundantes que el artista, y seguro sus contemporáneos, consideraban bellos.
Ese día, como todos los meses, estaba en la calle para buscar los medicamentos de su cobertura social. Ninguno de los empleados de la farmacia quería hacer la entrega en la casa del monstruo. De camino, aprovechaba la oportunidad para pasar por frente al museo.
Aunque conocían su existencia, era inevitable que todos los transeúntes lanzaran exclamaciones como si lo vieran por primera vez. A veces, por bromear, simulaba una pronunciada renguera. Reía viendo a la gente alzar a sus hijos en brazos, murmurando maldiciones.
En la farmacia lo atendieron como siempre: desde una ventanilla enrejada, tomando su tarjeta de crédito con manos protegidas en guantes desechables.

El camino de regreso fue lento, la decepción lo ganaba otra vez con un nudo en la garganta. Ya no tuvo energía para transitar por la avenida principal. Usó un atajo, atravesando la zona frondosa del parque. Era mediodía y casi nadie andaba por ahí a esas horas. Pensaba en su gato cuando oyó un llanto apagado, el gemido de un chiquillo. Provenía del otro lado de una pared de ligustrinas, no tenía una buena visibilidad. Pero podía oír a una pareja discutiendo sin atender el lloriqueo del niño.
Tomás dio un rodeo para ver mejor. Sobre un banco solitario de la vereda había un chico de diez años, ocultaba el rostro en dos puños apretados. Tomás no tuvo dificultad para saber que le pasaba, la curva de su abdomen era reveladora. La pareja discutía a unos metros de distancia.
—No estoy segura, Víctor —decía ella—. Es muy pequeño.
—Es el destino, Analía. Todos nuestros amigos lo aprueban y lo entienden. —replicó el hombre.
Ambos vieron a Tomás y se detuvieron. El niño seguía llorando. Entonces el hombre llamado Víctor tomó con fuerza el brazo de su mujer.
—Nada más podemos hacer. —farfulló.
— ¿Qué es lo que van a hacer? —rugió Tomás. Su profunda voz estremeció a la pareja.
—No podemos criarlo —protestó Víctor girando para alejarse—. ¡Mírelo! ¡Es un monstruo!
—¿Cómo yo? —sonrió Tomás, los padres retrocedieron dos pasos. El hombre de setenta kilos acarició la cabeza del pequeño. Se miraron, el niño tenía unos enormes ojos cafés.
— ¿Lo cuidará? —Preguntó la mujer mordiéndose el labio—. Se llama Matías.
—Vaya tranquila, señora. —dijo el monstruo.
— ¿Podrá perdonarnos? —dijo la mujer de cuarenta kilos, estilizada como una espiga.
Tomás no tenía respuesta para esa pregunta. Dándoles la espalda tomó al niño en sus brazos y continuó hacia la casa. Mientras caminaba lo arrulló contándole sobre un gatito cariñoso y un maravilloso pintor llamado Goya.


© M. C. Carper

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