martes, 4 de junio de 2013

El timo en Sijha - M.C.Carper - Cuento de ciencia ficción

Mientras corrijo y reescribo la serie de siete libros que llamo Enfrentamientos de los Dioses, suelo entretenerme imaginando relatos de ese universo. Tienen una relación indirecta con los personajes o eventos de la saga principal. En muchos cuentos ubico la acción en la política expansionista del Régimen Dobo. Una sociedad de gobierno dictatorial que promueve el fanatismo y la supremacía. “Incursión en Aguand” y “Leal al Régimen” pertenecen a ese grupo. El timo de Sijha fue publicado en NM, la revista de Santiago Oviedo. Sijha es un planeta habitado por moluscos inteligentes que tratan de sacar ventaja a un grupo de humanos con una situación inesperada.

El timo en Sijha
M.C.Carper

El trasbordador espacial había iniciado la maniobra de frenado, Otto Gunthar lo supo antes de contemplar el anuncio con letras rojas del asiento. El efecto de coriolis, aquel mareo sutil, le advirtió. Los otros pasajeros no le prestaban atención, la amargura de estar en esa parte de la galaxia era contagiosa.
Sijha, Sector Ulberanam, en la Tercera Elipse FDG7884, uno de los grandes aliados del Régimen Dobo. No era un Sistema Estelar con atmósferas envenenadas o lunas muertas, pero la civilización del cuarto planeta provocaba una aversión natural, eran moluscoides, criaturas de dos metros de altura, babosas que se movilizaban reptando por un único y carnoso pie. Se autodenominaban Ramblucks y Otto tenía órdenes de negociar con ellos  e informar si eran de fiar, pero a mitad del viaje le llegó una transmisión codificada: tenía que investigar la muerte de un rambluck en la Estación Espacial del Régimen, el Fuerte Mahler, una de las primeras provistas con hipertraslación. Cuando los garfios de amarre conectaron al trasbordador, Otto dejó su asiento para abordar al Fuerte.
La recepción no tuvo demasiada ceremonia, todo el personal parecía estar muy ocupado. Ahí estaba su contacto, el AT (Administrador Territorial) de Sijha.
Se estrecharon las manos
—Bienvenido, Coronel Gunthar. Soy August Karleb. —se adelantó a decir el AT.
—He visto holografías suyas, dicen que los sijhanos no simpatizan mucho con su titulo. —Comentó Otto.
—No, para nada. Estos moluscoides son muy rencorosos, no nos ven como dobos, para ellos todos los humanos son iguales. Nos relacionan continuamente con los déspotas comerciantes de la época Monárquica, a pesar que hace treinta años que desaparecieron.
—Espero que no nos confundan con la Unión.
—A ellos los odian, la derrota en la última guerra está latente —comentó Karleb en voz baja. A ningún soldado le gustaba reconocer que la Unión había ganado y existía la posibilidad de que algún oficial político estuviese fisgoneando, en ese momento se le ocurrió que Otto podía ser un espía—. Por suerte, sus gobernantes han aceptado la política del Régimen, eso los hace tan dobos como a nosotros, acompáñeme, por favor.
Hizo ademán de coger el maletín del coronel, pero éste lo detuvo con un gesto cortante, se encogió de hombros y lo guió por un pasaje de paredes grises.
—Cuénteme sobre el progreso de nuestro trabajo, hay quienes piensan que se ha invertido demasiado y el trato es ventajoso para los Ramblucks. —dijo Otto sin eufemismos, fingiendo ignorancia sobre la muerte del sijhano.
—Obviamente se refiere a la opinión del Alto Mando. Pues no nos ha sido fácil, los moluscoides borrarían con el codo, si lo tuvieran, todos los pactos que firmaron. ¿Está enterado de los detalles?
—Estudié los documentos, si se respetan ganaríamos mucho y ellos no perderían nada. En realidad, ellos ya están ganando.
—Explíquese, coronel. —Preguntó Karleb precavido, el tono de Otto no era nada amistoso.
—Les proveemos de materia prima y tecnología para construir esa esfera solar a cambio de que los colectores de energía nos sirvan de abastecimiento. En nuestros planes, comenzaremos a disfrutar nuestra parte del convenio, mucho antes de que terminemos esa monstruosidad espacial, pero ya hemos superado los envíos estimados y no hay ningún generador activo proveyéndonos de energía. Para cuando las velas solares cubran su astro rey, perderemos la ventaja, suponíamos que eso demandaría mucho tiempo.
—Suena bonito expresado así y leerlo debe ser igual, sólo que está muy alejado de la realidad. Han surgido cientos de inconvenientes, en su mayoría debido a la inestabilidad de los aros que rodean a la estrella. Doce de mis hombres han perdido la vida en este año. Los moluscoides no colaboran con nosotros, si no todo lo contrario, debemos doblar la seguridad de los envíos de materia prima. Descubrimos que la roban, aún no sabemos con que propósito, pero lo hacen y lo peor ha sido la llegada de los luxorianos.
—¿Qué? ¿Cómo es posible? No lo han reportado —Otto lo pensó mejor antes de agregar otro comentario, el Primario Dobom, el fundador del Régimen, era luxoriano. Había demostrado ante toda la galaxia su imparcialidad con respecto a las distintas especies conocidas, un espía como Otto sabía estar prevenido para cualquier circunstancia inusitada —. ¿Han intervenido? ¿Dónde están? —Concluyó más calmado.
—En alguna parte de Sijha, a esos biomecánicos no les afecta ese planeta de musgo, debe ser parecido a Luxor. Sé que son nuestros aliados, pero no se comunicaron con nosotros, ni hemos recibido notificación de que vendrían y no suelen compartir su tecnología, algo traman.
Karleb se detuvo para indicarle la puerta del camarote a Otto. Le dio una tarjeta de acceso personal.
—¿Alguna novedad más, AT?
—Sí. Hemos sufrido una desgracia, un supervisor sijhano de control de calidad fue hallado muerto en uno de los pasillos del generador. —Karleb habló tratando de ocultar lo embarazoso del informe.
—¿Cómo murió?
—No podemos hacerle una autopsia, los Ramblucks lo prohíben. Estamos esperando que envíen su equipo médico.
—Una mala noticia en verdad.
—Lamento no poder dedicarle un minuto más en este momento, he de supervisar la calibración de la órbita del segundo aro solar. Ya descargué todos los datos en su computadora. Estaré disponible para colaborar con usted en treinta horas estándares, hasta entonces. —Karleb se retiró a paso vivo; estaba preocupado por la situación y sabía disimularlo bien, aprovecharía esas horas, pensando en respuestas precisas para Otto.

Gunthar entró al camarote, un habitáculo sin espacios inútiles; al estilo típico del Régimen Dobo. Disponía de un lecho plegado en la pared, un breve escritorio con la terminal conectada. Un lavado minúsculo que incluía un botiquín que se hallaba en el lado interno de la puerta y dos armarios diminutos colgando a la altura de los ojos. También descubrió un gabinete para uso personal, mas no se molestaría en examinarlo, a sus archivos los llevaría encima en todo momento.
Encendió la computadora. Leyó los informes, era un reporte correcto y preciso de fechas, cantidades y horarios de envío y recepción, nada que le sirviese para tener una idea clara de la situación. Lo único interesante era que un operario había encontrado el cadáver, de inmediato fue llevado a la morgue. El rambluck había llegado solo, el mismo día de su muerte. Dejó el ordenador y utilizó su cerebro.

¿Qué es lo que sé sobre estos Ramblucks?

Son belicosos, no se doblegaron ante los monárquicos, ni ante al Arcontado. No han aceptado la política de la U.R.N. (La Unión de las republicas del Núcleo), pero han aceptado de buen grado al Régimen Dobo.
No tienen enemigos declarados, pero parecen un tanto xenófobos, quizá sólo detesten a los humanos a causa del monopolio comercial.
Su civilización es del Quinto Nivel, como nosotros, integran al Senado Universal y dominan el viaje espacial. Tienen armamento de última generación y varios escuadrones de combate espacial, aunque sus militares no se han lucido como los nuestros.
Entonces… ¿Qué debilidades tienen?

Son renuentes a abandonar el planeta Sijha, siempre que tienen alguna conferencia, la realizan encerrados en bolsas de humedad o en cubículos obstruidos por cortinas plásticas. Y no les gusta recibir visitas…

¿Qué podrían ofrecerles los luxorianos? ¿Qué tratos tendrán con ellos?

Es cierto lo que dijo el AT. Hay ciertas semejanzas: El planeta de los biomecánicos, Luxor, está vedado para cualquier ser extranjero, sólo permiten acercarse hasta el cinturón órbital ecuatorial que rodea a ese mundo. Nunca tiene más de un embajador para atender los asuntos externos, el anterior fue Dobom, nuestro líder. Sin embargo, estos biomecánicos, no le temen a nada, sus cuerpos son filosos como navajas, son tan altos como los Ramblucks, pero emanan poder y agilidad, aunque son muy parcos en sus negocios diplomáticos.
No puedo esperar a que los datos lleguen a mí, he de buscarlos lo antes posible.

Otto, estudió su pistola Pixie de dos mil calendas de potencia. La cargó y la guardó en la funda que llevaba en el interior del saco. Abrió la puerta del camarote, dispuesto a comenzar su misión.

El AT, August Karleb, impartió órdenes enérgicas a su jefe de estructuras, Guillett. El calor en el pequeño tractor espacial era insoportable debido a la proximidad con el sol. Había un equipo de cincuenta tractores para calibrar la órbita del aro. Por supuesto, la denominación tractor era una alegoría. Se trataba de navecillas con un paquete de sensores unidos en red al computador de la estación. El aro solar, de una U.A. de diámetro tenía sus propios impulsores de ajuste.
Guillett no tenía el mejor humor aquel día, en realidad, no se le conocían días buenos.
—¡Esto es culpa de esos malditos caracoles! —gruñó—. ¿No insistieron en que nos auxiliarían en este tipo de emergencias?
—Sabes mejor que nadie que los Ramblucks no soportan este calor, es imposible para ellos operar aquí. —le explicó apretando los dientes, el AT
—¡Es su maldito Sistema y su maldito problema! Además, se roban el hierro y las herramientas ¿Por qué no deja un destacamento en Sijha para proteger los envíos?
—Porqué no me sobra gente, Guillett —estuvo tentado de decirle que alguien había sido enviado para solucionar ese asunto, pero Karleb no era un bocazas—. Continúa trabajando y deja de quejarte.

El piloto de la lanzadera enmudeció cuando vio la credencial de Otto, todas sus objeciones de llevarlo a Sijha carecieron de fuerza ante la tarjeta marcada con el ADN del Primario Dobom. Informó a los controladores de la pista y revisó los instrumentos del cockpit. La nave contaba con fuselaje aerodinámico para atmósferas, podía cargar hasta cincuenta pasajeros y poseía una suite para oficiales. Extrañamente,  y para su incomodidad, Otto decidió acompañarlo en la cabina.
—Bien, señor. Avistaremos el planeta de los moluscoides en menos de una hora. —comentó el piloto.
—Gracias.

Todos los planetas civilizados se caracterizan por los olores. Es algo que se nota mucho más en las astronaves. Nunca se puede evitar, los seres vivos despiden su propia mezcla de aromas. Obviamente, la química afecta del mismo modo a los órganos olfativos. El coronel Gunthar lo había experimentado en varias ocasiones, pero Sijha sería inolvidable, olía a descomposición. No como a un pantano, recordaba más a una habitación abandonada, llena de cosas podridas. La vegetación era violácea, casi rojiza, debido a la atmósfera y la enmarañada jungla que filtraba la luz. Los troncos de los árboles eran nudosos y plagados de hongos, alzando las copas a más de cien metros sobre el suelo, como un escudo natural. Por eso los Ramblucks querían tapar el sol, su enemigo eterno. Ante él, se abría un claro cubierto de líquenes, se cuidaría de no resbalar, no contaba con la ventosa adherente de los Ramblucks. El piloto que lo había traído, mostró hastío cuando Otto le informó que debía esperarlo hasta que terminase su labor.
—¿Tardará mucho, señor? —se atrevió a decir el navegante.
—No lo sé, soldado. No me gusta alentar falsas esperanzas. —le aseguró el agente dobo sin alegría.

Avanzó por un sendero cubierto de fungosidades, cada vez que elevaba un pie, las botas hacían un incómodo sonido de succión. La embajada de los Ramblucks era un edificio acampanado cuya textura recordaba al caparazón de un quelonio, él sabía bien lo que era, se trataba de Igostreg, un alga trepadora de Sijha que al morir adquiere dureza similar al acero, los sijhanos la habían domesticado para construir  viviendas. Los muros y los techos eran de igostreg.
Se paró en la entrada, una gran compuerta en forma de trapecio. Al cabo de un minuto se abrió permitiéndole el paso. Avanzó por pasillos, cuyas paredes rugosas e irregulares emitían un tenue resplandor rosado, imitando el crepúsculo del planeta. Se dejó guiar por la luz hasta otro portal, cuando las hojas de este se separaron, descubrió una sala oval con unas mesa curva donde lo esperaban cuatro Ramblucks. Eran ancianos, se dio cuenta, porque las espaldas estaban cubiertas por una delgada valva.
Los traductores sijhanos se activaron. Escondidos entre los pliegues de las paredes atisbaban guardias con las armas listas, apuntándole.
Eso me resulta familiar, pensó Otto.
—Recibimos su comunicado, Coronel Gunthar —comenzó uno de los moluscoides—. El asesinato de uno de nuestros Ramblucks en su estación espacial anulará todos los acuerdos que hemos firmado con sus superiores.
—¿Asesinato? —Otto se daba cuenta del giro que pretendían dar los sijhanos a la situación—. Eso sería muy conveniente para los Ramblucks, ahora que la parte más difícil de la construcción de la Esfera Solar está terminada. Sólo tendrían que desplegar las velas colectoras entre los aros siderales. La materia prima les ha salido gratis y la asistencia técnica, también. Debe demostrarse que la muerte de su rambluck fue provocada.
—Usted nos ha estudiado, es el único que ha solicitado acceso a nuestros archivos culturales. No desconoce que fuera de nuestro planeta tomamos todas las precauciones de seguridad —El lenguaje del ser era una mezcla de salivaciones y gorgoritos, contrastaba con la dulce voz del traductor—. El muerto llevaba su traje humectador con gelatina suavizante. Con el, nada puede haberle ocasionado la muerte.
—Ni usted ni yo, podemos asegurar eso, el cuerpo está en la morgue de la estación y sus leyes impiden que lo examinemos —Otto necesitaba ver al rambluck, asegurarse si se trataba realmente de un asesinato—. Dudó muchísimo en la teoría de un crimen.
—Nuestros expertos le facilitarán todas las pruebas.
—¿Eso no es un poco arbitrario? —prorrumpió Otto, cansado por la terquedad de los Ramblucks y la falta de un asiento. En Sijha no existían las sillas porque los moluscoides descansaban en su único tronco y pie motriz—. La ley del Régimen exige que haya delegados de ambas partes en un asunto de este tipo. Como representante del Primario Dobom, no aceptaré otra manera de proceder.
Los Ramblucks apagaron los traductores y dialogaron entre ellos. Otto contempló las burbujas que se formaban en las bocas mientras discutían. Transcurrieron veinte minutos antes de poner en funcionamientos los traductores, otra vez.
—Haremos una excepción en este caso —declaró el Rambluck—, permitiremos que asista a la autopsia junto a un oficial médico y un guardia.
—Yo también necesitaré de un asistente, quiero al AT de Fuerte Mahler conmigo. —Otto había estudiado a los Ramblucks, pero Karleb hacía años que lidiaba con ellos, su experiencia sería muy valiosa.
Esta vez demoraron media hora para ponerse de acuerdo. Gunthar sabía que aceptarían, a pesar de que sentían mucha antipatía hacia el AT dobo. Se preguntó como reaccionarían cuando les lanzara la pregunta que había reservado para el final. Cuando asintieron, otorgándole lo que pedía, dijo:
—A propósito… ¿Qué saben sobre unos luxorianos trabajando por aquí?
Sus palabras provocaron racimos de burbujas.
—No son luxorianos, es un luxoriano. Un asesor técnico en arquitectura espacial —explicó el rambluck—. Necesitamos una segunda opinión.
—Entiendo —expresó Otto, adelantado el mentón—. Yo también necesito otra opinión al respecto, lo consultaré con el Primario Dobom y leeré otra vez las condiciones de nuestro acuerdo, tal vez pasamos algo por alto. El encuentro ha sido muy instructivo y agradezco que aceptaran recibirme.
—Respetaremos la ley, coronel.
—Hasta luego, señores. —Saludó Otto, haciendo sonar los tacos de sus botas.

El piloto de la nave, se alegró cuando lo vio salir del irregular edificio, no soportaba un segundo más al fungoso planeta. Partieron de regreso al Fuerte Mahler.

Apenas puso un pie a bordo de la estación, exigió la presencia del AT. Eligiendo la antesala de la morgue para el encuentro.
Había transcurrido un día entero en horas estándares, pero en todo ese tiempo, Karleb no había descansado, igual que él. El AT estaba desaliñado, cubierto en sudor y con un evidente mal humor.
—¿Al menos, consiguió calibrar ese aro? —preguntó Otto mientras sorbía un té y disfrutaba de un cómodo asiento.
—Por supuesto ¿Y usted, coronel? ¿Avanzó algo en su investigación?
—Me faltan unos detalles, por eso mandé llamarlo. ¿Se considera la máxima autoridad doba en esta parte de la galaxia? —Los ojos de Otto sostuvieron la mirada del AT.
August Karleb no era un hombre que gustará de los subterfugios, optó por ser sincero con aquel hombre sin importarle las consecuencias; estaban bien lejos del Alto Mando y se las había apañado solo desde que había llegado, años atrás.
—Claro que lo soy, a excepción de usted. Es un hecho que yo conozco esta estación mejor que nadie y a cada miembro del personal.
—Exacto, estoy completamente de acuerdo —acotó Otto con una extraña sonrisa—. Los sijhanos opinan que asesinamos a uno de los suyos, quieren cancelar los acuerdos y estoy seguro de que continuarán la construcción de la Esfera Solar, asistidos por la tecnología luxoriana.
—¡Babosas traicioneras! —Gruñó Karleb—. Están aprovechándose de un accidente.
—¿Por qué está tan seguro? ¿Descarta un asesinato?
—Conozco a mi gente, señor. No les caen en gracia los moluscoides, pero no los veo capaces de matar a un supervisor… es difícil hacerles daño con esos trajes voluminosos que usan.
—¿Vio el cadáver?
—No, estaba fuera, en los aros. Pude revisar las grabaciones del traslado hasta la morgue para seres no humanos —adelantándose a la siguiente pregunta de Otto, aclaró—: No tenemos cámaras en los pasillos del generador, la radiación las hace inútiles.
—Radiación, quizás eso provocó la muerte del moluscoide. —Sería una simple explicación que resolvería el asunto, pensó.
—Puede ser, pero no es nociva para alguien que sólo estuvo diez minutos en ese lugar. Ellos tiene libertad para meterse donde quieran, está en el tratado. No es posible acompañarlos a todos los lugares que escogen caprichosamente.
—August —dijo Otto, bajando el tono de voz a ser casi inaudible—, necesito inspeccionar el cadáver, antes de que arriben los sijhanos.
—Eso violaría…
—No necesita recordármelo. ¿Puede hacerse? No debe quedar ninguna prueba y no contamos con tiempo, tal vez estén abordando en este momento.

El AT se ocupó personalmente de reemplazar las grabaciones de la morgue que los mostraban ingresando a la cámara  mortuoria dispuesta para el sijhano. No fue sencillo cambiar los datos de grabación que se retransmitían en tiempo real a la computadora central de la estación y luego se copiaban para enviar por hiperonda al Alto Mando. Tampoco retrasar el abordaje de astronaves llegadas de Sijha sin parecer sospechosos. Los empleados de control de tráfico le aseguraron que conocían miles de excusas y que no era la primera vez que las usaban.

Otto Gunthar y August Karleb se encontraron, enfundados en sus trajes anti contaminación, frente al cuerpo inerte del sijhano. Pensaban en las muertes de los trabajadores en la Esfera, la desaparición de los envíos, la presencia de los luxorianos y las intrigas de los Ramblucks. Mucho dependía de lo que descubriesen en ese cadáver.
Estaba muerto, era obvio. Llevaba el traje puesto, pero este estaba desinflado como si el líquido gelatinoso hubiese escapado. Los largos brazos colgaban a los lados de la camilla.
—¿Es normal que el liquido desaparezca? —dijo Otto.
—Nunca vi uno de estos muertos. Supongo que se secan, como las babosas. Ya lleva tres días así.
—Sí, sus congéneres han demorado bastante para traer a los expertos. Tal vez, quieran que desaparezcan evidencias de una muerte natural —conjeturó el coronel. Sospechaba cada vez más de la teoría de un crimen. Entonces descubrió algo perturbador: la manga del brazo izquierdo estaba rasgada, un corte de diez centímetros—. ¿Qué es esto?
Apartó las capas del traje con una pinza, la piel del rambluck en esa zona estaba más deteriorada que el resto, como carcomida. Karleb se aproximó a estudiarla, lucía como una quemadura, pero el resto del cuerpo estaba brotado, lleno de erupciones.
—¿Envenenado? —murmuró.
Gunthar le indicó que le permitiese mirar, apartándolo con un ademán. Tomó un analizador médico portátil y recorrió la zona expuesta. El AT expresó nervioso:
 —¿Qué opina usted del envenenamiento?
        Otto levantó la cabeza antes de responder.
        —Me esfuerzo por no pensar en ello. Últimamente han ocurrido demasiadas cosas horrendas. Quizá no fuese veneno.
—Lo era —dijo Karleb.
—¡Explíquese! —dijo el coronel irguiéndose.
—No aquí, señor. Debemos sellar este lugar para los moluscoides.

Volvieron a la antesala. El AT se encargó de clausurar la entrada a esa sección, negando el acceso a cualquier tarjeta que no fuera la suya  o la del coronel Gunthar.
—Bien, lo escucho, August. —dijo.
—Ya vi heridas como esa, antes —comenzó Karleb—. Fue en mi única visita al planeta Sijha. Ocurrió cuando les enseñaba a operar los tractores, un técnico moluscoide se acercó curioso. Allí en su planeta no usan los voluminosos trajes, yo estaba sudando, como siempre que trabajo. De repente, vi al sijhano retorcerse. Cayó exudando una enorme cantidad de baba. En seguida llegaron otros y lo cubrieron de mantas húmedas —Karleb se mordió el labio inferior mientras recordaba—. La demostración se interrumpió y me detuvieron en una celda durante una hora. Me interrogaron hasta que se convencieron de mi inocencia, pero no me explicaron nada de lo que había ocurrido. Así que investigué por mi cuenta —se miró las manos callosas—; es el sodio en nuestro organismo, los quema como ácido, pero también tenemos una proporción ínfima de molibdeno que combinada con la piel de los caracoles se transforma en veneno. Si no son atendidos de inmediato, es mortal. Todo el personal de esta estación conoce ese incidente.
—Alguien tuvo contacto físico con el rambluck, alguien lo mató, Karleb.
—¡Maldita sea! —Exclamó con frustración el AT —. Llamaré al operario que lo encontró, es nuestro único sospechoso.

Anna Doberer era quien había hallado al sijhano, era una chica con excelentes calificaciones, la oficial técnica más joven de la estación, de apenas dieciocho años.
Se mantenía en posición de firme mirando al frente, su corto cabello rubio no disminuía su belleza juvenil y no tenía el tipo de una asesina.
—Entonces encontró al moluscoide caído a un lado del pasillo —dijo en voz alta, Otto, leyendo el informe de la muchacha que tenía en las manos—, pero no encontró signos vitales. ¿Qué sabe de morfología sijhana?
—Respiran oxigeno, señor, tienen pulmones y corazón. No había señales de vida en ese ser, señor.
—¿Lo tocó?
—En ningún momento, señor.
—¿Se da cuenta de que si encontramos rastros de su ADN en la criatura, puede sometérsele a una corte marcial?
—Hallará mi ADN en el traje, señor, porqué arrastré el cuerpo fuera del pasaje del generador. —la chica trató de mantener la compostura, pero algo de color había desaparecido de su rostro.
Karleb intervino, estaba convencido de la inocencia de la joven.
—¿Qué hacía ahí, oficial? No es su área de trabajo.
La pregunta puso muy nerviosa a Anna, los ojos brillaron cuando dijo:
—Quería ver el generador de la estación, era mi hora de descanso.
—¿Sin autorización? —dijo Otto.
—Estaba autorizada, señor, pero era extra oficial. Consideré que no era nada peligroso… entonces vi al sijhano… —balbuceó la chica.
—¿Quién la autorizó?
—El jefe de estructuras, el teniente Guillett.
Ordenaron el arresto de la chica, para mantenerla aislada y convocaron a Guillett. El técnico era un enemigo de los Ramblucks, los odiaba por muchas razones: Se negaban a colaborar y los robaban, pero también los culpaba por la muerte de su prometida, una de las espacionautas perdida ese año. Era un hombre robusto, acostumbrado a usar su fuerza para resolver los problemas. Se mantuvo de pie durante todo el interrogatorio.
Karleb lo conocía desde los comienzos de la construcción y lo había acompañado en los peores momentos, no podía entender la situación.
—Cuéntanos todo, Guillett —ordenó el AT—, el tiempo es muy escaso.
—Fue un accidente, lo juro —dijo Guillett secamente—. Me cruce con el caracol, estaba haciendo mi revisión diaria. De pronto, lo vi estremecerse. Cayó sobre mí. Esos monstruos pesan entre cien y ciento veinte kilos, no soy muy alto y sólo atiné a tomarlo del brazo, pero estaba descubierto. Apenas lo rocé, comenzó a lanzar baba espumosa, un asco. Me aparte y lo contemplé sufriendo. Sus estertores eran mudos, al tiempo que se revolvía sobre sí mismo para detenerse después. Supongo que murió en ese momento, todo fue muy rápido.
—Entonces decidió enviar a una chica inocente para que pagara por su error. —el tono de Otto contenía su furia.
—Sabía que nunca la culparían. Anna es un ángel, en cambio a mi, todos me conocen. Aunque no era mi intención hacerle daño a ese caracol, ahí estaba, muerto. Nadie creería en mi inocencia, pero le juro que no lo mate. No sé como se rasgó su traje… No pude impedir tocarlo. Como le dije, se abalanzó encima mío.
—Queda arrestado, Guillett. Bajo sospecha de asesinato. —dijo Otto Gunthar con una expresión de cansancio muy acentuada. Los guardias se llevaron al jefe de estructuras, dejándolo a solas con Karleb.
—Creo que dice la verdad, coronel —le dijo este—. Fue un maldito accidente, pero supongo que los sijhanos nunca lo creerán.
—No importa lo que crean —declaró Otto, sorprendiendo al AT de Sijha—. No podemos perder a una oficial prometedora y a un jefe de estructuras con mala suerte. Sin mencionar que nuestro acuerdo con los Ramblucks es demasiado valioso para el Régimen, tengo una idea que puede resolver el asunto.

El experto médico y el guardia sijhano, abordaron veinte minutos después. Parcos y directos, ignorando todas las atenciones que les dirigían.
Cuando llegaron a la morgue, se encontraron con una desgraciada sorpresa: el cuerpo de su congénere había desaparecido, devorado por bacterias en los líquidos conservantes, no había quedado nada. El coronel Otto Gunthar se deshizo en explicaciones y disculpas.
—Son muchas las especies galácticas que tenemos registradas, de la mayoría desconocemos la morfología —dijo—. No sé como se cruzó esta información. Teníamos entendido que los Ramblucks se conservaban en ambientes regulares para las especies de este Sector, como los gusanos de silicio, o los crustáceos calcáreos de Yumix. No quisimos intervenir hasta hoy, si hubiesen llegado medio día antes, tendrían el cuerpo intacto.
—Esto cancela cualquier acuerdo con ustedes. —exclamó el médico a través del traductor de su traje.
—¿Por qué? ¿Por una muerte natural? Estamos seguros de que a ese rambluck le fallo el corazón, es el peligro de aventurarse al espacio sin entrenamiento físico.
—Ustedes lo mataron.
—¿Tiene pruebas, doctor? No consentiré otra acusación de su parte sin pruebas.
El sijhano calló, no actuaba como un médico, parecía un oficial político médico.
—Entiendo su pesar —continuó Otto—, no hay forma de compensar una pérdida como esta, pero podemos facilitarles una nueva defensa al Sistema Sijha —el Primario Dobom le había dado la idea, durante una breve conversación hiperonda, necesitan proteger su futura base de abastecimiento—. Digamos que cuatro Cañones interplanetarios Núcleo, en la quinta órbita, podrían calmar los ánimos.
—Es un arma prohibida, coronel. —comentó el rambluck.
—Por las convenciones actuales, pero eso cambiará. ¿Qué dice?
—Hace tiempo que pensamos en una defensa para el Sistema, la aceptamos con gusto. —Los sijhanos les dieron la espalda dispuestos a retirarse.
—Ah, doctor… —les dijo Otto cuando cruzaban la salida—. No es necesario que lo ayuden los luxorianos.
—No —dijo el rambluck sin volverse—, eso pertenece al pasado.

El AT de Sijha, August Karleb, declaró el día libre en la estación. Se organizaron fiestas y el ánimo mejoró.
Se reunió a cenar con Otto para brindar por el éxito de los tratados. La comida fue del gusto de ambos, pero el coronel se negó a festejar antes de mostrarle algo a Karleb.
Apartando el plato y las copas que tenía en frente, colocó su computador portátil. — Como sabrá, he solicitado el acceso a los correos hiperonda de todos los miembros de la base. Obtuve un hallazgo muy interesante, que deseo compartir con usted —explicó Otto misteriosamente—. Es curioso, no he visto caracteres luxorianos más que en el Alto Mando, durante mis entrevistas con el Primario Dobom y de improviso los encuentro en dos correos codificados de uno de nuestros operarios, aquí, en Fuerte Mahler.
El AT apartó su comida.
—¿Adivina quién recibió estos mensajes? —Preguntó Otto.
—Dígalo de una vez.
—Nuestro querido Jefe de Estructuras Guillett.
—Ese traidor… Entonces es el asesino, un espía contratado por los luxorianos, los Ramblucks tenían razón.
—Eso no es relevante, ahora —aclaró Otto con tono cordial, sabía que no era agradable descubrir un traidor entre la gente de confianza, por eso había decidido decírselo personalmente—. ¿Qué quiere hacer con Guillett?
—Que la ley del Régimen se encargue de él —dijo Karleb después de pensarlo, la traición era uno de los crímenes más despreciados en el Régimen. Era mejor dedicarse a las personas que crearían el futuro—, estaré muy ocupado, enseñándole el oficio a esa niña, Anna Doberer.
Sonrieron alzando las copas y brindaron por ello.



CARPERMC@Gmail.com













lunes, 20 de mayo de 2013

El Monstruo - M. C. Carper - Ciencia Ficción


El Monstruo ha sido un cuento con mucha suerte que ya ha sido publicado en tres sitios diferentes con versiones distintas. Hasta fue usado en un especial sobre la discriminación.  La última publicación fue en la revista Axxón donde por sugerencia de los editores se realizaron algunos cambios. Me gustó mucho esa versión. Tiempo después cuando leía el cuento original, encontré que me resultaba igual de efectivo. Por eso presento la versión original del cuento. Se puede leer el publicado en Axxón aquí.

El Monstruo
M. C. Carper





Con la mano tensa apretando el picaporte. Los nudillos blancos  y la frente transpirada. Tomás se armó de valor para salir.  Esperaba que la calle estuviese vacía. Pero siempre había algún vecino, algún turista.
 Sacó el pequeño espejo del bolsillo para cerciorarse por enésima vez, pero el maquillaje no podía disimular su apariencia, nada ocultaba esos kilos acumulados. La tintura era una bendición, aunque la frente estaba ganando terreno y ser calvo era tan detestable como tener canas.
Tomando aire abrió, la luz del sol alegró su espíritu por unos segundos hasta que las miradas horrorizadas de los primeros transeúntes empañaron su regocijo;  a veces usaba una capa con capucha, pero se sentía muy estúpido.
Lo había intentado todo; el cielo era testigo de sus esfuerzos.
Ignoró como pudo las exclamaciones de las personas que se cruzaban en su camino. Verlos apartarse con expresiones de asco, tampoco fue una sorpresa. Creía que con los años terminaría acostumbrándose. ¡Qué iluso y optimista había sido!
No les prestó más atención y continuó, a paso lento por la vereda. Ya casi llegaba a la esquina. Esa donde estaba el cartel enorme con la chica en ropa interior. ¡La modelo! ¡La de cuerpo perfecto!

La civilización había logrado hacer realidad las aspiraciones básicas de los seres humanos. La escasez de alimentos era un recuerdo, la guerra no era otra cosa que un conjunto de fechas y nombres que se memorizaban  en los exámenes escolares. Claro, las escuelas, esos sitios llenos de aulas, maestros y alumnos, desaparecieron para ser reemplazados por los cursos vía internet. Los habitantes del planeta no socializaban como en la era pre informática;  para Tomás eso era lo único bueno que tenía la sociedad en que vivía.
El Control Natal llegó de la mano de la fertilización artificial, muy pocos excéntricos preferían la vieja usanza del sexo crudo. Un hábito que se consideraba asqueroso. Menos aún eran las mujeres que elegían la gestación natural, para eso estaban las incubadoras o los úteros substitutos que cuidaban robots pediatras. Todo riesgo de un cuerpo deformado por la maternidad era cosa del pasado.  Los niños nacían perfectos, previniendo aspectos indeseables, antes de la concepción. Los conocimientos en genética, anulaban cualquier posible anomalía.
Y las diferencias eran anécdotas del siglo pasado.
Todos parecían copias: los mismos cuerpos estilizados, idénticas sonrisas. Cabellos dorados y ojos azules perfectos. La mayoría de las personas prefería la pigmentación del bronceado caucásico; en África, casi no se encontraba gente con rasgos autóctonos, pero siempre cambiaban las tendencias, Tomás soñaba a escondidas que la moda volviese a los tiempos de Goya.
A pesar de este control sobre los prenatos, los individuos no habían conseguido erradicar la vejez, aunque tenían una forma de conservar la apariencia con la magia de las cirugías estéticas.
Nadie aparentaba más de treinta años y muchos preferían lucir  un aspecto inalterable de diecisiete años toda la vida.
La tendencia había comenzado cincuenta años antes, durante los días de la gran agorafobia, una costumbre que generó el uso permanente de internet. Al principio fue la corrección digital de arrugas y signos de vejez, la gente tomaba como modelos a actores y conductores de los medios, con mayor producción en la imagen. Ser delgado fue la aspiración del humano común y no serlo fue el suplicio del resto. Comenzaron a proliferar los gimnasios, sin embargo demandaban mucho tiempo, dedicación y dinero. Las tortuosas dietas y la gran variedad de laxantes fueron una solución aceptable para algunos, aunque no permitían que uno se descuidase. Los casos del efecto “rebote” cuando se suspendía la medicación eran muy difundidos en las redes sociales, abundantes de videos caseros.
Se argumentaba que los alimentos contenían hormonas u otro tipo de sustancias que hacían robustecer, Tomás reía con amargura ante esta teoría, pensaba que hacer engordar a las aves y a los mamíferos que se convertían en alimento era tan aberrante como el desprecio que la sociedad le demostraba a él día a día.
 El presidente de “Delgadez es Salud”, el nuevo centro estético, había declarado a los medios que el ser humano normal no podía excederse de cuarenta y dos kilos. Bastaba con mirar a la chica en ropa interior del cartel y un poco más abajo, en letras enormes, el logo de “Delgadez es Salud” parpadeando con luces de neón.
 Tomás pesaba setenta kilos. Sus padres lo habían concebido a la antigua, a través de una relación sexual. Todo pareció marchar bien, hasta que la diferencia comenzó a notarse. Fue en su décimo cumpleaños, todos los niños vecinos le llevaban una cabeza, incluso las niñas eran más altas. Para peor, no había heredado los hermosos ojos verdes de los padres. Ahí estaba el vergonzoso gen del abuelo Martín con sus odiosos ojos cafés.
No tuvieron mejor idea que ocultarlo en la casa y practicarle cirugías estéticas antes de que la sociedad lo descubriese. El encierro y la frustración de sus padres torturaron a Tomás desde niño, no sabía que pasaba, todo indicaba que era por su culpa,  la desgracia se abatió aún más sobre la familia cuando se enteraron que el organismo de Tomás reaccionaba muy mal a las intervenciones. No aceptaba ni siquiera la anestesia. Gastaron fortunas en tratamientos hasta que los mismos médicos se dieron por vencidos. Regresaron con el niño a la casa, ocultándolo con una capucha; fue la primera vez que se cubría con una y le dio cierto alivio. Adoraba poder mirar las caras de sus padres a través de la tela, sin que la expresión les cambiase.
Pero el trato cariñoso y las palabras amables de todos los días desaparecieron, antes de aceptar la vergüenza, descargaron su infortunio culpándolo de todo: De no poder recibir visitas, de tener prohibido los paseos dominicales y de ser considerados los creadores de una aberración.
Lo encerraron en el sótano. Dejaron de pagar la escuela y cortaron su conexión a internet. Una vez al día, un robot le llevaba comida. Había pasado de ser un niño amado a ser un inválido, una persona que no tenía la perfección genética prenatal. Uno de los desechados, esos individuos considerados de clase inferior, destinados a tareas de servidumbre: mozos, cocineros, mayordomos y cadetes. En otra época podrían aspirar a ser vigilantes o barrenderos, pero ya no existían los crímenes, el gen de la ira estaba anulado y la limpieza la realizaban máquinas.
 A los catorce años, Tomás huyó.

Deambuló por muchos lugares, pero ningún sitio aceptaba a un chico como él. Ni siquiera los desposeídos lo veían con buenos ojos. Se burlaron, tildándolo de monstruo. Un epíteto al que terminó por acostumbrarse.
Desesperanzado y sin voluntad para continuar llegó a las ruinas de una parroquia. Un solitario anciano le dio de comer. Mientras servía la mesa, le contó sobre una costumbre antigua llamada religión, hablaba de igualdad y amor, pero pronto lo aburrió. Tomás descubrió que no era muy diferente en reglas y conceptos a Delgadez es Salud, pero aquel hombre no lo había rechazado.
 El viejo tenía una conexión a internet que pudo utilizar. Además conocía muchos trucos para burlar los programas de seguridad de los docentes, quería que Tomás se educase y consiguiese un titulo. Con una identidad falsa, el chico ingresó a los programas de educación de la red. Se especializó en Ciencias Económicas y Matemáticas. Su intelecto era elogiado en el anonimato de los correos electrónicos. En esos años fue feliz, mientras se mantenía oculto dentro de la casa.
Al tiempo que estudiaba, consiguió ser columnista en una publicación del ámbito bursátil. Asesoró a muchos inversores que llenaron su cuenta bancaria con suculentas comisiones.  Muchos le ofrecieron trabajos y firmó varios contratos. Cuando los clientes se enteraron de su aspecto ya era muy tarde para volver atrás y anular los papeles firmados.  De cualquier modo, en los negocios las ganancias son lo más importante.
Disfrutó de esta pequeña fama, ocultándose entre cuatro paredes durante mucho tiempo. Cuando el anciano falleció, le dejó el terreno en ruinas y la casa a su nombre. Tomás construyó una bella vivienda y evadiendo los controles del Medio Ambiente, se consiguió compañía: un autentico gato de Bombay. El animal no se molestó por su barriga, ni por sus arrugas. Sólo le retribuyó cariño, recostándose a su lado cuando estaba triste o jugando con sus dedos sin otro interés que divertirse. Además era muy buen compañero, no había día que no se levantara a saludarlo al verlo despertar y anduviese por donde anduviese por la casa, ahí lo seguía el felino. Por si algo pudiera ofrecérsele.
Pero había días en que necesitaba sentir el sol en el rostro, visitar las plazas y contemplar obras de arte como el resto de la humanidad. Caminaba muchas cuadras hasta el Museo de Bellas Artes, pagando sobornos a los encargados, entraba fuera de los horarios de visitas. Le fascinaban muchos pintores, pero amaba la estética de Goya. Podía pasar horas contemplando aquellos cuerpos abundantes que el artista, y seguro sus contemporáneos, consideraban bellos.
Ese día, como todos los meses, estaba en la calle para buscar los medicamentos de su cobertura social. Ninguno de los empleados de la farmacia quería hacer la entrega en la casa del monstruo. De camino, aprovechaba la oportunidad para pasar por frente al museo.
Aunque conocían su existencia, era inevitable que todos los transeúntes lanzaran exclamaciones como si lo vieran por primera vez. A veces, por bromear, simulaba una pronunciada renguera. Reía viendo a la gente alzar a sus hijos en brazos, murmurando maldiciones.
En la farmacia lo atendieron como siempre: desde una ventanilla enrejada, tomando su tarjeta de crédito con manos protegidas en guantes desechables.

El camino de regreso fue lento, la decepción lo ganaba otra vez con un nudo en la garganta. Ya no tuvo energía para transitar por la avenida principal. Usó un atajo, atravesando la zona frondosa del parque. Era mediodía y casi nadie andaba por ahí a esas horas. Pensaba en su gato cuando oyó un llanto apagado, el gemido de un chiquillo. Provenía del otro lado de una pared de ligustrinas, no tenía una buena visibilidad. Pero podía oír a una pareja discutiendo sin atender el lloriqueo del niño.
Tomás dio un rodeo para ver mejor. Sobre un banco solitario de la vereda había un chico de diez años, ocultaba el rostro en dos puños apretados. Tomás no tuvo dificultad para saber que le pasaba, la curva de su abdomen era reveladora. La pareja discutía a unos metros de distancia.
—No estoy segura, Víctor —decía ella—. Es muy pequeño.
—Es el destino, Analía. Todos nuestros amigos lo aprueban y lo entienden. —replicó el hombre.
Ambos vieron a Tomás y se detuvieron. El niño seguía llorando. Entonces el hombre llamado Víctor tomó con fuerza el brazo de su mujer.
—Nada más podemos hacer. —farfulló.
— ¿Qué es lo que van a hacer? —rugió Tomás. Su profunda voz estremeció a la pareja.
—No podemos criarlo —protestó Víctor girando para alejarse—. ¡Mírelo! ¡Es un monstruo!
—¿Cómo yo? —sonrió Tomás, los padres retrocedieron dos pasos. El hombre de setenta kilos acarició la cabeza del pequeño. Se miraron, el niño tenía unos enormes ojos cafés.
— ¿Lo cuidará? —Preguntó la mujer mordiéndose el labio—. Se llama Matías.
—Vaya tranquila, señora. —dijo el monstruo.
— ¿Podrá perdonarnos? —dijo la mujer de cuarenta kilos, estilizada como una espiga.
Tomás no tenía respuesta para esa pregunta. Dándoles la espalda tomó al niño en sus brazos y continuó hacia la casa. Mientras caminaba lo arrulló contándole sobre un gatito cariñoso y un maravilloso pintor llamado Goya.


© M. C. Carper

sábado, 11 de mayo de 2013

Incursión en Aguand - Cuento de ciencia ficción - M.C. Carper


Santiago Oviedo es el editor de NM. También es un buen amigo. La primera vez que fui a una tertulia de Ciencia ficción en Buenos Aires lo hice sin conocer a nadie entre los reunidos. Había rostros que correspondían a nombres de escritores y editores más o menos famosos en revistas como Axxón o Alfa Eridiani. Santiago, al verme un poco aislado, no dudó en acercarse y preguntarme a que me dedicaba. Invitó unas cervezas y el diálogo fluyó.
Años después tomó las riendas de una nueva época para una revista de CF llamada Nuevo Mundo. En esta resurrección su nombre era simplemente NM. El primer cuento que envié para Santiago fue Incursión en Aguand. No estaba seguro si era el tipo de relato que él prefería, había apenas un número de NM publicado por lo que me era imposible saber la dirección que tomaría la revista. Santiago lo aceptó después de unas correcciones aquí y allá. Este cuento que trata sobre un espacionauta perdido en un mundo cubierto de océanos.

Incursión en Aguand
M.C. Carper



Observé como el hipertransmisor se alejaba hacia el firmamento, no era más que una esfera con un dispositivo antigrav y un par de células lógicas. En breve, abandonaría la órbita sin dejar de transmitir la señal de auxilio. La hiperonda, esa maravilla no hace mucho descubierta, atraería a mis colegas, pues me hallaba metido hasta el cuello en un grave problema.
Estaba en Aguand, un mundo océano que no era parte del Régimen, pero tampoco se había aliado a la Unión de Republicas del Núcleo. Nuestros espías descubrieron que una especie de manto protector rodeando al planeta, algo que causaba desperfectos en cualquier aparato que transpusiera la orbita sin autorización. Otra particularidad era que provocaba desaliento y pesadumbre en el personal. Para evitar eso, elaboraron drogas que contrarrestaban el efecto. No soy amigo de las pastillas ni los sueros experimentales, pero igual recibí mi dosis.
Tengo treinta años y un físico cultivado, por ello espero que mi nombre, Alven Rasmus, figuré entre los destacados exploradores del Régimen. Por desgracia, nuestro estilizado Salteador (la pequeña nave catapultada desde un hiperpuente) de los astilleros espaciales Ponoma no fue la excepción al ataque del Manto,  los desperfectos ocurrieron apenas entramos en órbita, estrellarnos en la superficie acuosa fue inevitable.
 Desde el bote inflable contemplé como se hundía mi nave, sin poder despegarle la vista. El morro se mantuvo a flote, dirigiendo su antena hacia el cielo, antes de sumergirse con los cadáveres de mis compañeros: Los dos técnicos y la alegre Lori, nuestra experta en xenología, poco nos importaban, a los otros y a mí, sus conocimientos en alienígenas; era su cuerpo, largo y delgado, una provocación con cada movimiento. El único tema era que debíamos compartirlo entre los tres, pero ella sabía manejar la situación y yo sentía una especie de vacío en el estómago. Algún resabio de mis ancestros primitivos; el macho de la tribu reclamando la posesión de las hembras en condiciones de gestación. Hablé con ella de ir juntos a Angra, el mundo paraíso, para asolearnos en sus playas, pero ahora nunca podríamos hacerlo.
¡Qué va! ¡Ellos están  muertos y yo lo estaré también si no vienen a rescatarme!, pensé.
El azul de las alturas oscurecía el mar interminable en los cuatro puntos cardinales con la estrella G Dos en su apogeo.
Mientras el movimiento del agua mecía mi pequeño bote de supervivencia, comprobé los elementos que podían serme útiles: luces, un arpón gravítico, un pequeño horno de fusión (para cocinar pescado), cuchillo, balizas, termómetro, cinturón de lastre, chaleco compensador de flotabilidad y el traje de inmersión isotérmico,  en realidad lo único importante, en el estaba contenido todo lo anterior, pero en menor cantidad.
 Era el ingenio destinado a la conquista de Aguand, había sido sometido a numerosas pruebas y ahora lo usaría en este mundo océano. Si tenía éxito, sería adaptado para la milicia espacial: El Régimenkorps. Océanokorps no sonaba mal. El traje tenia el dispositivo para absorber el aire disuelto en el agua. Según la ley de absorción de gases en los líquidos, la cantidad de gas es proporcional a la presión en el líquido. Con una fuerza centrifuga haría girar el liquido generando menor presión y expulsando el aire hacia los tanques recargables. Las baterías de litio encargadas de ello, estaban óptimas. Así que tenía suficiente tiempo para sumergirme e investigar el secreto del manto protector del planeta. El único dato que tenía era una impresión por el rabillo del ojo en el panel de instrumentos.
¡Un segundo antes del incidente!
La onda que alcanzó a la espacionave había partido del fondo del océano, a menos de un kilómetro de allí. Si descubría de qué se trataba, recibiría una condecoración del mismo Graff Ajhab, nuestro más condecorado mariscal de Campo Estelar. Es una suerte que el Régimen profese el Seleccionismo para alentar las aptitudes naturales en los jóvenes, originando una sociedad mejor. Más propicia que la antigua Monarquía Genética, donde elegían a los líderes basándose en ADN con mayores condiciones para la genialidad. Hoy, nadie se acuerda de ellos.
Colocarme el traje no fue tarea sencilla, esos prototipos estaban pensados para su funcionalidad, no para la comodidad. En la cintura y a la altura de los tobillos tenían instaladas unas miniturbinas como propulsores. Fueron necesarios cuatro meses de entrenamiento para aprender a desplazarme con ellas. Me ajusté el casco inteligente, en el había suficientes herramientas para cualquier tipo de emergencias. Todo controlado por una computadora CS Cuarenta de la Fixer Instrumentos. Con sólo oprimir un botón en la muñequera de mi antebrazo, podía inocularme la medicina necesaria. Disponía de antihistamínicos para una mejor compensación de los oídos, si sufría presiones en la cavidad timpática. También Bloqueantes de Calcio para relajar los vasos sanguíneos. Inhibidores ACE para la enzima conversora de la angiotensina y dos ampollas de glicerina procesada. Si mis signos vitales comenzaban a disminuir, el casco inteligente, inyectaría la sustancia en mi organismo provocando un letargo semejante a la hibernación. Podía esperar un par de años dentro del traje para que me hallaran y así resucitarme, los espacionautas lo utilizan hace tiempo.
¡Listo! Había cerrado el último precinto, se siente uno protegido dentro de ese armatoste. Palpé mi pistola máser, una Pixie de doce mil calendas por ráfaga, y salté hacia el líquido elemento.
Zambullirme fue natural, después de un par de caminatas espaciales, ingresar en un medio diferente se hace más fácil. Me dejé hundir, el sonar no percibía actividad hostil.
Un cardumen pasó a través mío; criaturas de plata, pequeñas y escurridizas. Mi cuerpo reaccionó bien, no sentí nauseas o mareos. Resolví un par de ecuaciones mentalmente para asegurarme de que no estaba sufriendo narcosis de las profundidades, pero aún faltaba mucho, apenas comenzaba a disminuir la visibilidad.
Los rayos solares de Aguand penetraban el agua límpida del océano. Me hallaba muy lejos de la plataforma continental del único arrecife de ese mundo, allí se erigen las ciudades de los aguandeses. Los machos, llamados Balliam, son robustos de fuertes brazos, pero con la mitad del cuerpo parecida a un manatí. En cambio, las féminas, las algunsas, son antropomorfas. Los escasos viajeros que han logrado verlas dicen que embelezan con sus sensuales cuerpos. Por supuesto, la química es incompatible, pero conozco a muchos para los que eso no es ningún impedimento. Es poco probable que me tope con ellas, mi objetivo son las fosas abisales.
 Cuando la oscuridad comenzó a envolverme, activé los faros del casco. Di un vistazo al profundímetro: Doscientos metros. Las fibras entrelazadas de plastiamianto, elaboradas en las minas de Quarzo C, de mi traje, ignoraron la presión.
Encendí las miniturbinas, colocando mi cuerpo lo más hidrodinámico posible y avancé. No conseguí ver el lecho marino, hasta transcurridos veinte minutos. Cambié mi postura e hice unas cuantas cabriolas, era la última revisión de mis condiciones físicas. Ya había sentido el PLOC en mis oídos, así que podía considerarme adaptado al medio. Apagué los motorcitos y permití a mis botas afirmarse en el fondo. Esperaba hallar una extensión de arena pero, a pesar de la oscuridad reinante, había algas. Escarbé con mi cuchillo para estudiarlas. Tenían unos filamentos luminosos, alguna especie de mezcla química que provocaba una luminiscencia azulina. Veinte pasos después, descubrí una colonia de corales, su color variaba en diversos tonos violáceos; debo admitir que aquel lugar me encantaba.
Desde la caída de la nave, no había encontrado otra cosa, aparte de colores y serenidad, pero no podía dejarme engañar. Para que eso funcionase, tenía que existir algún depredador. Es así en todos los planetas, la xenóloga lo repetía a menudo. No examiné los corales. En una ocasión, fui atacado por una alimaña ponzoñosa oculta en formaciones coralinas. El recuerdo me hizo sentir comezón en un lugar que no podía rascarme. Continué unos cien metros para contemplar una ladera de arena hundiéndose en la negrura, allí la temperatura descendía. Tal vez una corriente de salinidad o un río submarino, pero no interesaba con mi traje.
Vi la arena era blanca y finísima antes de iniciar el descenso por la Fosa Abisal. Era comparable a los cráteres de Arcturo, llenos de taludes escabrosos cayendo a pico hacia valles planos como un campo de deportes, la diferencia era la escala. En Aguand, todo era cinco veces mayor. En aquel negro abismo, la vida se hacía presente cada tanto. Un par de pulpos con aletas, un solitario pez ciego parecido a un armadillo que estaba provisto con algo muy semejante a una caña de pescar y varios pepinos marinos luminosos.
Al alcanzar el terreno llano, avisté formaciones rocosas. Tenían la apariencia de haber sido carcomidas. No se trataba de erosión, pero no podía entender que había triturado de esa manera la roca. Quizás, supuse, eran restos de alguna manufactura aguandesa. Los reportes afirmaban que los nativos usaban aglomeraciones de un organismo unicelular llamado Nuuzba, como embarcaciones. Analicé aquella materia y comprobé que se trataba de algo orgánico. Toneladas de Nuuzba muerta, aunque no estaba seguro, podía quedar vida entre toda aquella cantidad de materia. Mi intención fue rodear la formación, pero no tuve otra opción que atravesarla o perdería un tiempo valioso. Recorrer un laberinto sin salida, hubiese sido menos agobiante; aunque no debía preocuparme, el señalizador me indicaba constantemente la posición donde, estimaba, se hallaba la fuente del manto protector del planeta. ¡Bendita sea la tecnología!
Abandoné aquellas paredes fósiles para encontrarme ante el arco de entrada de una caverna, el camino seguía esa dirección, podía ser el pasaje hacia una estación bélica de los aguandeses. Encendí la cámara del casco para mi reporte, el paseo no tendría el mismo encanto a partir de ahí. Cambié los objetivos para visión nocturna, no hallé señales de manufactura artificial, ningún sensor o cable. La cueva era muy irregular, plagada de vericuetos. Torcer en una u otra dirección era constante.
 A los cien metros, las paredes laterales se abrían dejando un espacio enorme. Allí presencié un espectáculo inefable: el cadáver de un cetáceo, una variedad de ballena gris. Doscientas toneladas de carne devorada por minúsculas criaturas emparentadas con los crustáceos, entre la arena y el cuerpo se arracimaban diminutos equinodermos. Era evidente que habría otro acceso para permitir que aquel animal llegase hasta allí a terminar sus días. Me alegré porque la idea del retorno a través de la Nuuzba, no me emocionaba para nada.
¡De repente, mi detector se volvió loco!
Algo se aproximaba a gran velocidad, era grande. Busqué un buen lugar para esconderme, resultó fácil encontrarlo. La pistola lo eliminaría de seguro, pero en el régimen nos instruyen sobre los desequilibrios ecológicos, matar a un ser civilizado y conciente de una especie que tiene miles de congéneres en la galaxia me es más fácil que eliminar una criatura inocente que cumple su rol en esta ecología, tal vez lograría amedrentarlo con el arpón. Me parapeté tras una roca mientras cargaba el arpón gravítico, activé el gatillo para cambiar la polaridad de la vaina que impulsaría el proyectil. En ese momento apareció una langosta de ocho metros de longitud, las enormes pinzas podían partir mi cuerpo sin esfuerzo. Era un Krak, con una decena de antenas en la cabeza para reemplazar la ausencia de ojos. El animal avanzó lentamente hacia mí, era posible que el arpón no fuese muy eficiente contra el crustáceo gigante después de todo. Maldije en silencio y opté por la Pixie de doce mil calendas. La criatura me había percibido sin duda, lo tenía a menos de diez metros; si le permitía aproximarse más, sus pinzas me atraparían y sería mi fin. Apunté y descargué un haz invisible de calor. El cuerpo anaranjado se tornó rosa y después blanco en el punto de impacto, la carne se deshacía provocándole una terrible y dolorosa herida. No quería matarlo, detestaba la idea, pero era él o yo. Por fortuna, la criatura reaccionó, se apartó alejándose en dirección a la entrada de la caverna.
 Salí de mi escondite para continuar la misión, estaba a pocos pasos del sitio que buscaba. Fue entonces que sentí un terrible malestar, una mezcla de desazón y apatía, algo muy semejante a un ataque de pánico. Tomé un calmante. Pero no sentí ninguna mejoría. Razoné que era el mismo síntoma que creaba el manto protector —estaba siendo atacado por los aguandeses—. Resistí con todas mis fuerzas. Ante cualquier ataque psíquico, la técnica más eficaz es ocupar la mente con algo. Un recuerdo, un problema matemático, son buenos elementos para contrarrestar ese tipo de influencias. Por supuesto, el truco sirve ante una telepatía leve como la que experimentaba, calculé mentalmente los periodos de rotación de los planetas de mi Sistema solar natal basándome en las distancias de las órbitas. Poco a poco, el malestar fue disminuyendo. Hacia delante, me atrajo un resplandor blanco. Pensé en un generador submarino, sin embargo encontré algo muy diferente. Se trataba de valvas con conchas luminosas, su fosforescencia encandilaba. Aquellas ostras eran gigantescas, entre cincuenta y ochenta metros de envergadura. Apenas las vi, sus carcajadas atronaron en mi mente, se reían sin pausa. La sensación era insoportable, aunque tenía la convicción de que no se burlaban, estaban alegres, tal vez me consideraban un juguete nuevo. `
Las risas se incrementaron, aturdiéndome y les pedí a gritos que se detuvieran. Rogué e imploré, pero no fui escuchado. Su capacidad psíquica podía lograr muchas cosas, si hasta defendían a todo el planeta.
He ahí, el secreto de Aguand: había otra raza inteligente en el océano, unas Valvas paranormales que lo protegían de cualquier intruso.
Caí de rodillas sin poder resistirme a su jocosidad. Luché para no desvanecerme, pero mi pelea estaba perdida desde el principio, sólo era un humano de treinta años enfrentado a unas criaturas poderosas que podían tener la edad del planeta Aguand. Mi casco se hundió en la blanda arena, intenté inyectarme una dosis para hibernar, pero me fue imposible moverme. Algo inutilizó mis baterías de litio y me quedé sin aire; antes de que mi corazón dejara de latir, perdí el conocimiento.

Pero no morí.
No lo entendí al principio, sólo tenía conciencia de toda la vida de Aguand latiendo como un solo corazón y a la vez dividida en millones de individuos, mi mente había sido absorbida por las valvas durante su sondeo. Descubrieron los planes de conquista del Régimen Dobo, toda chance de dejarme en libertad se esfumó. Pero ellos prefirieron no matarme, al menos en el sentido que ellos opinan sobre la vida —quién sabe donde estará mi cuerpo—, ya no importa.
Creo que el tiempo que pasé en la incertidumbre lo dedicaron a estudiar, conocer a través mío todo lo referente al Régimen, luego me preguntaron que deseaba. Traté de sonreír en pensamiento, pero aún tenía presente el recuerdo de las carcajadas mentales. Me explicaron que no sería difícil capacitar a mi mente para recrear un entorno a mi gusto, puesto que no podían liberarme. Estaba condenado a existir en el laberinto de sus impresiones psíquicas y no era una experiencia dolorosa, todo lo percibía como real: Olores, sabores, recuerdos…
Tenía la oportunidad de hacer lo que siempre soñé sin pagar por ello, bueno para todos los que me conocen estaré desaparecido, pero rodeado de un mundo virtual creado a medida para mí, no voy a extrañarlos mucho.
En fin, unas vacaciones eternas en el mundo paraíso de Angra, me harán soportable esta existencia.


viernes, 3 de mayo de 2013

Continum Pi - M.C. Carper - Cuento de CF



Uno de los personajes más interesantes de la Historieta Argentina es sin duda “El Eternauta”. Hacía tiempo que rondaba en mi mente una manera de reunir varios conceptos con la idea de un número infinito que se repite. Necesitaba un protagonista que tuviese tanta experiencia que la vida entera de una persona común fuese solo una partícula de sabiduría para él. Podía haber sido Gilgamesh, el inmortal de Olivera y Grassi, pero la primera y terminante opción fue el personaje de Hector G. Oesterheld. Empecé a escribir con el mayor respeto a la obra original. Mi principal preocupación estaba dirigida a no desvirtuar al personaje, a mantener la esencia de su autor. Hubiese sido muy fácil hacer una versión libre, cosa que detesto en tantas remakes, versiones y remasterizaciones de otras historias. Entonces volví a leer El Eternauta. Esta vez no dejándome llevar por la historia sino explorando la narración desde el punto de vista del guionista y ¡BUM! El Eternauta Segunda Parte contenía un montón de conceptos fatalistas y oscuros sobre la lucha y el sacrificio que no había notado antes. Además de coincidir con pensamientos muy actuales, podría decirse eternos. Continum Pi fue publicado en Axxón gracias a los redactores y en especial a Silvia Angiola. Bueno los dejo con el cuento.

Continum Pi
M.C. Carper


Juan Salvo apareció entre un segundo y otro en un lugar donde cualquier medida de tiempo era un disparate. Cuando su mente consiguió adaptarse, entendió que estaba de bruces en un terreno familiar, la tierra violácea perdiéndose en un hipotético horizonte no le dejó dudas
“Un Continum espacio temporal”
Se incorporó sobre las rodillas, entonces descubrió que llevaba la cabeza cubierta y la escafandra puesta, distinguió las manos enguantadas a través del visor. El olor de la tela engomada fue un consuelo, un resabio de aquella vida donde los colores eran más nítidos y la certeza de un futuro próspero era tan real…
Se trataba del mismo traje que había usado durante la invasión a la Tierra de mil novecientos sesenta y tres. Confeccionado por él mismo para moverse bajo la nevada mortal que aniquiló Buenos Aires.
Ahora, todo eso no significaba nada.
Aparecer con aquel traje puesto era algo que ocurría cuando alguien se desplaza por la Eternidad. A veces las realidades se confunden, la historia y el futuro son juguetes al capricho de las resonancias inimaginables de un Cronomaster en funcionamiento.
¡Maldita mierda de máquina, el Cronomaster!
Una alteración del cosmos, una aberración del universo, el producto de lo que suelen llamar inteligencia.
Juan Salvo estaba atrapado. Era, mejor dicho es, el Eternauta. El errabundo obligado a recorrer la Eternidad en medio de los ecos producidos por un Cronomaster. Sus ojos habían sido testigos de la ascensión y la caída de civilizaciones, del florecimiento y extinción de faunas y floras que desafiaban la imaginación. La vida se habría paso en los sitios más imprevistos, peleando para sobrevivir, adaptándose al calor, al frío o lo que sea y no siempre se hacía inteligente. Claro que después de caer en una decena de realidades para descubrir lo mismo, nada de eso tenía relevancia.
Se irguió y empezó a andar, las piernas respondieron a la perfección, sin ninguna sensación de cansancio, apenas un hormigueo en los pies. El cuerpo nunca recordaba dolor o agotamiento después de la transición. Se sentía como nuevo entre eternidad y eternidad. Bueno, con la desagradable excepción de su mente que podía recordar cada pena, humillación y muerte que había presenciado.
La muerte, esa curiosa válvula de equilibrio de la naturaleza. La razón de querer ser alguien mientras el tiempo se escabulle y alzándose como una roca negruzca, manchada y repugnante, la omnipresente Injusticia.
Suspiró, alejando ese tipo de pensamientos de su cabeza, para matar el hastío, arrastró los pies concentrado en el dibujo que se formaba en el suelo polvoriento. Continuó así por un rato, mirando sin ver las carcomidas formas de las piedras, un paisaje sin colores ni movimiento, muerto, pero que a la vez transmitía armonía. Respiraba paz.
Sonrió ante el pensamiento.
¿Respirar? ¡Cómo si el Eternauta necesitase oxigeno para vivir!
Vivir no, se corrigió, existir y con un brusco movimiento se quitó la escafandra con la máscara de goma para arrojarla lejos.
“Existir…”, repitió en pensamientos.
—Existes, amigo, eso es seguro. —dijo alguien en medio de aquella nada y no le sorprendió. Allí, a un costado, confundiéndose entre las rocas, estaba sentado un viejo. Era un “Mano”. Uno de aquellos sirvientes que los “Ellos” habían esclavizado por medio de una glándula de miedo. El miedo los hacía callar, los obligaba a cometer perversiones por completo opuestas a su filosofía. Pero si estaba en un Continum significaba que había logrado escapar de la siniestra esclavitud de los “Ellos”.
Juan contempló el rostro apergaminado, las protuberancias en las articulaciones. Solía encontrar este tipo de seres en los Continum. Buscó su mirada, pero los ojos eran invisibles en la sombra de las cuencas huesudas, cubiertas de arrugas imposibles de contar, como si apareciesen nuevas en cada vistazo.
—Hola, viejo —dijo el Eternauta—. Así que podés leer mis pensamientos.
—Leer no, escuchar —aclaró el anciano—. Este Continum tiene sus propias reglas.
Juan estuvo tentado de preguntar si estaba anclado ahí o en transito, pero se contuvo, sólo un iluso podía afirmar algo en la Eternidad y aquel viejo no tenía un pelo de tonto.
—Haces bien en pensar así, Juan Salvo, el Eternauta —sonrió el “Mano”—. La única certeza es el Espíritu Cósmico.
—¡Oh! —Fingió asombro Juan—. Ya oí eso antes —no estaba con ánimos de escuchar un discurso cursi, prefería información practica sobre aquel lugar—. ¿Dónde estamos, viejo?
—Este es el Continum Tres, catorce dieciséis…
—¿Pi? —de pronto aquello despertó su curiosidad. Con todo lo pasado seguía habiendo sorpresas—. ¿Por qué ese nombre?
—Pi —repitió el “Mano” alzando los hombros—, una sucesión fractal infinita de todo. El número clave de la creación.
El Eternauta se tomó el mentón analizando esas palabras. La frase se prestaba a diferentes interpretaciones, pero a la vez estaba llena de sentido. Cualquier cosa que recordaba podía ser una sucesión infinita de todo, como si los sucesos de una vida fueran desembocando en el mismo final en un embudo insaciable. Ante sus ojos desfilaron la ansiedad y la desesperación de tantas batallas. Cruentas campañas donde había participado sin ninguna posibilidad de elección más que defenderse de la esclavitud o la aniquilación.
Explosiones, toscos vehículos con orugas, gigantescos gurbos, repulsivos cascarudos convertidos en asesinos. Rayos mortales, zarpos salvajes y los “Ellos”.
El recuerdo dolía, en todos predominaba la muerte. Jóvenes sacrificándose. Soñadores que creían en la posibilidad de un cambio. Niños que habían oído sus palabras con ilusión en los ojos, llenos de euforia imaginando un mundo sin tiranía.
Todos muertos y desaparecidos de la memoria.
No podía olvidar la mirada de Germán, aquel insólito compañero que se vio arrastrado a seguirlo. Los ojos recriminándole por aquellas vidas truncadas. Al principio no compartió sus ideas. Luego se embarcó en su propio desafío, contra “Ellos” más sádicos y perversos. Esos usaban “Manos” y zarpos que tenían la apariencia de hermanos y vecinos. En esa aventura personal,  Germán repitió la misma historia con idéntico desenlace. Todos muertos.
“Pi”.
—Tus razonamientos están enturbiados por el dolor. —opinó el viejo.
—¿Hay otra manera de oponerse a los “Ellos”? —prorrumpió el Eternauta, exasperado por el comentario del “Mano”.
—Vos lo dijiste —replicó el anciano, esta vez pudo adivinarse un brillo en aquellos ojos en sombras—. Oponerse viene de “opuesto”. Hablas de los “Ellos”, lo que implica un “nosotros”. Ese tipo de definiciones siempre conducen a la violencia, la guerra y por ende a la muerte.
—La primera vez que oí sobre los “Ellos” fue de labios de uno de tu especie. —dijo Juan para defender sus palabras.
—¿Especie? ¿Raza? —Indagó con seriedad el viejo—. ¿Me considerás diferente en algo?
Esta vez el Eternauta guardó silencio. Si algo había aprendido en el eterno vagabundear era a respetar la sabiduría de los viejos, no hubo palabras durante un rato.
Como un torrente se agolparon en su mente recuerdos aleatorios, experiencias vividas  entre los Continum. Se esforzó para colocarse como un observador ajeno a todos esas visiones, fuera de las corrientes impetuosas que dominaban a todos los mundos. Contempló ese futuro donde ni la nevada mortal, ni la guerra nuclear habían sucedido. La vida había continuado sin intervenciones extraterrestres, pero ahí estaban presentes los “nosotros” y los “ellos”. En el pensamiento diario, en cada acción y conversación. En los discursos políticos, en la publicidad, en la moda, en lo cotidiano.
Negros y blancos, feos y lindos. Machistas y feministas, creyentes y ateos, homosexuales y heterosexuales… Ricos y pobres.
Nosotros y ellos. Y al mismo tiempo, bajo un manto de hipocresía, unos y otros proclamando su repudio a las diferencias, mostrando una abierta preferencia por los exitosos, los mediáticos, los ojos claros o los cuerpos delgados. Políticos y Obispos reclamando compromiso ante la pobreza al tiempo que visten, comen y viven en la más obscena riqueza.
Gobernantes parecidos a artistas que representan en imagen a minorías de género o raza para rematar el engaño. Los nosotros y los ellos armados de la sutileza, miméticos y carismáticos.  En la guerra había conocido a los hombres robot, aquellos desdichados prisioneros controlados por un teledirector clavado en la nuca, esto era igual, pero sin el teledirector.
Mentiras repetidas como ecos, confundiéndose con otras mentiras pronunciadas en voz alta. Gritadas una y otra vez, como agujas al rojo clavándose en su cerebro. Una y otra vez, y otra vez. Sucediéndose…
“Pi”.
Juan cerró los ojos en un vano intento de hacer desaparecer esas peroratas de falsedad. Las palabras retumbaban remarcando en cada sílaba la idea de los “Ellos” y los “nosotros”.
—¿Es un círculo? —musitó al fin con los ojos brillosos—. ¿Siempre va a ser así?
—¿Sabés que no podés frenar el viento con una sola mano? —Sonrió el viejo—. Tampoco juntar el océano con una cuchara, es como querer contar las estrellas.
—¿Me decís que renuncie a defender la justicia?
—¡Ya dejá de pensar en absolutos! —Pidió el viejo y en ese momento se distinguió sin dudas el brillo de los ojos—. Sentate y calmate.
El Eternauta buscó una roca de la altura apropiada y se sentó. Los hombros se le curvaron como liberados de un gran peso y de pronto se sintió humano, una persona sencilla con una casa en Beccar. Mirando a su hijita, Martita hurgando en la caja de herramientas. Preguntando el nombre de cada una. Desde la cocina le llegaban los rezongos de su amada Elena que renegaba con las hormigas.
—No sos diferente, amigo —murmuró el viejo ser—, nadie lo es.
—Pero… ¿Quiénes eran los “Ellos”? —dijo el Eternauta, el viejo se limitó a mirarlo, apenas sonriendo, arrugando aún más el rostro si eso era posible. Ya le había indicado la puerta, ahora le correspondía a él cruzarla. Juan meditó un momento—. Los “Ellos” antes eran nosotros —musitó—. ¡Nosotros somos los ellos! —descubrió.
—¡Así es! —Festejó el viejo—. Siempre fue así. Pueden morir miles o sacrificarse millones y nada habrá cambiado si continuamos pensando en “ellos y nosotros”. Todo es uno, el Espíritu cósmico nos es común. No discrimina. La única manera de contrarrestar a los ellos, es sacando al ello que llevamos dentro. Una batalla difícil y solitaria que debemos librar cada día.
—¿Pi? —dijo Juan seguro de la respuesta.
—Sí, alguien que se ganó el nombre de Eternauta debería comprenderlo bien,
—¿Sabés, viejo? —Dijo el viajero poniéndose de pie—. Cuando era sólo Juan Salvo, leía en los diarios sobre guerras, hambre y pestes. Pensaba entonces que al llegar a anciano, esos problemas se habrían solucionado. Luego me convertí en el Eternauta y superé en tiempo varias veces a mi propia vejez, pero el genocidio y los demás flagelos seguían presentes. Ahora veo que la naturaleza no nos deja tiempo para aprender de nuestros errores y repetimos una y otra vez todo desde el comienzo… —Estaba por hacerle una pregunta al Mano cuando el entorno fluctuó, deformándose, el Cronomaster lo enviaba a otro lado, giró el rostro hacia el viejo antes de desaparecer. No lo escuchó, pero leyó los labios con facilidad.
—Pi.